El Mercurio
En las últimas semanas se han conocido distintas encuestas sobre la religiosidad de los chilenos. El panorama muestra con nitidez un proceso que ya se ha observado en otros contextos, y que es una creciente desinstitucionalización de las creencias y prácticas relativas a lo sagrado. Sin embargo, se trata de un proceso que en nuestro caso no es novedoso: la religiosidad popular (especialmente expresada en la devoción mariana) ha sido históricamente una forma primordial de manifestación religiosa, que muchas veces ocurre en los márgenes de las directrices institucionales.
Actualmente, esta desinstitucionalización se expresa también en un creciente pluralismo de creencias y en el aumento de la proporción de personas que señalan no adherir a una religión específica, pero que sí reconocen una dimensión espiritual en sus vidas.
Más allá de estos datos, que tensionan la discusión sobre cómo debe expresarse la religión en el espacio público y los límites de la capacidad de la religión de proveer significados y valores comunes, parece apropiado elevar la mirada por sobre la contingencia, pero, a la vez, entregar luces para el proceso constitucional en el que estamos inmersos.
Históricamente, todos los seres humanos han buscado en la religión y en las creencias dar sentido a su entorno, a la relación consigo mismo, con los otros y con la divinidad. Esta búsqueda es y será una constante ontológica. Las respuestas pueden ser muchas y diversas, pero el quid está en que estas iluminen el sentido de la vida: desde lo cotidiano a lo trascendente. Sin ese sentido, no es posible encontrar la paz ni ser feliz, especialmente en momentos críticos de la vida.
Ahora bien, la desinstitucionalización de la religión no implica que la búsqueda de sentido se transforme en una cuestión privada, limitada al ámbito de la conciencia individual. La producción de significados y símbolos comunes que trascienden las meras preferencias subjetivas sigue siendo parte fundamental de la capacidad vinculante de la religión, aunque esta esté menos sujeta a las directrices institucionales de las iglesias.
La dimensión colectiva de la religión implica no solo respetar las creencias privadas de cada uno, sino generar los espacios para su ejercicio colectivo y su manifestación pública. La religión necesita de la sociedad para permitir que las creencias encuentren un espacio para ejercerse colectivamente, lo que implica la capacidad de remitirse al pasado y al futuro, es decir, de proteger aquellos significados que se heredan y de transmitirlos a las nuevas generaciones.
La religión puede entenderse, más allá del contenido específico de las creencias, como una forma particular de creer, la cual, anclada en la memoria colectiva, permite que, en una sociedad que se transforma aceleradamente, los individuos puedan encontrar una comunidad de sentido, donde sus creencias individuales tengan asidero común. Este anclaje es precisamente el que produce la obligación, adquirida como compromiso, de transmitir aquello que se hereda.
Aunque la cuestión religiosa se juega mucho más allá de lo jurídico, toda Constitución, como marco de referencia de las normas que rigen la convivencia, debe reconocer y potenciar esa dimensión espiritual del ser humano y crear las condiciones para que pueda vivir de acuerdo a sus convicciones y creencias sin ser violentado por expresarlas.
Esta libertad religiosa no se limita a una comprensión individual de la religión y creencias, sino a la protección del acervo de sentido de una sociedad.
Los datos no deben alejarnos de estas garantías positivas, sin las cuales se corre el riesgo de incomprensión del fenómeno religioso, reduciéndolo al ámbito privado y arriesgando su capacidad vinculante, que en gran medida nos protege frente a la crisis de sentido en la que nos encontramos.