El Mercurio Legal

José Francisco García 158x158

Hace algunas semanas, la Corte Suprema norteamericana, en decisión 5-4 redactada por el juez Scalia, resolvió Michigan v. EPA (y otros dos casos similares: Utility Air Regulatory Group v. EPA y National Mining Association v. EPA). La "Ley de Aire Limpio" (Clean Air Act) permite a la Agencia de Protección Ambiental (EPA) regular las emisiones de contaminantes nocivos provenientes de ciertas fuentes estacionarias (plantas de energía), cuando ésta considere que la regulación es "apropiada y necesaria". La Corte debía resolver si es razonable que la EPA excluya los costos de la regulación al tomar la decisión. Para la Agencia, la regulación era "apropiada" porque las emisiones contaminantes generaban riesgos para la salud y el medioambiente, y porque existían mecanismos de control para lograr la reducción de éstas; consideró, además, que era "necesaria" porque la imposición de otros requisitos establecidos en la ley no eliminaban dichos riesgos. La EPA no quiso considerar los costos de la regulación al tomar su decisión, aunque estimó que el costo para las plantas energéticas ascendía a US$ 9,6 billones al año, pero los beneficios cuantificables de la reducción resultante de emisiones contaminantes sería de US$ 4 a 6 millones anuales. En síntesis, la Corte sostuvo que la interpretación de la EPA de la norma aplicable no pasaba el estándar de razonabilidad, al no tomar en consideración todos los costos relevantes. "Apropiada y necesaria" implica necesariamente los costos de cumplimiento de la regulación, siendo irracional imponer billones de dólares en costos económicos en retorno por pocos dólares en beneficios en salud y ambientales.

En medio del debate local sobre una Nueva Constitución, uno de los temas que se encuentra sumergido —como en general las cuestiones sustantivas, versus las vinculadas a la forma del cambio— dice relación con repensar nuestro esquema de reguladores y si acaso es o no necesario que tengan una habilitación constitucional. Por ejemplo, actualmente se discute la Comisión de Valores y Seguros, que reemplazaría a la Superintendencia del ramo. Existen buenas razones regulatorias, económicas, de certeza jurídica, incluso de derechos fundamentales, para apoyar tal reforma. En general, avanzar hacia un modelo de agencias regulatorias independientes.

¿Cuán intensas deben ser sus potestades regulatorias? ¿Qué criterios deberían seguir para establecer el contenido de sus regulaciones normativas? ¿Deberíamos establecer criterios costo-beneficio, en general, en el caso de mercados regulados? ¿Cómo tenemos que diseñar un sistema de evaluación de impacto regulatorio?, entre otros. Hoy las Superintendencias son reguladores sectoriales de facto; nadie puede discutirlo; sin embargo, la fuente de tal potestad es controversial. Aumentar la intensidad de tal potestad, sacarla de la zona de facto para llevarla a la zona de jure, reconfigurando el dominio legal, ¿requiere de habilitación constitucional? Hemos implementado evaluaciones costo-beneficio en medioambiente, pero no sabemos cómo esta ha funcionado de cara a la calidad regulatoria. ¿El que organismos administrativos ejerzan potestades jurisdiccionales más intensas —hoy hay un cierto umbral reconocido por el Tribunal Constitucional a órganos administrativos— requiere de una configuración del concepto de jurisdicción en la Constitución? Buena parte de estas discusiones implican repensar principios constitucionales basales de nuestra tradición constitucional, por ejemplo, una interpretación estricta de la separación de funciones. A quienes ven el Derecho Público desde una óptica conservadora, nada bueno puede salir de una discusión como ésta.

Por otro lado, tampoco los ius publicistas progresistas estarán muy contentos viendo cómo se busca limitar, a través de los más diversos instrumentos y arreglos institucionales —comenzando por el gobierno corporativo—, los excesos de discrecionalidad de la que hoy gozan las Superintendencias —y otros órganos fiscalizadores— mediante acciones que lesionan seriamente principios vinculados a la legitimidad sustantiva: legalidad, debido proceso, entre otros; o que existan crecientemente mayores exigencias por estándares y metodologías de revisión judicial más exigentes frente a la discrecionalidad administrativa, sin perjuicio de que exista deferencia experto.

Asimismo, el nuevo mundo de las agencias regulatorias independientes, al igual que en Michigan v. EPA, es uno en que el ejercicio de la potestad regulatoria es transparente y bajo consulta previa a los regulados e interesados (notice and comment rulemaking), y donde uno de los principales límites a la discrecionalidad administrativa está dado por la justificación costo-beneficio de la regulación propuesta (también conocida como análisis de impacto regulatorio), habiéndose considerado diversas alternativas regulatorias, incluyendo la de no regular. Ya he analizado en este foro algunos avances, menores, con que cuenta nuestra legislación; tanto en materia medioambiental, pero especialmente en el denominado "Estatuto PYME". El artículo 5° de esta ley obliga a que en el procedimiento para la dictación de reglamentos y normas de carácter general todos los ministerios u organismos que dicten o modifiquen normas jurídicas generales que afecten a empresas de menor tamaño, deberán incluir entre los antecedentes preparatorios una estimación simple del impacto social y económico que la nueva regulación generará en las empresas de menor tamaño. Lamentablemente, el inciso final de la norma establece que el incumplimiento de las obligaciones referidas en los incisos precedentes no afectará en caso alguno la validez del acto, haciendo poco eficaz uno de los avances regulatorios más interesantes de nuestro sistema jurídico.

Michigan v. EPA muestra el mundo hacia el cual va nuestro país, aunque la velocidad sea más lenta de la apropiada y necesaria.