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Jaime Alcalde 250x250

Uno de los bordes fijados para el actual proceso constituyente es la caracterización de Chile como un Estado social y democrático de derecho (art. 154, N° 5 de la Constitución vigente), que quedó recogida en el anteproyecto de la Comisión de Expertos como uno de los fundamentos del orden constitucional (Capítulo I).

El elemento constitutivo de esta forma de organización del Estado se encuentra en la promoción del desarrollo progresivo de los derechos sociales a través de instituciones estatales y privadas (art. 1.2). Sin embargo, la delimitación y concreción del concepto no es una tarea fácil y depende de una serie de factores y conexiones. Por ejemplo, José Francisco García y Eugenio García Huidobro han señalado que envuelve “una compleja arquitectura institucional que establezca modelos de gobernanza propios de sociedades complejas, distribuyendo competencias y responsabilidades entre actores públicos y privados tanto a nivel vertical como horizontal”.

Aunque esta concepción no es original y encuentra referentes comparados, la novedad de la definición chilena parece estar en la colaboración armónica entre las instituciones estatales y públicas con la finalidad de garantizar la igualdad efectiva de personas con independencia de la situación económica y social que tenga cada una de ellas. De ahí que el Estado deba respetar la autonomía de las agrupaciones sociales que las personas constituyan para satisfacer objetivos comunes (art. 3.2), pero también que se encuentre compelido a promover “las condiciones de justicia y solidaridad para que la libertad, derechos e igualdad de las personas se realicen, removiendo los obstáculos que lo impidan o dificulten” (art. 2.2).

Dada su función activa, el Estado tiene la obligación de fomentar, estimular, ordenar, suplir y completar la tarea de las agrupaciones sociales, sobre todo cuando ellas tratar de resolver necesidades de interés general o colectivo o cuando buscan hacer realidad alguno de los derechos sociales que se reconocen.

Por eso, frente a esta articulación colaborativa de la iniciativa privada y estatal, hay una ausencia que llama la atención cuando se revisa el resto de las normas del anteproyecto que buscan articular este nuevo diseño del Estado. Se trata de la omisión a cualquier referencia a la economía social en general o bien a alguna de las formas asociativas que ella comprende, en especial las cooperativas (DFL N° 3, de 2003, del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción).

La sorpresa proviene de que dicho reconocimiento es algo usual y reflejo cuando se elabora el entramado institucional de un Estado social y democrático de derecho. Con algunos matices terminológicos, así ocurre en Alemania (art. 74.1.15), España (art. 129.2) y Colombia (art. 58). También sucede en otros países que han adoptado modelos de desarrollo semejante, como Italia (art. 45), Portugal (art. 61), Brasil (art. 5.18), Costa Rica (art. 64), Ecuador (art. 283), México (art. 25) y Paraguay (art. 113).

Además, este reconocimiento tampoco es ajeno a la tradición constitucional chilena y cuenta con algunos precedentes. En 1971, mediante la Ley 17.398, se incorporó en la Constitución una garantía de participación en la vida social (art. 10, N° 17). En ella se indicaba que las cooperativas y otras organizaciones semejantes eran la manera en que “el pueblo participa en la solución de sus problemas y colabora en la gestión de los servicios del Estado y de las Municipalidades”, por lo que correspondía reconocerles la debida independencia y libertad para el desempeño de sus funciones.

En 2018 se presentó una moción para incorporar un nuevo inciso 5° en el art. 1° de la Constitución, con el fin de establecer la obligación del Estado de promover y fortalecer la economía social y solidaria (Boletín N° 12.165-07). También la propuesta de Constitución elaborada por la Convención Constitucional mencionaba a las cooperativas en dos disposiciones permanentes: la primera establecía el deber del Estado de fomentar y proteger las cooperativas de energía (art. 59.5), y la segunda reconocía de manera general la función social, económica y productiva de las cooperativas y fomentaba su desarrollo (art. 73). A ello se suma el hecho que, a través de la Ley 20.638 y para darles visibilidad, en 2012 se declaró el 14 de noviembre como el día nacional de las cooperativas.

Por cierto, queda pendiente la pregunta sobre por qué se ha de fomentar la economía social o alguna de sus formas jurídicas como estructura de organización deseable dentro de una comunidad más allá del reconocimiento a la libertad de asociación o de emprendimiento.

Las dos justificaciones principales son la existencia de un mandato legal y la generación de utilidad social. Esta segunda razón es la de mayor importancia, puesto que permite explicar la necesidad de una acción estatal de fomento, incluso en ordenamientos que no contienen una norma superior que ordene la existencia de políticas públicas en tal sentido, como sucede con el chileno al menos hasta el estado actual del debate constituyente.

Las entidades de economía social en general y las cooperativas en particular son organizaciones que aportan valor añadido para el logro del bien común, porque resuelven las necesidades de las personas mediante la ayuda mutua y una gestión democrática. También se trata de entidades que se caracterizan por la preocupación por la comunidad, con un claro compromiso hacia el desarrollo sostenible, que sí ha quedado reconocido en el borrador de la Comisión de Expertos (por ejemplo, arts. 12 y 204).

Este aporte al bien común ha sido constatado en diversas instancias internacionales. Se puede señalar, entre los muchos reconocimientos que ha habido al respecto, la Recomendación núm. 193 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) aprobada en 2002, el documento de posición del Grupo de Trabajo Interinstitucional de las Naciones Unidas sobre Economía Social y Solidaria intitulado “Avanzar en la Agenda 2030 a través de la economía social y solidaria” publicado en 2022, y la resolución “Promover la economía social y solidaria para el desarrollo sostenible” adoptada el 18 de abril de 2023 por la Asamblea General de las Naciones Unidas.

Queda confiar en que la discusión que se dará en estos meses en el Consejo Constitucional permita que la economía social, sea en general o mediante la sola referencia a las cooperativas, quede recogida en el texto que será sometido a plebiscito el próximo 17 de diciembre, completando así las consecuencias prácticas que conlleva un Estado social y democrático de derecho basado en la articulación colaborativa entre lo público y lo privado.

Lo natural sería que ese reconocimiento se produzca dentro de los fundamentos del orden constitucional, como uno de los deberes del Estado. Habrá que ver qué ocurre.

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