El Líbero

Angela Vivanco 158x158 3

Uno de los tópicos más atractivos de la literatura y el cine fantástico es la posibilidad de viajar en el tiempo, gracias a máquinas y otras herramientas o recursos. Como seres humanos que vivimos sujetos al aquí y el ahora, siempre nos resultará deseable poder presenciar directamente el pasado y vivirlo, o bien asomarnos al incierto futuro.

Como tales experiencias, si bien algunos científicos las han considerado teóricamente posibles, no están aún a nuestra disposición; nos vemos obligados simplemente a planificar tratando de cometer el mínimo de errores sobre lo que vendrá y a procurar aprender de la historia, a veces sin haberla vivido y sin mayor acceso a testigos objetivos y veraces. Eso explica los muchos errores que podemos tener vaticinando el futuro y las muy diversas e irreconciliables interpretaciones con que nos encontramos sobre nuestro pasado reciente si procuramos hacer un análisis colectivo, serio y desapasionado.

Aunque no es fácil anunciar y manejarnos respecto del porvenir, y tampoco lo es analizar la verdadera historia de Chile, las responsabilidades y los logros que en ella coincidieron, es necesario que como sociedad seamos capaces de rescatar algunas conclusiones de lo sucedido acá y en el mundo los últimos 50 años, para proponernos trabajar por un futuro que signifique desarrollo y mayor equidad.

En efecto, Chile en el siglo XXI no puede repetir ni admitir escaladas de violencia física o verbal que signifiquen el dominio por la fuerza de unos grupos a otros, o el manejo de las decisiones públicas mediante el terror o el amedrentamiento. Ello no sólo excluye, como es obvio, justificar el terrorismo y la delincuencia, sino la agresión como herramienta política, en manifestaciones, debates, redes sociales o cualquier otro medio. El insulto, la descalificación, el odio modulado de esta forma no puede mantenerse reducido en un espacio pequeño, tiende por el contrario a agravarse y a expandirse. Así, ya no se trata de gobierno versus oposición, sino de enemigos, de fuerzas que se cancelan y se destruyen entre sí.

El derecho no puede ser instrumentalizado como herramienta de propaganda, puesto al servicio de los poderosos o los influyentes o transformarse en un camino de segregación o discriminación arbitraria. Tal cosa no sólo significa su destrucción, negar sus grandes principios y transformar a los operadores jurídicos en manipuladores de procedimientos, normas y fallos, para vulnerar a las personas en vez de protegerlas. Por tal razón, aplicar criterios maquiavélicos en reformas constitucionales, en la generación de las leyes o la administración de justicia, desanda lo avanzado en medio siglo de esfuerzos y nos enfrenta a la vulnerabilidad tras la fachada de lo “posible de hacer” (no lo correcto).

Por último, el Estado social no es una especie de toldo debajo del cual el sistema político se escude para obtener recursos a cualquier costo, argumentando que lo hace en favor de los vulnerables. Las desastrosas experiencias comparadas han demostrado que la provisión de prestaciones requiere una fina combinación entre ingresos, regla fiscal, política tributaria y, por cierto, instancias de inversión y desarrollo. Creer que las mejoras de la salud, la previsión y la escolaridad dependen de exprimir a los contribuyentes mientras el aparato público sigue devorando fondos como Cronos a sus hijos, no sólo es un grave error, sino una forma torcida de entender la solidaridad.

Dado que en debates y promesas de campaña, más allá de la moda, han aparecido no sólo frases sino discursos y proyectos totalmente “vintage”, y que tenemos fundadas razones para temerle a nuestro pasado si nos negamos a hacernos cargo de sus terribles consecuencias, este domingo 17 —si queremos ser viajeros en el tiempo— procuremos que sea desde la experiencia y la reflexión, no desde el delirio y la inconsciencia, para construir los pasos venideros que nos aseguren ser una sociedad más justa y coherente, instalada en la realidad y en lo éticamente admisible.

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