El Mercurio

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Señor Director:

Javier Couso, mostrando tanto interés en la teología sacramental como desconocimiento de ella, aduce que la Iglesia Católica no reconoce como persona al nasciturus porque le niega el bautismo y la unción de los enfermos.

Si ahonda en sus estudios teológicos, el señor Couso descubrirá que el sacramento es signo visible de la gracia invisible y, como tal, se realiza mediante una acción física, con todas las limitaciones propias de una acción física. El derrame del agua sobre el bautizando o la imposición de los óleos sobre el enfermo son el signo visible por el que se verifica la acción sacramental, en los casos del bautismo y la unción de los enfermos. El nasciturus no puede recibir los sacramentos (aunque, de hecho, ha habido casos de bautismo intrauterino), no porque la Iglesia se los niegue, sino por una imposibilidad física, como imposible sería otorgar cualquier sacramento a un hombre perdido en la montaña.

Por ello mismo, la Iglesia recomienda bautizar prontamente a los recién nacidos e, incluso, sugiere el bautizo bajo condición para los niños que nacen aparentemente muertos por un aborto espontáneo. Y, por supuesto, la propia Iglesia advierte que la gracia sacramental la puede dispensar Dios por otras vías. Así, en el caso del bautismo, la tradición católica reconoce la posibilidad del bautismo de sangre (en quien muere por causa de Cristo) o de deseo (en quien desea la filiación divina, explícita o implícitamente) y, desde luego, confía en la misericordia de Dios para aquellos niños que mueren en el vientre materno.

De este modo, la teología sacramental ha sido siempre perfectamente coherente con la condena invariable del aborto. En efecto, ya en la didaché, de los primeros siglos de nuestra era, se plasmaba, textualmente: "No cometerás aborto ni infanticidio", y una carta del Papa Esteban V, del año 887, sostenía que "es homicidio el destruir por aborto a un niño concebido en el útero". Y así continuamente hasta nuestros días, en que la condena del aborto por la Iglesia es tan clara e inequívoca como la defensa de la dignidad personal del ser humano que está por nacer.

Para el debate sereno que reclama el señor Couso nos parece indispensable no incurrir en tergiversaciones. La caricatura de la Iglesia, frecuente en este debate, esconde una lamentable falta de argumentos.

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