Diario Pulso

Ricardo Irarrázabal 158x158

LLEGA SEPTIEMBRE y la discusión sobre contaminación por aire en la Región Metropolitana se acaba. Claro, los primeros volantines de la estación son señal inequívoca de que está entrando el aire a la cuenca, con lo cual mejora la ventilación y la centralista discusión sobre las medidas de los planes de descontaminación llega a su término. Esta discusión tradicionalmente se ha basado en la mayor o menor efectividad de las distintas medidas contempladas en el plan, y en el presente año, en la propuesta de medidas del futuro plan de descontaminación de Santiago. Sin embargo, como en muchos casos, los árboles no dejan ver el bosque, y se echa de menos una discusión que se centre en el instrumento en cuestión -el plan de descontaminación- y su efectividad desde el punto de vista de las políticas públicas. Aunque resulta evidente que los planes en Santiago han mejorado sustancialmente la calidad del aire, también es importante señalar que los planes no han podido cumplir sus metas.

De hecho, el objetivo del primer plan del año 1998 era el de recuperar los niveles de la norma al año 2011. Y ya vamos en dos actualizaciones de dicho plan y uno nuevo cuyo anteproyecto está en discusión. Esta cuestión es crucial, ya que la actual estrategia de descontaminación a nivel nacional justamente descansa en la aplicación masiva de este instrumento, por lo que debería ser una prioridad política la modificación de la Ley 19.300 y la ley de la Superintendencia del Medio Ambiente (SMA) para mejorar este instrumento, más que la modificación del Sistema de Evaluación de Impacto Ambiental (SEIA), que en líneas generales ha funcionado bastante bien. Conceptualmente, el plan de descontaminación es un instrumento que permite introducir en un territorio determinado, declarado como saturado producto de la superación de una norma de calidad, una serie de medidas y de instrumentos de gestión. Esto permite la gestión ambiental del territorio, cuestión que por ejemplo el SEIA no puede hacer.

En este sentido y desde el análisis de políticas públicas, las características de un buen instrumento de gestión ambiental serían: (i) amplitud en cuanto a las medidas que puede contener; (ii) análisis, ejecución y financiamiento a cargo del Ministerio del Medio Ambiente; (iii) flexibilidad del instrumento, y (iv) un buen mecanismo de fiscalización. ¿Cumplen nuestros planes con estas características? Lamentablemente no. En primer lugar y en cuanto a la amplitud de las medidas, el plan como tal es un decreto, por lo cual no pueden ser incluidos una serie de instrumentos que no están suficientemente detallados en la ley, tales como temas que tienen que ver con planificación urbana, cuestión esencial que les daría una extraordinaria musculatura a los planes, o instrumentos económicos que harían más eficientes las medidas, por ejemplo permisos de emisión transables, impuestos y subsidios.

EN SEGUNDO lugar, la lógica tradicional de los planes de descontaminación y de la actual propuesta de plan ha sido seguir el antiguo modelo coordinador de Conama, que aglutinaba las iniciativas de distintos ministerios y servicios bajo el paraguas de un plan. Sin embargo, el cambio institucional ambiental debió haber significado un cambio de modelo de planes hacia una lógica más de autoridad o ministerial, para que ministerios sectoriales -por, ejemplo Transportes- no utilicen el plan para objetivos que no sean ambientales. Esto no sólo tiene que ver con análisis y ejecución, sino que también con financiamiento, el cual no está asegurado en el plan y depende de presupuestos sectoriales, lo cual lleva a incentivos sectoriales perversos que pueden postergar la implementación de medidas ambientales.

En tercer lugar, se requiere de mayor flexibilidad en el instrumento, que permita ir adecuándolo en el tiempo sin necesidad de la engorrosa tramitación inicial de los planes. Así, por ejemplo, si se vislumbra que no se cumplirán las metas, o que las medidas 'estrella' de los planes se caigan, como ocurrió con el Transantiago y el gas argentino, es importante que el plan pueda adecuarse en forma simple, al igual que su análisis general del impacto económico y social (el cual parte siempre de la base de que se cumplen las metas, por lo que se sobreestiman los beneficios). Al respecto, y en el análisis de las medidas, resulta necesaria la existencia de ciertos estándares normativos, especialmente el principio de la eficiencia ambiental, la gradualidad, el reconocimiento de mejoras y de tecnologías, la no discriminación arbitraria y la proporcionalidad ambiental.

En cuarto lugar, si bien teóricamente la fiscalización de los planes es competencia de la SMA, en la práctica se sigue actuando con un criterio coordinador y la fiscalización queda finalmente radicada en distintos entes y servicios. Esto ocurre ya que la ley de la SMA fue pensada únicamente para las Normas de Emisión y Resoluciones de Calificación Ambiental, pero no para las medidas de los planes, estableciéndose así multas mínimas de alta cuantía que son muy difíciles de aplicar respecto a medidas tales como no acatar una restricción vehicular. Además, esta fiscalización debería dirigirse especialmente al actuar del Estado en cuanto a la implementación de medidas que sean de su competencia. Por último, y bajo la premisa de que existe un Ministerio del Medio Ambiente, ¿por qué el intendente juega un rol tan relevante en la gestión de episodios críticos? Esta es una cuestión inentendible, tanto como el rol del intendente calificando ambientalmente los proyectos en las comisiones de evaluación.

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