El Mercurio
Desde su razonable incorporación al ordenamiento jurídico a través de la Ley N° 21.121, en 2018, el delito de administración desleal ha comenzado a ser progresivamente utilizado como herramienta para judicializar decisiones empresariales que, si bien pudieron haber producido perjuicios, fueron adoptadas en el marco de una gestión razonable del riesgo empresarial.
La administración desleal es, por definición, un delito doloso: requiere no solo la existencia de un perjuicio patrimonial, sino también que el administrador actúe sabiendo que la operación perjudicará el patrimonio que le fue confiado y, aun así, decida ejecutarla. No se trata, por tanto, de una figura destinada a castigar errores de juicio, malas decisiones o gestiones negligentes. Convertir este tipo penal en una herramienta para sancionar decisiones adoptadas de buena fe, aunque se hayan causado perjuicios patrimoniales, no solo lo desnaturaliza, sino que lo transforma en un mecanismo para resolver conflictos que en realidad pertenecen al ámbito societario o comercial, y no al penal.
Esta instrumentalización tensiona el funcionamiento normal de las empresas y erosiona la confianza de ejecutivos y directores, quienes enfrentan la amenaza latente de ser perseguidos penalmente por decisiones que, en su momento, consideraron adecuadas para los intereses corporativos.
Toda creación de valor empresarial entraña necesariamente la generación de riesgos. No hay innovación ni crecimiento sin la posibilidad de fracaso. El camino del emprendimiento y la gestión corporativa implica decidir bajo incertidumbre, anticipar escenarios con información incompleta y enfrentar variables que escapan al control de cualquier administrador. Es posible, por tanto, que algunas decisiones —aun tomadas de buena fe y con la debida diligencia— puedan producir, en definitiva, perjuicios para la compañía. Pero juzgarlas con el conocimiento ex post, cuando los resultados ya están a la vista, o desprender de ello la infracción de deberes fiduciarios o de custodia, es incorrecto.
A esto se suma un problema estructural de nuestro sistema procesal: los bajos costos que enfrentan los litigantes temerarios. La ausencia de sanciones efectivas a quienes promueven acciones penales sin fundamentos facilita su instrumentalización, transformándolas en herramientas de presión, represalia o negociación, o en que simplemente se criminalizan legítimas discrepancias con la administración.
En el Derecho Comparado, la necesidad de ofrecer certezas a los administradores ha cristalizado la regla del juicio de negocios (business judgment rule), que establece que los administradores no deben ser responsabilizados —ni civil ni penalmente— por los perjuicios derivados de decisiones adoptadas de buena fe, librados de conflictos de interés, con información suficiente y siguiendo los procedimientos decisorios corporativos. Este reconocimiento no significa impunidad, sino una protección necesaria para preservar la autonomía empresarial y evitar que los jueces reemplacen ex post el criterio de los administradores.
Tímidamente, la Corte Suprema ha reconocido algunos de estos principios (Rol 21.316-2019), lo que abre una senda hacia una interpretación jurisprudencial más técnica y exigente del delito, que distinga claramente entre decisiones dolosas y la legítima asunción de riesgos propios de la actividad empresarial.
Por ahora, la ausencia de una regla clara en esta materia tiene efectos paralizantes. Los administradores se tornan excesivamente conservadores, temerosos de innovar o de tomar decisiones estratégicas que podrían —en caso de fracaso— convertirse en objeto de persecución penal.
Este 'enfriamiento' de la toma de decisiones afecta la competitividad y la capacidad de crecimiento de las empresas, especialmente en un entorno de incertidumbre económica, donde se necesita más que nunca liderazgo, audacia y visión de futuro.
Por eso, resulta indispensable que el desarrollo jurisprudencial siga profundizando reglas de juicio de negocios, y que el legislador consagre mecanismos como los que conoce el Derecho Comparado. Ellos otorgan mayor certeza jurídica, junto con desincentivar efectivamente el uso temerario de la vía penal.
Penalizar a quienes actúan de buena fe, no solo es injusto; es profundamente desincentivador para el emprendimiento y la inversión. Se hace necesario contar con reglas claras, no para proteger a los malos administradores, sino para no perseguir injustamente a quienes asumen el riesgo inherente a liderar, crear valor y hacer empresa.