El Mercurio

Ramiro Mendoza 158x158

Que Chile tiene un problema de confianzas, es hoy como una conversación con el peluquero, todos están de acuerdo en la "crisis" de la confianza. Y después de esfuerzos y análisis, más o menos sesudos, buscamos soluciones a través de las leyes, e incluso mediante la posible aparición de una nueva Constitución, que como ley bíblica tenga la virtud mosaica de ordenarnos, unirnos y transformarnos. Parece que no queremos ver que esta situación es, por una parte, una tensión natural de la transformación silenciosa que ha tenido el Estado, donde se conjuga crecimiento económico y crecimiento de roles para el ciudadano. Es distinto discutir lo que corresponde a cada uno, en una sociedad que es más rica en su economía y muchísimo más rica, también, en los derechos que puede y debe exigírseles a quienes nos gobiernan o para quienes trabajamos.

Por otro lado, gozamos también de cierta ingenuidad en creer que ahora cambiamos, que este fenómeno se nos apareció sorpresivamente. Numerosos datos nos revelan que somos vecinos de un barrio donde campea la desconfianza. Así, en Latinobarómetro 2015 se nos señala que esta característica es propia de la región, que funcionamos en redes de confianza interpersonal, con altos grados de confianza interna en el mundo en que interactuamos, se define allí como la "confianza de la vida diaria", con las personas de carne y hueso que conforman al fin nuestras redes, se trata de "la confianza de la piel". Se agrega que "hacia afuera estas redes tienen los más altos niveles de desconfianza, produciendo enormes costos de transacción entre los distintos grupos de la sociedad", y por ello "que los valores de la eficiencia y la competencia son escasos, porque no sirven para funcionar al interior de las redes de confianza y mucho menos fuera de ellas". Ello puede explicar por qué siempre queremos que nuestros hijos entren a ciertos colegios y, quizás por ello, queremos obligar a que nuestros trabajadores pertenezcan a ciertas organizaciones.

Algunos podrán creer que esto no es así en nuestro Chile. Pero los duros datos son porfiadamente persistentes. Según WorldValueSurvey (2010-2014), Chile es uno de los países con menor confianza social en el mundo, y una medición nacional (MORI) nos demuestra que hace 28 años que existen los más bajos niveles de confianza interpersonal en el país, y al mes de abril de este año, un 84% de los chilenos no confían en el otro.

Por lo expuesto, deben cuidarse y promoverse todas las iniciativas que promuevan confianza civil lúcida; esto es, aquellas que abren espacio y alientan encuentros de personas que, sin que necesariamente se conozcan, puedan enfrentar cometidos comunes y compartidos en su ejecución, sea por el dolor personal (producto de enfermedades o agresiones discriminatorias, etc.), por preocupaciones relativas a la trascendencia del medio o de sus componentes, o simplemente por el sentido solidario y trascendente que tenemos en nuestra intimidad (cualquier voluntariado) o en la sustentabilidad de nuestra actividad (que tiende a etiquetarse bajo el rótulo de Responsabilidad Social Empresarial), o en la proyección de trascendencia familiar que necesitamos transmitir y transferir al resto de la sociedad (la filantropía familiar y, en ocasiones, institucional).

En este último contexto se lanzó la semana pasada el "Mapeo de Filantropía e Inversiones Sociales en Chile", que va poniendo en evidencia la relevancia económica de este sector, que está actualmente representado en donaciones empresariales que equivalen a cerca del 1% del PIB; y, además, demuestra el crecimiento global y exponencial de organizaciones de la sociedad civil, puesto que existen más de 234.502 organizaciones de este tipo, de las cuales solo el 0,2% es de expresión filantrópica y de voluntariado.

Las cifras son elocuentes, y corresponde hacerse una pregunta: ¿Qué está pasando en este sector? Se está produciendo una transformación revolucionaria y silenciosa del modo de aglutinamiento de las confianzas en nuestro país, diferente a lo que vimos durante décadas. La expresión de fortalecimiento ciudadano, en esta nueva democracia, ha apostado fuertemente por la participación, con una ley desconocida pero paradójicamente, muy utilizada, que es aquella que fomenta la participación ciudadana y facilita la creación de organizaciones y su correspondiente personalidad jurídica, que cambió el decimonónico Código Civil y ha permitido esta verdadera explosión de personas jurídicas de derecho privado. Solo el año 2016, hasta junio, de acuerdo al Fondo de Fortalecimiento de Organizaciones de Interés Público, se han constituido 560 de estas entidades.

El riesgo de que estas entidades sean un medio eficiente para poder colaborar en la construcción de una nueva arquitectura de la confianza en nuestro país, está dado porque aquellas no resguardan adecuadamente los valores que suponen las nuevas reglas de gobernanza democrática que se le exige al Estado, y que ellas deben comenzar a cumplir de manera voluntaria, sin que aquel les prive por ley la autonomía de que disponen y les termine por imponer reglas que burocraticen su funcionamiento. Me refiero esencialmente a la transparencia de lo que son (objetivos perseguidos), lo que hacen (sus actividades desplegadas), lo que les permite hacer aquellas actividades (financiamiento que reciben -montos y origen-), y el cómo lo gastan (rendiciones de cuentas).

Como se ve, no es otra cosa que practicar reglas de buena gobernanza. Ello debe hacerse prioritariamente, puesto que las reglas de creación son totalmente facilitadoras de la voluntad asociativa, y la vigencia de estas corporaciones, ni siquiera está sujeto al escrutinio que antes tenía la intervención que cabía al Ministerio de Justicia. Esta última entidad tampoco dispone de una musculatura fiscalizadora que se haya reflejado en un crecimiento de su personal, ni de sus recursos presupuestarios con este propósito, que sea simétrica con las facilidades dadas por la ley para la creación de estas ONG.

Estas facilidades, mal usadas, pueden significar el día de mañana la creación de entidades que faciliten el financiamiento irregular de la política, y no sería bueno para la recuperación de las confianzas que en el futuro sepultemos las boletas truchas, y hablemos de las ONG truchas. Esa nueva ruptura nos alejaría cada vez más de poder salir de los lugares que ocupamos en los indicadores internacionales, y volvería a cerrar las puertas a la competencia y a la eficiencia en la organización de nuestra sociedad.

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