Diario Financiero

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La Carta Encíclica Evangelium vitae de San Juan Pablo II trata -entre otros- de la cultura de la muerte fundada sobre auténticas estructuras de pecado, esto es, gravísimas injusticias contrarias al derecho a la vida reconocidas como "derechos" en diversas legislaciones, como el aborto, la eutanasia, el suicidio, el auxilio al suicidio, la manipulación de embriones y el diagnóstico prenatal con finalidad eugenésica. En Chile el derecho a la vida está reconocido y garantizado a todas las personas en la Constitución, desde la concepción hasta su muerte natural según reconoce la jurisprudencia nacional en numerosos fallos, nuestra legislación civil y tratados internacionales suscritos por Chile y vigentes.

La protección del derecho a la vida es rigurosa en nuestro ordenamiento jurídico. El aborto es delito, prohibido en el Código Penal y está también en el Código Sanitario; a mayor abundamiento, la Ley 20.418 sobre Regulación de la Fertilidad, en su artículo 4°, no considera como anticonceptivos y excluye de la política pública en la materia todos aquellos cuyo objetivo o efecto sea provocar un aborto.

Sobre la eutanasia, ésta es considerada como especie de homicidio y todas las prácticas eutanásicas (consistentes en el aceleramiento artificial de la muerte) están prohibidas en Ley 20.584 sobre Derechos y Deberes de los pacientes.

Por su parte, tanto el auxilio al suicidio como el infanticidio se encuentran prohibidos en el Código Penal.

A su vez, la Ley 20.120 tiene por finalidad proteger la vida de los seres humanos, desde el momento de la concepción, su integridad física y psíquica, así como su diversidad e identidad genética, en relación con la investigación científica biomédica y sus aplicaciones clínicas; prohíbe toda práctica eugenésica (salvo la consejería genética), prohíbe toda forma de discriminación arbitraria basada en el patrimonio genético de las personas y prohíbe también la clonación de seres humanos, cualesquiera que sean el fin perseguido y la técnica utilizada. Finalmente, en relación a las técnicas de fertilización asistida y transferencia embrionaria, la Resolución Exenta N° 1072 de 1985 del Ministerio de Salud, dispone que son requerimientos mínimos exigibles para el manejo responsable del embrión y del feto que la institución del caso designe un Comité de Ética que deberá garantizar la protección de los derechos del embrión y feto obtenido, y que será responsabilidad de los profesionales y expertos que forman el equipo que efectuará FIV y TE el cuidado del feto hasta su nacimiento, asegurando su integridad y salud.

Como puede verse, y si bien queda mucho por hacer y mejorar, nuestro ordenamiento jurídico es auténticamente protector del derecho a la vida de las personas desde la concepción hasta su muerte natural.

Lamentablemente hoy se pretende realizar un cambio sustantivo al derecho vigente, causando un mal gravísimo. Puesto que el mal es privación de un bien debido, para comprender entonces la entidad del mal es necesario conocer primero el bien al cual dicho mal se opone:

El Derecho es el objeto de la virtud de la justicia; es lo justo, lo debido a otro. La ley es cierta razón del derecho, en cuanto ordena lo justo. El ordenamiento jurídico, o conjunto de leyes, son las reglas que ordenan racionalmente la vida en comunidad; es el orden racional y justo para vivir en comunidad como personas, seres racionales y provistos de dignidad intrínseca. La ley, en cuanto razón de lo justo, debe dirigir al bien común y para ello debe mandar lo bueno, prohibir lo malo, permitir lo indiferente y castigar la contravención. No debe prohibir todo lo malo, pero sí necesariamente lo más grave, sin cuya prohibición la vida en común se vuelve imposible, como lo es el homicidio en cualquiera de sus formas. Luego, un ordenamiento jurídico racional y decente, respetuoso de la dignidad de todas las personas, prohíbe necesariamente los actos deliberados que directamente matan a una persona inocente. Así entonces, al prohibir las más graves injusticias contrarias a la persona y su dignidad, el ordenamiento jurídico nos ordena como comunidad y, así, nos dirige hacia el bien común, pues la ley tiene una indudable función o fuerza docente y directiva: siendo racional y justa nos obliga en conciencia, y así nos inclina a libremente realizar el bien y evitar el mal; nos dispone a generar hábitos que luego -es de esperar- se transformarán en virtudes que nos harán mejores personas. Por ello enseña Santo Tomás de Aquino que la ley existe para hacer buenos a los hombres (1-11, q92, al : "induce a los súbditos a su propia virtud).

Teniendo presente el enorme bien que constituye un ordenamiento jurídico racional y justo, podemos entonces comprender qué significan realmente las actuales amenazas; es decir, los proyectos de ley que pretenden eliminar determinadas prohibiciones y, así, legitimar atentados deliberados contra la vida de personas inocentes.

En primer lugar es necesario constatar que no hablamos de actos injustos aislados; tampoco de simples situaciones injustas (aquellas en que existe lesión continuada del derecho ajeno). Más bien, las leyes propuestas constituyen auténticas estructuras injustas: son la consolidación permanente de situaciones injustas mediante su incorporación al ordenamiento jurídico. Con ellas la sociedad se estructurará de tal manera que los niños no nacidos, los enfermos, los ancianos, los débiles, serán de segunda clase: su derecho a la vida quedará en entredicho o será negado por completo. Serán los descartados; quedarán fuera al no ser reconocidos como personas y sujetos de igual dignidad.

Tales estructuras son el "anti-derecho": el "derecho injusto", la irracionalidad llamada ley (en realidad, violencia o corrupción de ley que, por ello, no obliga en conciencia), la consagración del desorden y la injusticia como pilar fundamental de la vida social: pues no refieren a cuestiones accidentales sino a una primaria y fundamental, cual es el derecho a la vida de los miembros de la sociedad. Por ello, dice San Juan Pablo II que en el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política (EV n2). Estas estructuras injustas implican una herida de muerte al derecho y, así, a la vida en comunidad, pues son oprobios que corrompen la civilización humana, (EV n3); constituyen la corrupción del derecho, que ya no es un orden de la razón sino mero voluntarismo según la regla de las mayorías contingentes; causan el más grave atentado al bien común, instituyendo un modo de relación entre los miembros de la comunidad donde unos son dignos, y otros no; unos son personas, y otros son objetos o meras cosas a disposición del resto.

Las estructuras injustas son un impedimento para la paz social, pues la paz es obra de la justicia, y no puede haber verdadera paz si no se defiende y promueve la vida, (EV n101). El establecimiento de estas estructuras proviene del relativismo ético (EV n20 y n70) y el oscurecimiento de las conciencias (EV n4), y conduce lamentablemente a su cauterización: porque si se puede lo más, también lo menos; si es lícito o se autoriza lo más grave, con mayor razón lo menos grave. Los ejemplos a este respecto en muchos países prueban la realidad y la gravedad del asunto.

Por tanto, una estructura injusta no es una ley más. Es un cambio radical en la conformación y comprensión de la sociedad, pues si bien las leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de una mentalidad y unas costumbres (EV n90).

Frente a estas amenazas resurge la necesidad y el deber de cuidar nuestro ordenamiento jurídico para que la ley civil sea siempre conforme a la ley natural, (EV n72). Asimismo, resalta el deber de realizar esfuerzos por derogar las leyes injustas, y de agotar los recursos en sede judicial abogando por una sana y recta interpretación y aplicación de las leyes. Estos son elementos imprescindibles de un orden social justo y, así, de la cultura de la vida por la que clama San Juan Pablo II.

Pero hay más, mucho más: promover la cultura de la vida obliga a más que sólo cambios y adecuaciones legislativas y jurisdiccionales. Es necesario promover políticas públicas y privadas de acompañamiento y apoyo a mujeres con embarazos vulnerables, instituir más casas de acogida para mujeres con embarazos no deseados, apoyar decididamente la maternidad y paternidad, sobre todo en las familias numerosas, crear centros de educación según los métodos naturales para la regulación de la fertilidad, entregar asistencia real a los ancianos y enfermos terminales, disponer efectivamente de cuidados paliativos para enfermos incurables, entre muchas otras.

Así también, es preciso desarrollar una profunda labor educativa y de formación de la conciencia moral sobre el valor de la vida humana, para redescubrir el nexo inseparable entre vida y libertad, y entre libertad y verdad objetiva (EV n96 y n97).

La tarea es grave y urgente. Lo que realmente está en juego es, nada menos, la presencia de Dios en el mundo, pues la cultura de la muerte es la construcción de un mundo sin Dios, mundo que inevitablemente atenta contra el hombre. San Juan Pablo 11 es clarísimo al respecto: el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios (EV n96); el centro del drama vivido por el hombre contemporáneo es el eclipse del sentido de Dios; perdiendo el sentido de Dios, se pierde también el sentido del hombre, de su dignidad y de su vida. La violación sistemática de la ley moral, especialmente en el grave campo del respecto a la vida humana y su dignidad produce una progresiva ofuscación de la capacidad de percibir la presencia de Dios (EV n21). Por eso nuestros esfuerzos "puramente humanos" nunca serán suficientes. De ahí que el Papa nos llame a una solución cuyo fundamento es mucho más de fondo. La vivencia efectiva y real del Evangelio de la Vida requiere una auténtica conversión personal: este es el momento en que el pueblo de Dios está llamado a profesar, con humildad y valentía, la fe en Jesucristo. El Evangelio de la Vida es una realidad concreta y personal, porque consiste en el anuncio de la persona misma de Jesús, (EV n29). De ahí que el Papa nos recuerde la necesidad absoluta de la vida sacramental (EV n84), la oración y el ayuno (EV n100), pues urge ante todo cultivar, en nosotros yen los demás, una mirada contemplativa; esta nace de la fe en el Dios de la vida (EV n83). Y es que sin la ayuda de la Gracia no serán posibles los cambios necesarios: el cambio cultural aquí deseado exige a todos el valor de asumir un nuevo estilo de vida, que se manifieste en poner como fundamento de las decisiones concretas la primacía del ser sobre el tener, de la persona sobre las cosas, a pasar de la indiferencia al interés por el otro (EV n98); a adoptar la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común (EV n93). Sin esta conversión todos los esfuerzos serán estériles y los triunfos logrados serán provisorios.

Todos estamos llamados a ello porque estar al servicio de la vida es un deber. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno (EV n80), y en el cumplimiento de este maravilloso deber hemos de ser valientes, sin temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo (EV n82).

Es preciso dar estas batallas, con máxima esperanza, pues la Redención ya está hecha. No obstante, queda mucho por hacer. Nos ampara el Derecho, nos ampara la verdad antropológica y ética, nos ilumina y guía la fe. Adelante entonces, como hombres de carácter, como soldados de Cristo: (respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humanal ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad! (EV n5). Pero, como dice Pío XI en el primer punto de la Carta Encíclica Quas Primas, el medio más eficaz para el restablecimiento y la consolidación de la paz es la restauración del reinado de Jesucristo. Si Cristo reina en el corazón de cada uno podrá también, como corresponde, reinar en la sociedad. Luego el triunfo definitivo de la cultura de la vida sobre la cultura de la muerte, del Evangelio de la Vida sobre las estructuras de pecado, se sintetiza en dos palabras: Cristo Rey.

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