La Tercera

Alex van Weezel 158x158

Al modificar parcialmente la condena del tribunal oral en el caso de la brutal agresión cometida por un hombre contra su exconviviente, la Corte Suprema no hizo más que mantener el criterio que ha venido aplicando en muchos otros casos jurídicamente similares. Según este criterio, no sería posible condenar por un delito no consumado de homicidio sin que el autor haya tenido la intención directa de matar a la víctima al momento de agredirla.

Esta opinión es compartida en nuestro país por la mayoría de los penalistas, y va de la mano con la idea, también ampliamente compartida, de que no existiría un solo tipo de “dolo”, sino que habría un dolo directo -la intención de provocar la muerte-, un dolo de las consecuencias seguras -se prende fuego a una casa en la que, lamentablemente para el pirómano, está encerrada una persona-, y un dolo eventual, donde no se busca la muerte de otro pero se acepta la posibilidad de que se produzca. Al menos esta última forma de dolo sería incompatible, se dice, con la figura del delito frustrado y, por lo tanto, si no se acreditó algo más en el proceso, solo cabía condenar por lesiones graves.

Personalmente no estoy de acuerdo con las opiniones anteriores, pues me parece que no es posible ni útil distinguir jurídicamente -otra cosa puede valer para las ciencias psicológicas- entre distintas clases de dolo, y menos aún restringir la tentativa a los casos en que existe intencionalidad. También podría criticarse la forma en que la redacción del fallo expresa su doctrina, pues se afirma que “el autor en el segundo momento de la agresión había abandonado la intencionalidad homicida inicial”, lo que equivale a reconocer la presencia del dolo directo que después se pasa a negar. Incluso cabría decir que el fallo podría haber mantenido el criterio mencionado y no obstante haber resuelto este caso en forma diferente interpretando de otro modo los hechos o distinguiendo dos figuras que la ley también distingue, la tentativa y el delito frustrado, para aclarar luego que la exigencia de intención solo es aplicable a la primera.

Sin embargo, y con independencia de todo lo anterior, el fallo es valioso y positivo para el Estado de Derecho, pues uno de los principales valores que éste debe garantizar es la igualdad ante la ley y el control racional de las decisiones judiciales. Es muy grande la tentación de adecuar las decisiones a las presiones del momento, al clamor popular, a una causa que logra movilizar a muchas personas.

Existe el riesgo de que el juez actúe de cara a ese público y que al hacerlo abandone los criterios aplicados en otros casos jurídicamente similares. Cuando esto ocurre, la justicia se vuelve imprevisible y se entra en un mundo en el que todo podría suceder o, peor aún, donde ya no prima lo que dice el derecho sino la opinión que en ese momento aparece con más seguidores. Semejante falta de consistencia en las decisiones sería lo más parecido a la ley de la selva.

Lo anterior no significa que los jueces no puedan cambiar de opinión, sobre todo cuando un caso particular les presenta de un modo muy claro las desventajas de cierto criterio. Pero estos cambios de opinión han de obedecer a razones jurídicas -no a un contexto político o a situaciones singulares-, guardando la debida armonía con un sistema donde cada decisión se inserta en un programa coherente.

La víctima de estos horribles delitos y toda la sociedad están mejor protegidas cuando los tribunales hacen su trabajo sobriamente, procurando edificar con sus decisiones una praxis consistente y previsible, que se renueva a partir de sí misma en lugar de responder apresurada y directamente a las injerencias externas. Un juez probablemente hace bien en inspirarse en Salomón, pero no debería tratar de imitarlo, pues, en el Estado moderno, los jueces ya no son reyes. Así lo entendió en este caso la Sala Penal, que no encontró razones para abandonar su criterio, ni estuvo dispuesta a hacerlo utilizando una argumentación ad hoc. Esta es una buena noticia para todas las personas.

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