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Eugenio García Huidobro 250x250

 

En esa novela magistral de Dostoievski, Crimen y Castigo, Rodion Raskólnikov asesina a una anciana prestamista, convencido de que su crimen puede justificarse moralmente si con ello mejora el mundo. La trama no sólo gira en torno al feroz acto, sino a las justificaciones que lo preceden y al castigo —judicial, pero también espiritual, íntimo, corrosivo— que le sigue inevitablemente.

En México, hoy, también se respira el aire denso de una tragedia moral. No hay un hacha ni una buhardilla oscura, pero hay un grupo político que ha cometido un crimen institucional profundo. Y hay un castigo que apenas comienza a desplegar su sombra.

El primer crimen es un viejo conocido. El Poder Judicial, ese guardián que emergió con dignidad tras la reforma constitucional de 1994, se desvió de su promesa fundacional. Se convirtió, en no pocos momentos, en un contrapeso tímido ante los excesos del poder, más cuidadoso de sus equilibrios internos que del mandato constitucional que le confería sentido. Protegió privilegios corporativos, hizo de la opacidad una práctica común y se parapetó tras tecnicismos para no pronunciarse sobre abusos evidentes. No siempre, claro, pero lo suficiente para no ganar la confianza de millones. Poco parece importar ahora que al alero de ese Poder Judicial, una nueva generación de jueces y magistrados ascendió en base al mérito y su compromiso con los derechos humanos. En el imaginario colectivo sólo parecen existir “abogados patronales” que “traicionaron al pueblo”, que “cobran más que el presidente” y que son reflejo de una institución “corrupta” y “elitista”, al decir del verdugo en jefe.

Como Raskólnikov, que pensaba que el asesinato podía redimirse si con el se corregían injusticias sociales, sus críticos pensaron que los jueces federales podían ser sacrificados en nombre de una justicia superior: la voluntad popular. “El pueblo juzga”, se nos dijo, como si el sufragio borrara el pecado original de la reforma judicial propuesta: su claro afán de someter el Poder Judicial a la mayoría de turno. El crimen de los jueces fue real, sí, pero su castigo se parece menos a una redención que a una ejecución pública. Se ha demolido su arquitectura institucional con la promesa de que las urnas, como instrumento redentor, traerán jueces más cercanos al pueblo. Es una fantasía peligrosa.

Pero el segundo crimen es más inquietante, porque no fue cometido por un órgano abstracto, sino por una mayoría concreta y reciente. El pueblo mexicano, ese que Dostoievski habría mirado con el mismo amor compasivo y brutal con que miró a sus personajes más extraviados, ha votado en masa por quienes prometieron disciplinar a los jueces, reemplazar ministros por representantes populares y reducir a cenizas los contrapesos que, en décadas recientes, la Constitución fue poco a poco estableciendo para contener el poder. En las elecciones recientes, con la victoria abrumadora del oficialismo en el Congreso, México ha pavimentado el camino para una transformación autoritaria, disfrazada de democratización. Porque cualquiera sea la excusa que se ensaye, no debemos engañarnos: el infame Plan C es una invitación nostálgica a regresar a la senda de lo que Vargas Llosa describió con agudeza como una dictadura perfecta.

Es un crimen colectivo, envuelto en razones comprensibles: hartazgo con la corrupción, decepción con los privilegios judiciales, sed de cambio. Pero también es un acto de negación. Negación de las lecciones del pasado, de los años en que el presidente designaba a jueces como quien reparte favores. Negación de que las instituciones fuertes no se destruyen para mejorar, sino que se reforman desde dentro. La historia de México, plagada de los abusos del presidencialismo, parecía haber dejado claro que la justicia necesita independencia, incluso si eso significa tolerar sus defectos temporales. Pero como Raskólnikov, el votante mexicano ha querido creer que el fin justifica los medios.

Y ahora llega el castigo.

El primero será institucional. Una justicia subordinada al poder político no es justicia, es administración del deseo presidencial. Pronto veremos jueces más atentos a las encuestas que a la Constitución, más preocupados de no incomodar al poder que de proteger al ciudadano. Las garantías constitucionales comenzarán a parecerse más a sugerencias, y los recursos judiciales, a ruegos inútiles. El segundo castigo será social. Cuando el poder se desborde, cuando los abusos de autoridad se vuelvan cotidianos y las puertas de la justicia se cierren en silencio, los ciudadanos descubrirán que el precio de su voto no fue un cambio de jueces, sino una mutilación del Estado de derecho.

Pero el castigo más profundo será moral. Como Raskólnikov, la sociedad mexicana no escapará al peso de su culpa, aunque la revista con racionalizaciones. Habrá un desconcierto silencioso, una incomodidad persistente cuando se constate que los nuevos jueces no representan ni al pueblo ni a la justicia, sino al partido que los impulsó. Se vivirá el lento despertar de quien creyó estar construyendo un nuevo orden justo, pero descubre que ayudó a enterrar las bases del orden constitucional forjado durante la transición.

¿Hay redención? Tal vez. En la novela, la redención de Raskólnikov no comienza con el castigo físico, sino con la conciencia de su crimen y el deseo genuino de transformarse. Quizá aún haya espacio para una conciencia pública que se alce y reclame una justicia que no se imponga por decreto, ni se elija por votos, sino que se construya con independencia, integridad y respeto a la ley. Pero para que eso ocurra, México tendrá que mirar su reflejo con la crudeza de Dostoievski y hacerse una inevitable pregunta: ¿cuál fue el verdadero crimen y quién deberá pagar por él?

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