El País

Eugenio García Huidobro 250x250

La telaraña de complejos trámites y extensos plazos que tiene cautiva al desarrollo económico chileno, así como otras telarañas que la autoridad ambiental pareciera anteponer al desarrollo de inversiones, han devuelto la atención al proyecto de ley presentado por el Gobierno de Gabriel Boric en el Senado a comienzos de 2024, con el cual se busca modernizar diversos aspectos de la institucionalidad ambiental.

En esta discusión subyace una aparente tensión entre impulsar un desarrollo económico sostenible y adoptar medidas eficaces frente al cambio climático. Pero también subyace en ella un sentido de urgencia económica, ante un contexto regional en el que varios países latinoamericanos han implementado ambiciosas reformas orientadas a simplificar trámites burocráticos, modernizar marcos regulatorios y atraer inversión extranjera. Así lo evidencian reformas legales en Argentina, Brasil, Colombia o Panamá, como también otras medidas adoptadas por los gobiernos de Costa Rica, Ecuador, Perú o Uruguay en la última década.

Ciertamente se trata de una iniciativa con algunos aciertos y muchos aspectos a mejorar (puede revisarse una evaluación del proyecto aquí). Pero la creciente atención que ella ha recibido, sorpresivamente, ha llevado a desatender por completo otra ambiciosa reforma ambiental impulsada por el Gobierno en un foro internacional: la opinión consultiva solicitada conjuntamente por Chile y Colombia a la Corte Interamericana de Derechos Humanos sobre los deberes que les asisten en materia de cambio climático. Como toda opinión consultiva, con ella se busca aclarar el contenido de los deberes y obligaciones estatales que derivan de una efectiva protección de los derechos humanos.

En esta solicitud, presentada en enero de 2023, ambos gobiernos declaran buscar que la Corte precise el alcance de las obligaciones internacionales que individual y colectivamente les asisten para enfrentar la emergencia climática. A primera vista pareciera ser una petición algo ingenua y voluntarista, con la que se busca obtener directrices que guíen la formulación de políticas ambientales. Sin embargo, una lectura atenta del requerimiento evidencia una agenda mucho más ambiciosa y activista a la que públicamente se declara, sobre todo tratándose de gobiernos que carecen de mayorías parlamentarias para impulsar internamente tales agendas.

La consulta formulada es tan amplia en la cantidad de materias cubiertas como específica en lo que se solicita a la Corte precisar. Se pide determinar los principios que deben inspirar medidas de mitigación y adaptación climática, como las consideraciones a seguir por los Estados al requerir estudios de impacto social y ambiental. Más concreto aún, se consulta sobre las medidas a adoptar para minimizar el impacto de daños al medio ambiente, así como las políticas a seguir para facilitar la labor de sus defensores. En sencillo, parece buscarse establecer obligaciones internacionales que redibujen el estatuto constitucional y la regulación legal del medio ambiente de los países latinoamericanos a través de fórmulas para homogeneizar, construidas a partir del derecho interamericano de derechos humanos. Una mente mal intencionada –no la mía, indudablemente– podría incluso representarse que aquellas banderas del Gobierno que naufragaron en el fallido primer proceso constituyente hoy día intentan ser nuevamente izadas en foros internacionales.

Convertir el derecho internacional de los derechos humanos en un oráculo del cual extraer respuestas a todo tipo de problemas no solo contribuye a trivializarlo, sino que además implica desconocer la complejidad del fenómeno del cambio climático y sus múltiples dimensiones. La protección de los derechos humanos indudablemente forma parte de ese entramado, que exige respuestas colaborativas de carácter transnacional. Sin embargo, difícilmente aporta a su adecuada resolución un pronunciamiento jurídico unidimensional, emitido por un foro carente de deliberación democrática y proclive a imponer soluciones uniformes, al no contar con las capacidades institucionales necesarias para ponderar adecuadamente la diversidad geográfica, política, económica y ecosistémica de la región sujeta a su jurisdicción. Así lo demuestra la Opinión Consultiva N° 23 sobre medio ambiente que la Corte Interamericana emitió en noviembre de 2017, la cual ha tenido un impacto escaso o nulo en la generación de soluciones ambientales efectivas en la región.

Mientras se espera el pronunciamiento de la Corte, que podría conocerse hacia fines de este año, conviene subrayar un punto en el que coinciden ambas iniciativas impulsadas por el gobierno: su silencio frente a la urgente necesidad de avanzar en el desarrollo de una infraestructura verde. Si se aspira verdaderamente a alcanzar la meta de carbono neutralidad al año 2050, avanzar en esa dirección no es una alternativa, sino una necesidad ineludible. Dicho objetivo exige una inversión pública y privada de gran envergadura para impulsar obras de infraestructura, habilitar proyectos mineros –como los vinculados al litio y otros minerales estratégicos– y expandir la generación y transmisión de nuevas fuentes de energía, como el hidrógeno verde. A ello se suma la necesidad de que estos proyectos sean evaluados y autorizados en plazos razonables, dada la estrechez del calendario que imponen los compromisos climáticos.

Pese a ello, el proyecto de ley omite en su diagnóstico y propuestas dos factores clave para el desarrollo de infraestructura verde: la incertidumbre que genera la consulta indígena en los plazos de evaluación ambiental y la alta judicialización de proyectos de inversión en áreas climáticamente estratégicas. Estas deficiencias estructurales de la institucionalidad ambiental chilena podrían agravarse con la solicitud de una opinión consultiva a la Corte Interamericana. Dado su historial jurisprudencial, es previsible que la Corte amplíe el contenido de los derechos reconocidos por el ordenamiento chileno en materia de consulta indígena, evaluación ambiental y acceso a la justicia, estableciendo nuevos deberes para el Estado cuyo incumplimiento podría generarle responsabilidad internacional. Tales obligaciones y derechos, además, podrían ser invocadas directamente ante tribunales nacionales en litigios entre privados, con efectos concretos sobre los titulares de proyectos de inversión.

Todo indica entonces que la telaraña permisológica en materia ambiental seguirá expandiéndose. Si una de las iniciativas del Gobierno omite los instrumentos necesarios para impulsar una infraestructura verde, la otra amenaza con introducir nuevas barreras. Lejos de facilitar la transición ecológica, ambas podrían terminar dificultándola, exponiendo al país con mayor fuerza a los efectos de la crisis climática que el propio gobierno afirma decididamente querer enfrentar.

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