El Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia actual 158x158

Se han presentado ante la Cámara de Diputadas y Diputados cuatro acusaciones constitucionales dirigidas contra tres ministros de la Corte Suprema. Se trata, quizás, de la controversia más compleja, desde el punto de vista institucional, que ha enfrentado el máximo tribunal en esta dimensión desde 1868, año en que fue acusado el entonces presidente de la Corte, Manuel Montt (ex Presidente de la República entre 1851 y 1861) y otros tres magistrados, y que marcaría una serie de debates políticos e institucionales en los años y décadas siguientes. Las acusaciones constitucionales presentadas por estos días también generarán profundas consecuencias institucionales.

En esta columna quiero examinar dos dimensiones de esta controversial institución: por un lado, las acusaciones como práctica interpretativa, y el rol del Congreso Nacional como intérprete final y autoritativo del conjunto de reglas y estándares que conforman esta institución, y, por el otro, destacar una peculiariadad de su compleja naturaleza jurídico-política: el conjunto de garantías procesales que buscan asegurar un debido proceso y estándares mínimos de imparcialidad a favor de las autoridades afectadas por esta.

La acusación constitucional como práctica

Solemos pensar que el máximo intérprete de la Constitución es una autoridad judicial (supremacía judicial), esto es, la palabra final y autoritativa acerca de lo que dice la Constitución la daría un juez. En nuestro caso, con un modelo bicéfalo de jurisdicción constitucional, ello genera una tensión adicional: ¿lo es la Corte Suprema o el Tribunal Constitucional? En nuestro esquema complejo podemos concluir que ambas (y en tensión permanente). Con todo, hay una manera distinta de ver el problema, alternativa a la idea de supremacía judicial: la palabra autoritativa sobre una regla constitucional la da aquella institución a la que la Constitución le entrega tal cometido. El caso de la acusación constitucional es paradigmático en este sentido.

En efecto, y en el caso de las acusaciones constitucionales contra los ministros de la Corte Suprema Vivanco, Matus y Muñoz, la palabra autoritativa y final acerca del sentido y alcance de la causal “notable abandono de sus deberes”, causal específica de acusación de los magistrados de los tribunales superiores de justicia (art. 52 N° 2, letra c) es entregada por la Constitución, primero, a la Cámara de Diputados, que debe declarar si es o no a lugar la acusación, comenzando por la comisión informante, y luego, en la discusión en sala. En segundo lugar, al Senado, que debe pronunciarse como “jurado”, declarando o no la culpabilidad del acusado. Así, tanto diputados como senadores deberán interpretar esta causal específica a la luz de los hechos, conductas y argumentaciones esgrimidas contra los ministros, sus defensas, entre otros antecedentes. Las intervenciones de los profesores de derecho constitucional suelen también ser un mecanismo auxiliar de gran apoyo en ambas instancias para acometer este cometido, como la ha demostrado la práctica pasada. Tal interpretación parlamentaria de la constitución será final y autoritativa.

No hay acá recurso alguno, en apelación u otra vía, al Tribunal Constitucional o a la Corte Suprema. Es más, debería ser considerada una cuestión política no justiciable (equivalente a la political question doctrine norteamericana, ver Bickel 1986). Algún desarrollo embrionario de esta doctrina es posible encontrar en nuestra jurisprudencia constitucional (STC Rol Nº 2541-13).

Esta forma “departamentalista” de interpretar la constitución, con muy poco desarrollo entre nosotros (excepcionalmente ver Silva 2017, Lovera y Vargas 2021 y García y García-Huidobro 2024; para el debate en Estados Unidos, ver Murphy 1986 y Fallon Jr. 2018) genera una enorme responsabilidad al propio Congreso Nacional que, en esta dimensión, insistimos, es intérprete final de la Constitución. En virtud de ello se encuentra obligado a desarrollar una práctica interpretativa coherente y leal acerca del sentido y alcance del conjunto de reglas y estándares constitucionales que regulan la acusación constitucional, respecto de los magistrados de los tribunales superiores de justicia, de la causal específica “notable abandono de deberes”, entre otros.

Así, ¿con qué lealtad interpretativa se reflexionará hoy lo considerado y resuelto ayer acerca de qué debemos entender por “notable abandono de deberes”, su contenido esencial, sus límites y contornos, en las acusaciones contra los ministros Cereceda, Béraud y Valenzuela (1992), acogida contra Cereceda por el Senado, o contra Ortiz, Zurita, Navas y Alvarez (1996), Jordán (1997), Aburto, Fernández, Jordán y Zurita (1997), Carreño (2014), Dolmestch, Künsemüller y Valderrama (2018), todas ellas rechazadas por la Cámara, o, en fin, la acusación más reciente contra la ministra de la Corte de Apelaciones de Valparaíso Silvana Donoso (2020), acogida por la Cámara pero rechazada por el Senado? (ver expedientes ante la Cámara en Observatorio Congreso).

Por ejemplo, la práctica interpretativa pasada por el Congreso en materia de acusación constitucional contra magistrados de los tribunales superiores de justicia en las últimas tres décadas ha tomado especialmente en cuenta los estándares ofrecidos por el profesor Alejandro Silva Bascuñán. Para él, el notable abandono de sus deberes “procede cuando se producen circunstancias de suma gravedad que demuestran, por actos u omisiones, la torcida intención, el inexplicable descuido o la sorprendente ineptitud con que se abandonan, olvidando o infringiendo los deberes inherentes a la función pública ejercida” (Silva Bascuñán, 2000 Tomo VI, 173).

No es la única construcción de estándares disponibles, pero hoy parece ser el canon, y su fuerza descansa en su evolución incremental. En efecto, Silva Bascuñán la construye sobre las reflexiones de destacados parlamentarios (por ejemplo, Domingo Santa María en la acusación de 1868 contra Montt y otros supremos), o las del mayor tratadista de la Constitución de 1833, el profesor Jorge Huneeus Zegers. Así, apelando a nuestra tradición constitucional en materia de interpretación parlamentaria de la acusación constitucional, esta tradición ha buscado ir definiendo y delimitando los componentes de la causal “notable abandono de sus deberes”, efectuar distinciones entre deberes funcionarios adjetivos y sustantivos, distinguir la responsabilidad político-constitucional de la penal (separando los foros de discusión de ambas), buscar una frontera entre torcida administración de justicia en conexión con procesos judiciales y sentencias específicas, y “revisar” los fundamentos de sentencias (que pudieran no ser del agrado de los poderes políticos), entre otros.

Una práctica interpretativa coherente que orienta nuestro constitucionalismo y sus reglas, invita al Congreso, al analizar las acusaciones constitucionales contra los ministros Vivanco, Muñoz y Matus, a ser leal con la práctica interpretativa existente, rescatando los criterios orientadores que sirvieron para acusar o desechar acusaciones similares en el pasado, y de no ser aplicables, y ante la necesidad de distinguir e innovar ante nuevos hechos, conductas o infracciones, dar cuenta de ello y de las razones que hacen necesario apartarse de los primeros para generar nuevos. En ambos casos, con proyección hacia el futuro.

Una dimensión de la naturaleza jurídico-política de la acusación: garantías procesales mínimas para los acusados

Se ha sostenido acertadamente que uno de los rasgos más sobresalientes de la reconstrucción dogmática de la acusación constitucional entre nosotros se asocia a identificar su naturaleza (Contesse y Pardo 2022).

En efecto, cuan jurídica y cuan política (y si estas dimensiones son compatibles, autónomas o reconciliables) ha generado una ya larga discusión entre los constitucionalistas chilenos (Zúñiga 1993, Silva 2017).

No debemos olvidar que en Inglaterra el impeachment surgió de la idea de que si no se podía hacer responsable al Rey (“The King can do no wrong”), sí se podía hacer responsable a sus altos funcionarios, mediante un jurado de muy alto rango. De ahí que se fuera desarrollando un modelo acusatorio que comenzaba de manera descentralizada en la Cámara de los Comunes, y que luego resolvía la Cámara de los Lores. Esta última no solo declaraba la responsabilidad política del acusado, sino incluso podía imponer una pena (incluso una sanción privativa de libertad), por tratarse de un “alto tribunal”. La institución comenzó a caer en desuso en la medida que a partir del siglo XVIII la mayoría de los altos funcionarios eran miembros del Parlamento, y el Gobierno emerge como una institución diferente (gobierna con un jefe de Gobierno) al monarca (que reina como jefe de Estado). Hoy se entiende obsoleta (House of Commons Library). Con todo, fue trasplantada a la Constitución de Estados Unidos como mecanismo central del modelo de separación de funciones y de pesos y contrapesos al interior del modelo presidencial (El Federalista 65, Black y Bobbitt 2018, Whittington 2020 y 2022), y de ahí a muchas otras, como la nuestra.

Por lo demás, desde sus orígenes el modelo norteamericano descansó fuertemente en su confianza institucional en el Senado, como jurado que garantizaba condiciones de imparcialidad. Así, por ejemplo, Publius sostuvo en El Federalista N° 65 (Hamilton): “¿Dónde si no, en el Senado, se podría haber encontrado un tribunal suficientemente digno o suficientemente independiente? ¿Qué otro organismo sería capaz de sentir la suficiente confianza en su propia situación, para preservar sin temor ni influencia la necesaria imparcialidad entre un acusado individual y los representantes del pueblo, sus acusadores?”

Desde la Constitución de 1828, la acusación constitucional en nuestra tradición constitucional ha evolucionado como una institución compleja y sofisticada, sin perder del todo su genética inglesa (por lo demás, solo desde la Carta de 1833 se incorpora la causal del “notable abandono de deberes”, sin mayores antecedentes o precisiones que las que dejara Egaña en su voto particular). Ello explica, en buena parte, una dimensión de su naturaleza jurídico-política: las “incrustaciones” de institutos más propios del proceso judicial que de un modelo de decisiones políticas discrecionales. Estas “incrustaciones” están orientadas a garantizar condiciones mínimas de imparcialidad y debido proceso, las que usualmente exigimos a nuestros jueces, pero no a nuestros representantes políticos.

Ellas las encontramos tanto en la propia Constitución (CPR) como en la Ley Orgánica Constitucional del Congreso Nacional (LOCCN) y en los reglamentos de ambas cámaras (RCD y RS). También se entrecruzan con prácticas políticas, constitucionales e interpretativas que han evolucionado desde la Carta de 1833.

Entre ellas encontramos, por ejemplo, en la primera etapa ante la Cámara de Diputados, la formalización del proceso acusatorio y un libelo acusatorio que requiere de formalidades mínimas pero exigentes (causales taxativas, descripción razonable de infracciones y conductas específicas, etc.); la exclusión de los integrantes de la mesa de la cámara y los diputados acusadores para el sorteo de conformación de la comisión informante; la notificación personal o por cédula, con copia integra de la acusación al acusado; el plazo de 10 días para presentar la defensa, personalmente o por escrito; el estar citado de pleno derecho para poder acudir a todas las sesiones de la cámara que trate el asunto; el informe de la comisión informante, debe incluir los argumentos de la defensa del acusado; comparecencia personal del acusado; el derecho del acusado a deducir cuestión previa; derecho de rectificación sobre los hechos; notificación de la acusación aprobada por la Cámara de Diputados, entre otros.

Luego, ante el Senado, ellas se expresan, por ejemplo, en la citación del acusado a todas las sesiones en que se vea el asunto; el derecho a presentar defensa; el derecho a ser representado por abogado; el derecho a dúplica, por igual tiempo a la réplica de los acusadores; solicitar la votación separada de cada capítulo; la obligación de comunicación del resultado de la votación al acusado; el que la declaración de culpabilidad del Senado se limita a la acusación (y no a responsabilidad penal, civil, etc.), entre otros.

Así, nuestro modelo de acusación constitucional, en su evolución institucional, ha ido considerando de manera gradual un conjunto de garantías procesales que benefician a los afectados/acusados durante el proceso, buscando garantizar condiciones de imparcialidad y debido proceso mínimas, resaltando la dimensión jurídica de la naturaleza híbrida de esta institución.

Las acusaciones constitucionales presentadas contra los ministros Vivanco, Muñoz y Matus nos recuerdan la delicada obligación de nuestros parlamentarios de generar una práctica interpretativa racional y coherente sobre el conjunto de reglas y estándares que definen la acusación constitucional. Es la propia Constitución la que ha puesto al Congreso en la posición de interprete final y autoritativo de estas reglas.

También nos recuerdan una dimensión especialmente relevante de su naturaleza jurídico-política: un conjunto de garantías procesales mínimas que buscan generar condiciones de imparcialidad y debido proceso a favor de los acusados, garantías que asociamos más a un proceso judicial que a uno político.

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