El Mercurio

sebastian zarate96x96

Durante las últimas semanas se ha planteado un interesante debate acerca de la autotutela o justicia por la propia mano ejercida por ciudadanos que han sido víctimas de la delincuencia. Se debe aclarar que tanto la legítima defensa como la detención ciudadana son herramientas que ofrece nuestro sistema jurídico para defender la vida propia o de terceros, o de ayudar a la autoridad en la captura de personas que están cometiendo un delito. Pero se trata de instituciones con límites claros: proteger la vida propia o de terceros frente a una agresión actual e ilegítima de un modo racional, o poner a disposición de la autoridad policial a quien esté delinquiendo. Ninguna de ellas tiene por objeto la venganza ni la protesta hacia la autoridad por las condiciones de seguridad. Cualquier acto en exceso genera una situación antijurídica nueva y puede transformar a su autor en otro delincuente.

Los repetidos episodios ocurridos y el debate generado en relación con estos merecen una reflexión desde distintas perspectivas: la ciudadanía, los medios de comunicación social y la autoridad.

Por cierto que lo primero a destacar es la expresión de inseguridad que muchos viven a diario, frustración que puede llevarlos -como se ha podido apreciar- a cometer excesos que pueden a su vez constituir delitos. Tal actuar es la antítesis de lo predicable en relación con la justicia: falta el reconocimiento de quienes son los encargados de velar por la protección ciudadana; se sustituyen procesos guiados por leyes y por el debido proceso, una justicia imparcial, por una acción inmediata y dirigida por la venganza.

La sensación de impunidad e inseguridad frente a los delincuentes no puede servir de excusa para socavar el Estado de Derecho. Tampoco este depende exclusivamente de la autoridad, sino es precisamente el acuerdo social de la sana convivencia el que condiciona y justifica la existencia de la autoridad, todo lo cual contradictoriamente se rompe con la autotutela.

Otro comentario merece el rol de los medios de comunicación, que en este fenómeno se han diferenciado de forma importante de las redes sociales. Si comúnmente la crítica a los medios consiste en el descontrolado protagonismo de las redes como fuente de información, sin que sea debidamente contrastada y evaluada editorialmente, durante estas semanas ha ocurrido algo muy distinto. Los medios de comunicación se han valido de las imágenes, pero renunciando a exacerbar sentimientos de impotencia y venganza social, y, por el contrario, han ofrecido a la comunidad un debate sincero y equilibrado. Tal vez el único visible durante estos días.

Por último, y no menos importante, es el rol de la autoridad. Los hechos ocurridos deben llamar la atención del Gobierno, los jueces y el Ministerio Público, de parlamentarios, de las policías y del Instituto de Derechos Humanos. Hay tras estos hechos acciones específicas que corroen silenciosamente el Estado de Derecho y la legitimidad de la autoridad en materia de seguridad ciudadana. Los órganos colegisladores -Gobierno y Congreso- deben ser capaces de evaluar las situaciones ocurridas y buscar un equilibrio entre los derechos de las víctimas y de los imputados por delitos.

Pero más que ello, la autoridad tiene un importante desafío de educación cívica. Tanto los hechos ocurridos como el debate generado demuestran una falta de educación de la ciudadanía acerca del respeto de los derechos humanos, de los derechos que se tienen frente a acciones de violencia, y la valoración del Estado de Derecho.

En tiempos en los que parecieran plantearse sofisticados debates sociales sobre la legitimidad de las constituciones o la posibilidad de mecanismos tales como una asamblea constituyente, llama la atención la falta de cultura mínima sobre las libertades fundamentales, lo que exige replantear las estrategias sobre la educación de la ciudadanía en esta materia. Sin duda, la desconfianza a las leyes se produce -y este caso lo confirma- por su simple desconocimiento.

pdf  Descargar