El Líbero

Angela Vivanco 158x158 3

En el reciente Encuentro Nacional de Salud (ENASA) resultó llamativo escuchar la exposición de la ministra Carmen Castillo, refiriéndose a los que ella considera grandes logros del gobierno en materia de salud, los cuales no se compadecen con el malestar que la mayoría de las personas exhiben en nuestro país acerca de este aspecto tan importante de sus vidas.

La realidad del tema nos deja más bien la impresión de numerosas promesas no cumplidas en esa área, las cuales impactan directamente en las expectativas de los pacientes y en sus oportunidades de pleno ejercicio del derecho a la protección de la salud, garantizado en la Constitución.

En efecto, es de público conocimiento que hay personas que esperan muchos meses a que sus patologías puedan ser atendidas o para poder ser intervenidas quirúrgicamente, y que algunas de ellas mueren en esa espera. La explicación de que fallecieron debido a la gravedad de sus enfermedades y no a la falta de atención resulta absurda, pues es obvio que una situación ya delicada se hará más grave e incluso crítica si no se produce una oportuna intervención médica.

Los pacientes que presentan enfermedades raras o poco comunes inician en nuestro país un largo peregrinar que se compone de diagnósticos erróneos o tardíos, lucha por gozar de atención y barreras verdaderamente infranqueables en relación con los costos de sus medicamentos. Si bien algunas situaciones son cubiertas por la Ley Ricarte Soto y se obtienen aportes extraordinarios por parte del propio Ministerio, hay una cantidad considerable de estos pacientes que no gozan de acceso ni cobertura, partiendo que no cuentan con una codificación Fonasa, por lo cual no los acoge ningún sistema. Enfrentados a tener que financiar ellos mismos sus tratamientos, son empujados a mediaciones y juicios con dispares destinos y se plantean seriamente la oportunidad de no tratarse, evitando así la ruina familiar y el desgaste emocional de ellos mismos y de sus cercanos.

La salud pública es evidente que no da abasto, que requiere con urgencia de especialistas y de medios de los cuales no goza; mientras que la salud privada espera desde hace años una normativa que recoja las prevenciones efectuadas en instancias constitucionales y que, a la vez, permita al sistema seguir existiendo. Ambos modelos presentan serios problemas en relación con los derechos de sus usuarios, judicializados al extremo en el caso de la salud privada, pero tampoco libres de estas amenazas en el sistema público. Dado que, como es obvio, los fallos de los tribunales se dictan para cada caso, los que obtienen un juicio alcanzan algún grado de satisfacción, pero es a costa del involuntario auspicio de los que cotizan y no demandan, o cuyas pretensiones no prosperan.

Un áreas tan relevante como la salud mental no sólo tiene mínimo espacio dentro de las prestaciones, sino que además aún no se cuenta con una normativa mínimamente desarrollada para acoger la complejidad del tratamiento, la situación de los pacientes y las posibilidades de vulneración de derechos de que ellos son víctimas.

Así, numerosas encuestas revelan que la Salud —o nuestra “mala salud”— es la primera preocupación de los chilenos y debe ser una prioridad de los programas de quienes gobernarán durante el próximo cuatrienio.

En estos meses que quedan, desgraciadamente, vemos más preocupado al Minsal de implementar su ley de aborto en tres causales —incluso adelantando prestaciones sin reglamento o celebrando absoluciones penales—, que ocupándose de un tema que también toca al derecho a la vida de modo distinto: los graves problemas expuestos someramente aquí son la base de una verdadera eutanasia social.

Así, enfermarse gravemente en Chile implica una seria posibilidad de morir, no en aras de la autonomía, sino de la desatención del sistema, de la falta de recursos y —por qué no decirlo— de la tremenda lejanía que nuestras autoridades mantienen respecto del drama personal del paciente enfrentado a su incierto futuro.

En el reciente Encuentro Nacional de Salud (ENASA) resultó llamativo escuchar la exposición de la ministra Carmen Castillo, refiriéndose a los que ella considera grandes logros del gobierno en materia de salud, los cuales no se compadecen con el malestar que la mayoría de las personas exhiben en nuestro país acerca de este aspecto tan importante de sus vidas.
 
La realidad del tema nos deja más bien la impresión de numerosas promesas no cumplidas en esa área, las cuales impactan directamente en las expectativas de los pacientes y en sus oportunidades de pleno ejercicio del derecho a la protección de la salud, garantizado en la Constitución.
 
En efecto, es de público conocimiento que hay personas que esperan muchos meses a que sus patologías puedan ser atendidas o para poder ser intervenidas quirúrgicamente, y que algunas de ellas mueren en esa espera. La explicación de que fallecieron debido a la gravedad de sus enfermedades y no a la falta de atención resulta absurda, pues es obvio que una situación ya delicada se hará más grave e incluso crítica si no se produce una oportuna intervención médica.
 
Los pacientes que presentan enfermedades raras o poco comunes inician en nuestro país un largo peregrinar que se compone de diagnósticos erróneos o tardíos, lucha por gozar de atención y barreras verdaderamente infranqueables en relación con los costos de sus medicamentos. Si bien algunas situaciones son cubiertas por la Ley Ricarte Soto y se obtienen aportes extraordinarios por parte del propio Ministerio, hay una cantidad considerable de estos pacientes que no gozan de acceso ni cobertura, partiendo que no cuentan con una codificación Fonasa, por lo cual no los acoge ningún sistema. Enfrentados a tener que financiar ellos mismos sus tratamientos, son empujados a mediaciones y juicios con dispares destinos y se plantean seriamente la oportunidad de no tratarse, evitando así la ruina familiar y el desgaste emocional de ellos mismos y de sus cercanos.
 
La salud pública es evidente que no da abasto, que requiere con urgencia de especialistas y de medios de los cuales no goza; mientras que la salud privada espera desde hace años una normativa que recoja las prevenciones efectuadas en instancias constitucionales y que, a la vez, permita al sistema seguir existiendo. Ambos modelos presentan serios problemas en relación con los derechos de sus usuarios, judicializados al extremo en el caso de la salud privada, pero tampoco libres de estas amenazas en el sistema público. Dado que, como es obvio, los fallos de los tribunales se dictan para cada caso, los que obtienen un juicio alcanzan algún grado de satisfacción, pero es a costa del involuntario auspicio de los que cotizan y no demandan, o cuyas pretensiones no prosperan.
 
Un áreas tan relevante como la salud mental no sólo tiene mínimo espacio dentro de las prestaciones, sino que además aún no se cuenta con una normativa mínimamente desarrollada para acoger la complejidad del tratamiento, la situación de los pacientes y las posibilidades de vulneración de derechos de que ellos son víctimas.
 
Así, numerosas encuestas revelan que la Salud —o nuestra “mala salud”— es la primera preocupación de los chilenos y debe ser una prioridad de los programas de quienes gobernarán durante el próximo cuatrienio.
 
En estos meses que quedan, desgraciadamente, vemos más preocupado al Minsal de implementar su ley de aborto en tres causales —incluso adelantando prestaciones sin reglamento o celebrando absoluciones penales—, que ocupándose de un tema que también toca al derecho a la vida de modo distinto: los graves problemas expuestos someramente aquí son la base de una verdadera eutanasia social.
 
Así, enfermarse gravemente en Chile implica una seria posibilidad de morir, no en aras de la autonomía, sino de la desatención del sistema, de la falta de recursos y —por qué no decirlo— de la tremenda lejanía que nuestras autoridades mantienen respecto del drama personal del paciente enfrentado a su incierto futuro.