El Mercurio Legal

Jaime Alcalde 158x1582

Hace 150 años un informe en derecho cambió el curso de la ciencia jurídica. El Tribunal de Distrito de Gotinga solicitó un pronunciamiento sobre la venta múltiple de las participaciones de un barco que después naufragó. La Facultad de Derecho de esa ciudad confió el encargo a Rudolf von Ihering (1818-1892), quien emitió el dictamen contradiciendo su parecer anterior. Su justificación fue que era distinto analizar un caso desde el punto de vista teórico que determinar cómo debían ser aplicadas las reglas en la práctica, cuando ellas incidían sobre un problema real. Pero estas ideas no eran nuevas, pues Ihering las había barruntado en el prólogo (“Nuestra tarea”) que escribió en 1857 para una nueva revista jurídica. Ahí analizaba varias situaciones según el método conceptualista, impugnando sus resultados por desafiar el sentido común o las necesidades del tráfico.

Esas reflexiones decantaron en la redacción de El fin del derecho (1877 y 1883), uno de los libros más famosos de este autor. Su idea central consiste en que “el fin es el creador de todo el derecho”, de suerte que “no existe ninguna norma jurídica que no deba su origen a [...] un motivo práctico”. De esto se sigue que resulta imposible comprender las reglas jurídicas sin un acercamiento pragmático, que obliga a escudriñar la función social que les asigna sentido. Por eso, como apunta Alejandro Nieto, hay que considerar, junto con el estudio de las normas y principios, “una teoría de las decisiones singulares y sus consecuencias fácticas”, integrando en el derecho “los elementos sociales o reales que les corresponden”. Por decirlo con Pierre Legrand, el discurso constitutivo del derecho solo se entiende desde la intertextualidad y la premisa de que los textos son expresión de una cultura y tradición.

En los últimos años, el finalismo también ha cobrado relevancia dentro del derecho de sociedades. La preocupación siempre ha existido en torno al concepto algo huidizo de interés social, que ha dado lugar a posiciones enfrentadas. El art. 30 de la Ley 18.046 no aborda esta materia, pues refiere en realidad el modo de resolver un conflicto entre los derechos de los accionistas y de la sociedad de acuerdo con el principio de totalidad, según el cual las partes se ordenan al todo. Para desbrozar el campo, Jesús Alfaro sugiere comenzar por un presupuesto evidente y que a veces se olvida: el objetivo de la sociedad debe ser el que se ha establecido en los estatutos y, presuntivamente, vale decir, salvo que los socios digan ahí otra cosa, tal consiste en maximizar la rentabilidad conjunta de las inversiones realizadas. Esta es la idea que se desprende de los arts. 2053 y 2055 CC, pero que también reenvía a la causa del contrato que recoge el art. 1467 CC: ella siempre existe, pero no es necesario expresarla.

En 1996, Jim Collins y Jerry Porras señalaban que las empresas que tienen éxito son aquellas que han definido unos valores y un propósito claro que las guían en el tiempo. Los primeros sirven de punto de referencia para la empresa, dirigiendo su funcionamiento y los comportamientos por los cuales su personal y ejecutivos serán evaluados. Por su parte, el propósito refleja la razón de ser de la empresa, que expresa la repercusión que el desarrollo de su giro tiene para la comunidad. Con esta idea se quiere recordar que las empresas no solo buscan la maximización de utilidades, sino que son ante todo una organización inserta en el tejido social para mejorar la vida de las personas y su entorno. Ellas tienen una motivación que las anima y sirve para iluminar sus decisiones, que se conecta con la pregunta de por qué son importantes los productos o servicios que ella proporciona, sea como fin último o instrumental. Una vez definido su propósito, la empresa puede determinar qué pretende lograr como resultado y cómo se va a comportar en el mercado para que eso suceda. Tales parámetros comportan la misión y la visión que ella se fija. De ahí que algunos autores, como Brian McCall, hayan propuesto una mirada a la sociedad anónima desde el derecho público, por los principios organizativos que comparte con otras estructuras sociales.

Con todo, la cuestión del propósito no era desconocida para el derecho societario. De ella trató un célebre caso de la jurisprudencia estadounidense, fallado en 1919 por la Corte Suprema de Michigan. En medio de los años de mayor expansión de la compañía gracias al éxito comercial del modelo T, Henry Ford decidió poner en marcha una nueva política interna que plasmara su ideal de que “la empresa es un servicio”: en adelante no se repartirían dividendos especiales y las utilidades estarían destinadas a disminuir el precio de los automóviles y doblar los salarios de los trabajadores respecto del promedio de mercado. Este anuncio hizo que dos accionistas minoritarios (los hermanos Horace E. y John F. Dodge) demandaran al controlador, arguyendo que pretendía gestionar la compañía de manera arbitraria y con infracción al deber de generar ganancias para sus accionistas. La Corte resolvió el caso a favor de los demandantes, sentando un criterio que se haría célebre: la primacía de la maximización de la utilidad de los accionistas (shareholders primacy rule).

Pero la situación era mucho más compleja, porque unos años antes los hermanos Dodge, que hasta entonces fabricaban las piezas y repuestos empleados por Ford, se habían transformado en competidores. De hecho, por esa época habían comenzado a producir camiones para el Ejército, coincidiendo con el ingreso de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial. Así pues, detrás de su demanda había unos intereses que trascendían el plano societario y que conviene considerar en el análisis. Pero incluso en este ámbito, el caso ha tenido más repercusión académica que utilización como precedente por los tribunales estadounidenses. Mirado con perspectiva, y pese a las críticas que suscitó, resulta profético el artículo de Lynn A. Stout donde explicaba por qué se debía dejar de enseñar Dogde v. Ford. La razón es que este fue publicado en 2008, cuando comenzaba la crisis que afectó el sistema financiero y marcó un giro en la comprensión de la empresa. Su argumento consiste en que las leyes de sociedades jamás han impuesto una obligación legal a los directores de maximizar la ganancia individual de los accionistas, como tampoco existe en otros países. En Chile, por ejemplo, el estatuto social de la empresa señalaba que ella debía “ser económicamente eficiente para la sociedad a que sirve y socialmente justa para quienes la conforman” (art. 2° II DL 1006/1975), aunando así la justicia y la eficiencia que articulan el mercado. Además, desde una perspectiva económica la teoría de las opciones, la producción en equipo, el problema de los costos externos y las diferencias entre los intereses de los accionistas sugieren que dicha regla es una mala política y conduce a resultados ineficientes con el tiempo.

La novedad que ha traído consigo esta década es que estas ideas se comienzan a proyectar hacia el mercado y el sistema jurídico, dejando el plano especulativo, aunque no sin cuestionamientos. En 2019, Francia reformó el Código Civil para establecer que la sociedad debe ser administrada de acuerdo con el interés social envuelto en los desafíos sociales y medioambientales de su actividad (art. 1833) y que sus estatutos pueden incluir una razón de ser que delimite los principios que ella se fija a sí misma (art. 1835). De forma similar, el Foro Económico Mundial ha declarado que el propósito universal de las empresas es la creación de valor compartido y sostenido, con el fin de reforzar la prosperidad a largo plazo. Cuando crean ese valor social ellas no cumplen únicamente con sus socios, sino también con todos los otros interesados (stakeholders): empleados, clientes, proveedores, comunidades locales y la sociedad en general. Incluso la Santa Sede ha apoyado esta comprensión mediante un Consejo para el Capitalismo Inclusivo, sumándose a los movimientos provenientes del empresariado, como la declaración de la Business Roundtable o Imperative21.

En este sentido, la aproximación de Federico de Castro (1903-1983), que concibió la causa como el propósito práctico buscado por los contratantes, resulta de gran utilidad. Dado que el factor relevante es el resultado que se pretende conseguir, la mirada no se agota en el negocio, sino que se proyecta hacia la situación circundante que este configura. Antonio Morales Moreno explica que la causa “dibuja los intereses concretos a los que las partes pretendían dar satisfacción”, de suerte que cumple determinar si ellos, incorporados como intención común, han quedado o no satisfechos con el programa prestacional. Aunque no hay que obsesionarse con la causa o su subsistencia legal, este acercamiento concreto presenta la ventaja de no menospreciar la importancia que tienen ciertos estados de la realidad que las partes han añadido como presuposiciones básicas de la operación económica en que consistieron, muchos de los cuales se resuelven en sede de incumplimiento y no de validez. Estas ideas ayudan también a delimitar una concepción más realista de la libertad contractual, que pondere las desigualdades entre los contratantes. Por lo demás, la jurisprudencia chilena ha acudido a esta aproximación de la causa para resolver varios casos (por ejemplo, SSCS 14 de febrero de 2020, 3 de abril de 2017, 7 de marzo de 2012 y 26 de agosto de 2011).

Con todo, el reconocimiento del propósito de la empresa depara también otros desafíos, porque exige prever mecanismos que aseguren su proyección en el tiempo. Dos de ellos revisten particular interés: la llamada “propiedad responsable” y la liberalización de algunos pactos de sucesión futura.

La expresión “propiedad responsable” no expresa intuitivamente el concepto que quiere reflejar, puesto que evoca el contenido pasivo que su función social asigna a dicho derecho. Se trata de una traducción del término steward-ownership, que refiere una manera de incorporar la misión y la independencia de una empresa de manera estable en su configuración jurídica. Ella se articula sobre dos principios centrales: el lucro está el servicio de un propósito de largo plazo y este se garantiza mediante el autogobierno, que impide que las acciones con derecho a voto se puedan transferir y comprometer el control. Las empresas de propiedad responsable se suelen estructurar como fundaciones o fideicomisos, aunque en Alemania ya existe un borrador de proyecto de ley donde la figura se recoge como una variante de la sociedad de responsabilidad limitada (GmbH). La materia sigue en evolución.

La prohibición de los pactos de sucesión futura es un dogma que se ha justificado en la inmoralidad de especular sobre la vida ajena y el peligro que significa hacer depender la esperanza de ganancia de la muerte de un tercero. Sin embargo, la regla está enderezada a conservar la integridad del sistema sucesorio, especialmente cuando este deja poco margen a la voluntad del causante. Siguiendo la tradición latina, el derecho chileno declara nulas estas estipulaciones (art. 1463 CC), incluso cuando se formulan como una disposición captatoria en un testamento (art. 1059 CC). La única excepción es el pacto por el que el causante se obliga a no donar o asignar por testamento la cuarta de mejoras sino a favor de la persona con que promete (art. 1204 CC). Admitidos de manera general en el ámbito germánico (por ejemplo, §§ 2274-2302 y 2346-2352 BGB), otros ordenamientos han comenzado a permitir ciertos negocios jurídicos relacionados con el derecho a suceder por causa de muerte, sobre todo para asegurar la continuidad de la empresa familiar.

Dentro de este contexto, el caso argentino resulta interesante. El Código Civil de 1869 señalaba que no podía ser objeto de un contrato la herencia futura, aunque se celebrase con el consentimiento de la persona de cuya sucesión se trate, ni tampoco los derechos hereditarios eventuales sobre objetos particulares (art. 1175). El Código Civil y Comercial de 2015 mantuvo esta misma regla, pero agregó una importante excepción: son válidos los pactos relativos a una explotación productiva o a participaciones societarias de cualquier tipo, con miras a la conservación de la unidad de la gestión empresarial o a la prevención o solución de conflictos (art. 1010). El Código Civil español había incorporado una regla semejante en 2003, pero como una forma admitida de partición por el propio causante (art. 1056 II). El cambio de criterio y sede que ofrece el código argentino pone en evidencia la necesidad de revisar ciertas reglas que han dejado de ser efectivas y promueven la creatividad en la búsqueda de soluciones alternativas, que pueden envolver simulación o fraude de ley.

Sesenta años después, el derecho parece estar dando la razón a esas lecciones inéditas que San Alberto Hurtado dejó al morir, donde explicaba que “la ganancia personal de un patrón y la utilidad colectiva de una empresa serán aceptables si reconocen su parte en ella a todos los colaboradores que la produjeron y si no gravan indebidamente al consumidor”. Hoy se insiste de nuevo en que la empresa no se puede mirar solo desde una perspectiva interna, pues resulta igualmente relevante su proyección social dentro del mercado y, también, el aseguramiento en el tiempo del propósito que la anima. Ya hay varias voces en este sentido.