El Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia actual 158x158

Carlos Santiago Nino (1943-1993) murió el 29 de agosto de 1993 en La Paz, Bolivia, en otro esfuerzo por avanzar los ideales de la democracia constitucional en la región. Murió a los 49 años, tal como antes lo hiciera Alexander Bickel o mucho antes, Santo Tomás de Aquino (¿Club 49, símil del Club 27?). Pero a pesar de su prematura muerte, el legado intelectual que dejó es inmenso y sigue estando plenamente vigente. No tuve la suerte de conocerlo, pero he aprendido mucho de él y de sus discípulos (en beneficio de mis alumnos y alumnas de ayer y hoy, que pueden atestiguarlo). Así, a un día de conmemorar las tres décadas de su muerte, resulta imposible no rendirle un pequeño homenaje, destacando solo algunas muy limitadas facetas y aportes, quizás también, desde el sesgo de un constitucionalista.

Para los constitucionalistas, Nino fue uno de los más destacados a nivel iberoamericano. En realidad, fue un jurista en sentido estricto. Los filósofos también lo reclaman para sí. Y es que sus intereses y aficiones lo llevaron a pasear con naturalidad por la filosofía (no sólo legal, sino política, la ética, etc.), por la teoría del derecho, el derecho penal o el derecho de familia. Y por supuesto por el derecho constitucional. También lo condujeron a poner foco en la necesaria reforma de la enseñanza legal en nuestra continente, sin la majadería ni pretensión de imponer el modelo anglosajón, pero sí destacando sus virtudes comparativas.

Decir que (solo) fue un destacado profesor (Derecho, y Filosofía y Letras UBA) y jurista argentino es muy poco, marcando una frontera irreal. En efecto, por una parte, nos priva a los académicos latinoamericanos de una voz que sentimos propia, continental, y, por la otra, priva al mundo, de su estatura y brillo en las más prestigiosas facultades de derecho a nivel global (como Yale, Oxford, NYU o Barcelona) que también lo reclaman como propio, como alguien que en dichas facultades también había echado raíces.

Por lo demás, su legado intelectual tiene dimensiones muy prácticas. Para un profesor de derecho constitucional (como yo) resulta imposible atravesar derecho político, teoría constitucional o derecho constitucional, sin hacerlo de la mano de Fundamentos de Derecho Constitucional, sea para discutir conceptos de gran calado como la idea de Constitución como convención o práctica social (siguiendo a Hart); examinar derechos fundamentales específicos (libertad de expresión, privacidad, debido proceso, etc.); o evocar las imágenes que nos dejó de la constitución como la construcción de una catedral a través de varios siglos, o siguiendo a Alberdi, la de una “carta de navegación”. O hacerlo echando mano a La constitución de la democracia deliberativa, para examinar los fundamentos de la democracia, su justificación epistémica, y la interacción de sus instituciones con otras prácticas constitucionales (como el control de constitucionalidad de la ley o revisión judicial). En fin, a la hora de examinar el sistema político en general y los regímenes políticos en particular, imposible pasar por alto su crítica al hiper-presidencialismo (argentino, pero extensible al chileno), que explicara con brillo durante un, a estas alturas, mítico coloquio en el Centro de Estudios Públicos, sobre alternativas semipresidenciales y parlamentarias (al presidencialismo chileno), realizado en septiembre de 1990, junto a G. Sartori, A. Lijphart, A. Valenzuela y otros (incluyendo a Enrique Barros por la casa).

Nino no fue solo un jurista y un profesor de profesores, fue también un destacado intelectual público con visión de Estado. En algún sentido representó mejor que nadie el viejo ideal perdido del abogado o jurista-estadista (que reclama en “The Lost Lawyer”, Anthony Kronman). Argentina se benefició muy directamente de este ideal y modelo de jurista de Estado. Fue un asesor fundamental del Presidente Alfonsín en los primeros pasos de la naciente democracia argentina, ideando aspectos esenciales de lo que luego sería el “juicio a las juntas” (ver su “Juicio al mal absoluto”/”Radical evil on trial”), o liderando el Consejo para la Consolidación de la Democracia.

En esta fase de intelectual público destacará también el lúcido “Un país al margen de la ley. La anomia como componente del subdesarrollo argentino” (1992), en que describió la “anomia boba” que sufría su país, esto es, cómo el sistemático y estructural desapego a las reglas, impactaba negativamente a la democracia y al desarrollo, explicando sus causas y planteando algunas propuestas institucionales para enfrentarlo (también explicando fórmulas institucionales que permitían arraigar el derecho en la cultura cotidiana de los ciudadanos, como el voto obligatorio o el juicio por jurado). Por lo demás, este ensayo influyó en algunos de nosotros para pensar el principio de anomia que pudo observarse con posterioridad al estallido social en Chile, en octubre 2019). Una nueva reedición reciente celebra los 30 años de este ensayo.

Alexander Bickel fue el discípulo más aventajado de Felix Frankfurter. Compartieron en lo biográfico e intelectual muchos elementos en común (una reciente biografía de este último da cuenta con creces de ello). Lamentablemente Bickel (que usualmente asociamos únicamente a la dificultad contramayoritaria de la revisión judicial en “The least dangerous branch”, dejando pasar el resto de un legado intelectual sofisticado, como, por ejemplo, da cuenta su libro póstumo “The morality of consent”), nunca llegó a ser Justice (miembro de la Corte Suprema norteamericana), habiéndolo querido.

En el caso de Nino ocurre exactamente lo contrario. Uno de sus discípulos más aventajados, Carlos Rosenkrantz, no sólo llegó a la Corte Suprema, sino a presidirla. No sé si Nino quiso ser ministro de la Corte Suprema (supongo que no, no es algo que aparezca entre sus biografías o reseñas personales o intelectuales). Pero al igual que Bickel, y dado el rol institucional de la Corte Suprema argentina (más similar a la de Estados Unidos que a la chilena), nos perdimos las reflexiones de un gran “supremo”. Quiero creer que leyendo la jurisprudencia de Rosenkrantz, encontramos una parte de Nino (del Nino “supremo” que no fue y que muchos quisiéramos haber tenido el privilegio de ver y leer).

En todo caso, no hay duda de que cuando leemos o escuchamos las ideas constitucionales de Rosenkrantz leemos y escuchamos a Nino. Lo hacemos también cuando reflexiona sobre las instituciones, el desarrollo y la democracia, por ejemplo, en su libro “Confianza y derecho en Latinoamérica”, editado junto a M. Bergman, o en su discurso inaugural de la Conferencia Judicial de las Cortes Supremas del G20, 2018). En fin, en una brillante conferencia reciente en la Universidad de Chile sobre el populismo. No se me entienda mal; no pretendo imponerle una carga pesada al juez Rosenkrantz, ni el yugo acrítico de la herencia o un afán de categorizar “escuelas de”; es admiración pura y simple o incluso, sana envidia (igual cosa podría decir respecto de Roberto Gargarella y tantos otros).

A tres décadas de su muerte, el legado intelectual de Carlos Nino, sigue vivo y vigente, y ocupa un espacio importante en nuestras conversaciones y discusiones, en la formación de nuestros alumnos, y a la hora de pensar nuestras reglas, instituciones, y prácticas, especialmente en medio de un proceso constitucional.

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