El Mercurio

Sebastián Soto 158x158

Preguntar si Chile necesita una Asamblea Constituyente (AC) no es la pregunta correcta. Las que debiéramos intentar contestar, en materia constitucional, son otras mucho más relevantes. Pero algunos insisten en poner el foco en la falsa dicotomía que enfrenta a la AC con la institucionalidad vigente siendo la primera, nos dicen, el único mecanismo legítimo.

Y hay riesgo de que este eslogan se imponga. Ello porque los intelectuales de izquierda ya han sido exitosos en convencer a muchos de la incapacidad de la actual Constitución para plantearse como un acuerdo compartido y eficaz. Esos mismos intelectuales han sido, tal vez sin quererlo, peligrosamente responsables al subir las expectativas respecto de lo que puede esperarse de un texto constitucional. Y finalmente, muchos de ellos -afortunadamente no todos- suscriben la necesidad de una AC.

Pero en esta última jugada hay una trampa: sus partidarios la presentan como un ejercicio deliberativo sin contratiempos en el que todos concurriríamos pacíficamente a expresarnos en libertad. Esa, como tantas otras en la historia, es una utopía de la izquierda pues la AC no solo es incapaz de alcanzar ese estándar, sino que también, como veremos, no es un mecanismo tan diferente al vigente.

Hasta la fecha la mayoría de quienes han propuesto una AC están de acuerdo en el primer paso: un plebiscito preguntando a la ciudadanía si la aprueba o rechaza. Los cuestionamientos a esta opción son numerosos y contundentes, pero dejémoslos pasar, esta vez, para analizar los pasos que seguirían a una eventual aprobación, los que hasta la fecha están en las sombras.

La primera pregunta es ¿bajo qué sistema electoral se eligen los integrantes de la Asamblea Constituyente: mayoritario o proporcional?; número de distritos y de escaños, etcétera. Considerando la dificultad que siempre existe para determinarlo, la respuesta más fácil que podrían dar los promotores de este cambio sería ocupar el recién aprobado. Pero dado que la Asamblea Constituyente es unicameral, ¿cuál de los dos debiera utilizarse? ¿El que elige a 155 diputados o el que escoge a 50 senadores? Y, más importante que ello, si el sistema electoral es idéntico: ¿por qué no dejar que sea el mismo Congreso entonces el que haga las reformas? No tiene sentido deslegitimar de plano al Congreso si, finalmente, quienes serán elegidos para una Asamblea Constituyente son los mismos que lo serían en una elección parlamentaria o, al menos, son elegidos con el mismo sistema.

La pregunta siguiente es: ¿qué sucede con el país durante el funcionamiento de la Asamblea Constituyente? Una alternativa es que no exista Congreso y la Asamblea Constituyente tenga un plazo para proponer un texto. Esta es la fórmula de la Constitución de 1925. También la fórmula colombiana de 1991. Pero ello no es sostenible si el país no atraviesa por una crisis institucional. ¿Qué gobierno estaría dispuesto a postergar la aprobación de las leyes que propone en su programa a la espera de que la AC decida la nueva Constitución? Además tal mecanismo, al dejar al Ejecutivo sin contrapeso político alguno, es caldo de populismos.

Otra opción es que el Congreso siga funcionando en paralelo a la AC. Es decir, en un órgano reside la potestad legislativa y en otro distinto, la constituyente. Ante todo, es interesante preguntarse dónde querrán estar nuestros actuales legisladores. Si es, como intuyo, en la constituyente, no hay mucha diferencia que las reformas las haga el Congreso regularmente elegido. Pero más profundo que ello es la evidente duplicidad entre dos cuerpos deliberativos igualmente representativos. Si ambos tienen igual representación popular y ambos tienen iguales atribuciones para modificar la Constitución, ¿por qué duplicarlos? ¿No es más sensato que sea el propio Congreso el que haga entonces la reforma, si así lo estima?

En definitiva, sin respuestas a estos asuntos iniciales, el reclamo por una Asamblea Constituyente es un eslogan superficial y tramposo.