El País
En los últimos meses, diversos partidos políticos han manifestado su temor por el elevado número de candidatos independientes que competirán en las elecciones municipales y regionales. Los números sugieren que este miedo no es infundado: según el Servicio Electoral, 1.831 personas recolectaron firmas para competir como alcaldes en forma independiente y 675 de ellas lograron cumplir con los requisitos exigidos, lo que representa un aumento de un 26% respecto a la elección de 2021. De esta manera, en 291 de las 345 comunas del país la administración municipal será disputada por independientes.
Sin embargo, hay otro antecedente igualmente importante en el que los partidos parecen no reparar públicamente: el elevado número de independientes que compiten dentro de sus pactos electorales. En el de la centroderecha para alcaldías y gobiernos regionales, el 46% de los candidatos son independientes, mientras que en el de la izquierda –que articula desde el Partido Comunista hasta la Democracia Cristiana– ellos representan más de un 40% de los candidatos. En la elección de concejales, el pacto del Partido Radical está integrado por un 74% de independientes y el de la UDI-Evópoli por un 62%. Estos ejemplos no son un caso aislado, ya que en 11 pactos electorales los partidos inscribieron más candidatos independientes que militantes.
Podría pensarse que esta realidad es un reflejo que Chile, un país conocido por sus eufemismos, tiene su propio oxímoron electoral: los llamados ‘independientes de partido’. Pero ello no es, sino, una manifestación más de la peligrosa desinstitucionalización de los partidos políticos a la que ellos mismos están contribuyendo.
Para entender este problema, partamos por lo básico. La misión de cualquier partido en una democracia no es únicamente la disputa por el poder. Todavía más importante que ello es la pregunta de por qué se participa en esa disputa. ¿Es clientelismo desnudo o, por el contrario, se está en esa lucha para impulsar una agenda programática que el partido, al constituirse, declara perseguir? Si es esto último, la primera tarea que tiene un partido es la captación y formación de militantes, para que sean ellos y no terceras personas quienes implementen ese ideario programático desde posiciones de poder.
De ahí que la alta presencia de independientes dentro de los pactos de partidos solo puede interpretarse como una claudicación que ellos mismos hacen de una de las principales tareas que deben cumplir en una democracia. Con este comportamiento, que también se observa crecientemente en la conformación de sus listas parlamentarias, los partidos están consciente o inconscientemente contribuyendo a tercerizar la representación política.
Son muchas las causas que explican este fenómeno. Una de ellas se encuentra en los cimientos del sistema electoral: la igualdad de oportunidades que la Constitución garantiza a los candidatos independientes, un legado de una dictadura que era refractaria a los partidos y que permanece largamente inalterado hasta nuestros días. Pero también existen otras reglas más recientes que han contribuido a exacerbar este fenómeno, como aquellas relativas al financiamiento de partidos y campañas electorales.
La existencia de un sistema de financiamiento público es un avance importante de nuestra democracia que debe celebrarse, pero ello no obsta a que en su diseño existan reglas específicas que han incentivado a los partidos a favorecer candidatos independientes dentro de sus listas y pactos.
Uno de ellos es el llamado ‘aporte basal’ que reciben anualmente los partidos del Estado para financiar sus gastos operaciones, el que se calcula sobre la base de los votos obtenidos por los candidatos de la lista de un partido en la última elección de diputados. Para el cálculo de este aporte, se consideran tanto los votos de los candidatos que militan en éste como también los obtenidos por los independientes que compitan dentro de su lista parlamentaria. En un sistema de partidos escasamente programático y que la ciudadanía percibe como poco representativo, esta fuente de financiamiento no debe desestimarse: cerca de un cuarto del aporte basal del Partido Republicano, Revolución Democrática o la UDI se explica por votos de candidatos independientes, porcentaje que sube a casi un tercio en el caso de Convergencia Social o Evópoli o a más de dos tercios tratándose del Partido Liberal.
Otro ejemplo es el financiamiento que reciben como anticipo los partidos al inicio de una campaña electoral, que también se calcula a partir del número de votos obtenidos en la respectiva elección anterior y en la que se computan igualmente los obtenidos por candidatos independientes que compitan dentro de su pacto. Así, mientras mayor haya sido la votación de los independientes que un partido haya patrocinado en las elecciones municipales y regionales de 2021, mayores serán sus recursos para competir en estas elecciones.
Que los partidos privilegien las candidaturas de independientes con alta figuración pública por sobre la de sus propios militantes no se explica entonces únicamente como una forma de maximizar sus posibilidades de éxito electoral, sino también por razones económicas. Se trata de un incentivo de corto plazo que, sin embargo, puede tener efectos nocivos en el largo plazo. Piénsese, por ejemplo, en la fragmentación parlamentaria que muchos denuncian como uno de los mayores problemas de nuestro sistema político. Si bien solo un candidato independiente fuera de lista fue electo en la elección de diputados de 2021, 36 candidatos independientes asociados a partidos lograron obtener escaños parlamentarios (un 24% de la Cámara de Diputados).
Puesto en perspectiva, tienen razón los partidos que las candidaturas de independientes son un problema grave que debe abordarse con urgencia. Pero parecería ser uno en el que ellos tienen una responsabilidad mayor que la que están dispuestos a asumir.