La Tercera

Javier Infante 158x158

¿De qué hablamos cuando hablamos de liberalismo? Hoy pareciera que el concepto de liberalismo, asi como la libertad que lo inspira, es polisémico. ¿Liberalismo o neoliberalismo? ¿Libertad como anarquía o libertad en sociedad? La repuesta a todas estas interrogantes se encuentra en el propio origen del concepto.

El liberalismo surge como consecuencia del Siglo de las Luces que promovió la dignidad del individuo, la abolición de los privilegios –igualdad ante la ley- y la protección de la propiedad privada; todos estos como derechos inherentes al hombre.

El liberalismo se define entonces por aquella trinidad –libertad, propiedad e igualdad ante la ley- sin la cual su real sentido degenera en cosas muy distintas. El anarquismo, por ejemplo, no puede estar más distante del liberalismo: para que exista propiedad e igualdad ante la ley, debe existir un consenso moral mínimo entre quienes libremente colaboran. A ese mínimo lo podemos llamar Estado, y su función debe consistir únicamente en resguardar la paz necesaria para aquella colaboración voluntaria. Promover la abolición del Estado se aleja completamente del liberalismo clásico, señaló von Mises. Incluso algunos más radicales como Ayn Rand creían en la necesidad de ese Estado mínimo.

¿Qué pasa si aumentamos levemente ese mínimo? Entonces tampoco hablamos de liberalismo, sino de neoliberalismo: no basta con asegurar ese mínimo de paz social, sino también es necesario que el Estado intervenga en algunos aspectos que el mercado no puede o no quiere cubrir. La pregunta que habría que hacerse es, ¿para qué –o quién- cubrir algo que los privados, mediante colaboración libre, no quieren producir? En fin, el llamado neoliberalismo no es realmente nuevo ni liberalismo: es simplemente colectivismo disfrazado de libertad.

¿Quiénes deben formar ese Estado? Todos. El Estado, por definición, no pertenece a nadie: ni a trabajadores ni a capitalistas, ni a intermediarios ni a terratenientes, ni a negros ni blancos, creyentes o ateos. El Estado simplemente debe reconocer las distintas realidades existentes y garantizar la convivencia entre ellas.

El mecanismo que mejores resultados ha dado en términos de tolerancia, crecimiento y bienestar material es la democracia liberal. Esta consiste en aquel modelo donde todos están llamados a participar de la vida pública en virtud de sus capacidades y preferencias, quedando la mayoría sujeta al respeto irrestricto de la minoría. Se podrá objetar que el progreso material no lo es todo. Frente a estas opiniones místicas, el liberal se reconoce distante y simplemente se limita a defender que la democracia liberal permite una mejor persecución de las propias creencias.

Se podrá objetar también –como lo hizo Aristóteles- que la democracia lleva en su seno el gérmen de su propia ruina, toda vez que puede degenerar igualmente en tiranía. El monstruo de la voluntad general infalible levantado por Rousseau encarna ese temor. Es por ello que la democracia liberal, a través del moderno constitucionalismo, fue tan celosa de poner trabas al actuar del Estado, así como de fijar los límites a dicha voluntad general: los derechos individuales ya mencionados, constitucionalmente consagrados.

No debemos equivocar el rumbo bajo la errada creencia de que el Estado está llamado a ser más que ese mínimo necesario, y abrir la puerta a políticas que desde el siglo XX sólo han producido miseria, hambre y transgresiones aberrantes hacia los derechos del hombre. Sólo en libertad el hombre ha podido escapar de siglos de opresión, precariedad material y arbitrariedad política. En consecuencia, el liberalismo clásico necesita de un Estado –mínimo- que garantice paz y seguridad suficientes para la colaboración social bajo el respeto de aquel imperativo liberal: libertad, propiedad e igualdad ante la ley.