El Líbero

Angela Vivanco 158x158 3

Las funciones del Estado consideradas tradicionalmente como tres (ejecutiva, legislativa y judicial), en la época contemporánea han sido consideradas como cinco, agregando a las anteriores las funciones contralora y constituyente.

En el caso chileno, la función contralora recae en dos importantes órganos: la Contraloría General de la República y el Tribunal Constitucional (TC). Este último, creado en 1970 y recogido luego en la Carta de 1980, cumple numerosas funciones, algunas de las cuales fueron agregadas en la reforma constitucional de 2005.

Recordar brevemente tales datos históricos no es menor, pues el TC no se ha considerado nunca “un enclave de la dictadura” y, lejos de desaparecer o minimizarse durante las grandes reformas de los años 2000, se le modernizó y se amplió su abanico de facultades, todas ellas dirigidas a un gran propósito asociado con el amplio tema de la “justicia constitucional”: velar y controlar por que la Carta Fundamental sea respetada en diversos niveles normativos, en forma preventiva y también represiva.

Las razones de existencia de este órgano, además de las operativas asociadas con especialización y dedicación al tema, se relacionan con tres aspectos fundamentales que han de predicarse de todas las democracias contemporáneas: la necesidad de controlar que las normas de inferior rango, trátese de leyes o de decretos, cumplan con el marco formal y sustantivo de la Constitución; asegurar, así, que los derechos fundamentales protegidos por el ordenamiento constitucional no sean ignorados o vulnerados (en lo cual también participa el poder judicial a través de las acciones cautelares de derechos); y evitar que el orden constitucional sea afectado en el ejercicio de las atribuciones de los otros poderes del Estado (frenos y contrapesos), aún con respaldo mayoritario.

Como es obvio, en el ejercicio de sus facultades, las decisiones del TC pueden re-escribir las tomadas por otros órganos (de allí la importancia, por ejemplo, de la deferencia razonada con el legislador) e incluso apartarse de las tendencias más populares, pero no es su objetivo ser un organismo que se mueva según campañas políticas o multitudes, sino guardar la Constitución pese a tales vaivenes.

Esa draconiana misión, ¿hace del TC un guardián abusivo, que se impone ilegítimamente al genuino desarrollo de la participación democrática? A nuestro juicio no, aunque incomode. Ello es bastante evidente si revisamos, por ejemplo, sus atribuciones delimitadas por normas constitucionales y legales —modificadas y refrendadas en democracia por órganos electos popularmente—, y el hecho de que la mayoría de ellas se ejerce sólo a requerimiento de parte, es decir, de acuerdo al interés de los parlamentarios y del Presidente de la República. Pero también se corresponde con una realidad más fina: si hubiera más preocupación y celo de los órganos colegisladores por producir normas acordes con la Constitución, en vez de tratar –en algunos casos– de evitar la Carta Fundamental creando realidades paralelas, el TC no tendría que intervenir tan seguido y las expectativas ciudadanas sobre las leyes se ajustarían más a la realidad.

De esta forma, en nuestro país el TC se ha ido transformando –no precisamente con agrado de sus miembros– en una instancia indispensable para resolver las brechas considerables entre lo que se legisla y lo que se ha previsto en la Carta Fundamental. Como es obvio, quienes sienten amenazados sus intereses le echan la culpa al TC incluso antes de que llegue a conocer causas controversiales, lo cual resulta una mezcla de amedrentamiento y frustración.

¿La solución es “disolver” –como graciosamente dijo un candidato– el órgano o cambiar la Constitución? Quizás el asunto se encamine a legislar con mayor prudencia y apego a valores fundamentales de nuestra sociedad, no de un partido o de una religión. Entonces podría evitarse despertar falsas ilusiones y también el vano afán de culpar al portador de las malas noticias.

Leer online