El Mercurio

Arturo Fermandois 125x125

Pronto a ser lanzado, el libro de Genaro Arriagada, Jorge Burgos e Ignacio Walker "Una Nueva Constitución para Chile" ofrece una propuesta sensata. Aprovechando los vientos crecientemente calmos a los que fue arribando el proceso de discusión constitucional lanzado por la Presidenta Bachelet, estos tres hombres públicos de dilatada trayectoria enmarcan su pensamiento constitucional -de un progresismo moderado- en 160 páginas de ágil lectura.

Debilidades de la Constitución de 1925

La obra, que no es académica pero tampoco un mero panfleto político, comienza con una crítica que parece haber sido la delicia de alguno de sus redactores. "La crítica del pasado" es el capítulo inicial que prepara la propuesta y alcanza tanto a la carta de 1925 como a la redacción original de la de 1980. En esta parte se hace un acertado análisis del déficit estructural de la Constitución de 1925 al consagrar lo que los autores llaman un "presidencialismo de doble minoría".

El aporte aquí de Arriagada, Burgos y Walker es valioso, porque en el debate constitucional actual reaparecen frecuentemente los espejismos sobre la Constitución de 1925, que para algunos autores que han impulsado el proceso constituyente de la Presidenta Bachelet, encarnaría una tradición republicana rayana en la perfección.

El libro, por cierto, se da un festín con el articulado original de la Carta de 1980. Lo golpea con dureza. Acudiendo a la clasificación de Lowenstein, le enrostra a aquel texto primigenio su carácter de meramente "nominal" y posteriormente "semántico", que "atropella de un modo brutal flagrante los principios del constitucionalismo democrático". No agregan los autores que el mismo Karl Lowenstein propone otro atributo a la constitución nominal, una especie de paciencia positiva de gobernantes y gobernados. "Probablemente, la decisión política que condujo a promulgar la Constitución o este tipo de Constitución, fue prematura. La esperanza, sin embargo, persiste, dada la buena voluntad de los detentadores y los destinatarios del poder, que tarde que temprano la realidad del proceso del poder corresponderá al modelo establecido en la constitución (Lowenstein, Teoría de la Constitución, Capítulo V, 1985). De la propia descripción que hacen los autores de la carta original de 1980 más adelante en el libro, pareciera que ella atravesó precisamente éste proceso.

Legitimidad de la Carta de 1980 y la necesidad de una nueva

El libro asume la legitimidad del texto supremo actual. Incluso reconoce que ya en 1989 la Constitución fue capaz de asegurar un presidente democrático (Aylwin), una elección libre y el control de la Cámara de Diputados. Pero se pronuncia firmemente partidaria de una nueva Constitución ("reclamo justo, necesario y sensato").

Así como las propuestas de contenido para una carta completamente nueva son meditadas y razonablemente justificadas, la explicación del por qué Chile la necesita como tal, y no alcanzar mediante reformas, es menos persuasiva.

Aquí se acude, entre otros argumentos, a ciertas encuestas ciudadanas que respaldarían el reemplazo total. Se omite, con todo, la evidencia que demuestra una mayoría ciudadana más bien partidaria de "modificaciones en algunos aspectos" (Cadem, 2016).

Orden Público Económico y Tribunal Constitucional

Tomando algunas ideas que provienen de Zapata (La Casa de Todos, 2016) y otros consensos técnicos del debate con transversalidad potencial, se propone para una nueva Carta la descentralización del Estado, la eliminación de los quórums especiales, un sistema semipresidencial de gobierno y el reconocimiento de los pueblos originarios. Menos consenso existe en afirmaciones genéricas como "reformas de un orden público económico demasiado teñido de liberalismo" y otras que apuntan a la remoción del control preventivo de leyes por el Tribunal Constitucional.

El primer asunto -depuración de un orden público económico supuestamente neoliberal- es un tema recurrente en intelectuales promotores del proceso, pero que tiene escaso aterrizaje concreto en propuestas precisas y persuasivas. El vacío es vistoso, especialmente cuando el programa constitucional de la Presidenta propone acertadamente el reconocimiento, por ejemplo, del derecho de emprender una actividad económica, sujeto a la ley, como ya lo dice hoy la Constitución, y también el derecho de propiedad privada armónico con el bien común. En el texto vigente, este se reconoce sujeto a su "función social".

Respecto del segundo, si bien los autores reiteran la crítica al control preventivo de constitucionalidad de la ley que ejerce el TC, dan ahora un paso conceptual atractivo, sin quedarse en la mera consigna. Rescatando el origen democrático del TC en la Carta de 1925 (1971), los autores propugnan la mantención de este órgano, dotado ahora de un control preventivo solo para las reglas de producción de la norma legal, de formación de las leyes (quórum, iniciativa exclusiva, desborde de competencias de órganos del Estado).

La propuesta reductora de competencias se inspira en el temor de que el TC perturbe el debate democrático en el Congreso, y es valiosa en cuanto es capaz de distinguir competencias más allá de la consigna. Pero no parece suficientemente persuasiva porque, ¿por qué solo los órganos del Estado gozarán del privilegio del control de constitucionalidad de la ley respecto de sus atribuciones? ¿Por qué los ciudadanos, representados por sus parlamentarios, no podrían acceder a él reclamando derechos? Ya sabemos que el control represivo de la ley es un verdadero vía crucis para convertirse en realidad concreta (Gómez Bernales, 2013).

Este pensamiento, promovido por pensadores como el neozelandés Jeremy Waldron, no es aún lo suficientemente pacífico para resultar constitucional y democráticamente más convincente que el modelo actual.

En cuanto a la gestación de una nueva Carta, el libro descarta la asamblea constituyente y la comisión bicameral, reponiendo la idea de una convención constituyente de integración mixta de parlamentarios y ciudadanos.

En el asunto de los derechos sociales, los autores, sin renunciar a la consagración de estos en la Carta Fundamental, advierten los riesgos de una judicialización excesiva en este ámbito, a la vez que invitan al legislador y a la política pública a tomar un rol activo en su satisfacción.

En síntesis, Arriagada, Burgos y Walker ofrecen una obra pertinente a este momento, con una propuesta constitucional sensata, llamada a hacer reflexionar a políticos e intelectuales moderados que desean una Constitución nueva, una "Casa de Todos" (Zapata), pero sin soberbias refundacionales ni espejismos jurídicamente suicidas.

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