El Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia 158x158 2018

En las últimas semanas se han planteado diversas posiciones en la esfera pública acerca de la reforma al Tribunal Constitucional (TC). Más allá de la estridencia de los extremos maximalistas —por un lado, quienes defienden un statu quo total, y, por el otro, quienes promueven su derogación y, en general, cuestionan la idea misma de control de constitucionalidad de la ley—, parece existir un sano consenso en torno a la necesidad de evaluar en profundidad y perfeccionar una institución cuya última gran reforma, de 2005, modificó de manera relevante su integración y competencias. A esto último nos avocaremos un grupo de académicos constitucionalistas e investigadores de centros de estudio, con el objeto de apoyar técnicamente la discusión ante el Congreso Nacional que, de manera preliminar e informal, ya ha comenzado a darse en el seno de las comisiones de Constitución de ambas cámaras y donde también ha intervenido el Ministro de Justicia y Derechos Humanos.

Más allá de las propuestas de reforma reciente, existen una serie de proposiciones sobre la mesa que ya han sido objeto de debate desde hace algunos años. La Presidenta Bachelet, en su proyecto de nueva Constitución, manteniendo en lo sustantivo la arquitectura del TC actual, planteó algunas modificaciones importantes en materia de integración y competencias; el Presidente Piñera, en su programa de gobierno 2018-2022, también menciona algunas y, además, debemos considerar una serie de iniciativas de reforma presentadas desde diversos grupos parlamentarios ante el Congreso (e.g., Informe BCN, octubre 2018). Asimismo, en el ámbito académico se puede destacar el diagnóstico y propuestas formuladas por un grupo de constitucionalistas transversales convocados por el Centro de Estudios Públicos (CEP) y en el que se avanzaron consensos importantes (Diálogos Constitucionales, CEP, 2015, y Propuestas Constitucionales, CEP, 2016).

Por lo demás, estas propuestas permiten despejar algunas cuestiones básicas, dando cuenta de las múltiples fortalezas del TC y del punto de partida de la discusión: la necesidad de justicia constitucional y de un control de constitucionalidad de la ley por un órgano jurisdiccional, que sea ejercido por el Tribunal Constitucional (i.e., son escasas las voces que piden su derogación o traslado de competencias a la Corte Suprema o que se convierta en una sala especializada de esta), valoración creciente de su jurisprudencia, la que empieza a operar con la fuerza del precedente, al menos en su dimensión horizontal (García, 2018), lo que, por lo demás, está impactando nuestro sistema de fuentes del derecho constitucional y, en consecuencia, la práctica y enseñanza constitucional, entre otras.

Bajo este contexto, lo interesante y difícil para el Congreso Nacional será lograr un diagnóstico compartido acerca de las fortalezas —que son muchas, como he mencionado antes— y debilidades del TC, que nutra el debate legislativo que se avecina y la propuesta de reforma que, en definitiva, se discuta. Ahora bien, ¿cuáles elementos debiesen formar parte de un diagnóstico robusto acerca de él? A continuación, ofrezco algunos que estimo capitales para informar un diagnóstico sistémico en esta materia y que complementan reflexiones anteriores que he formulado a la hora de repensar el rol del Tribunal al interior de nuestra democracia constitucional —la que debe descansar en un equilibrio virtuoso entre el principio democrático y el de respeto a los derechos fundamentales—.

El TC es una pieza central de nuestra democracia constitucional. En sus orígenes, pensado como árbitro institucional en conflictos entre los poderes políticos en el ejercicio de sus potestades —el núcleo de la reforma constitucional de 1970 que lo instauró en nuestro sistema constitucional—; más adelante, se le buscó consolidar como un guardián de la supremacía constitucional y los derechos fundamentales. Y es que tras la reforma de 2005 su rol ha ido cambiando: si bien se asocia a un par de sentencias anuales en controles preventivos de proyectos de ley en casos de alta connotación pública (e.g., aborto), hoy recibe anualmente sobre 1.500 requerimientos de inaplicabilidad en gestiones judiciales particulares, lo que, por un lado, ha ampliado su acceso, instalándose entre los operadores jurídicos como un foro jurisdiccional relevante, pero, a la vez, ha generado una alta carga de trabajo, lo que en el mediano plazo puede afectar la eficacia y eficiencia de la institución (tanto del pleno como de sus dos salas).

Por lo demás, la poca evidencia existente da cuenta de una compleja materialización de las sentencias de inaplicabilidad del TC en las gestiones judiciales pendientes en las que deben producir sus efectos (Gómez, 2013). Ello invita a repensar los efectos de sus sentencias respecto de los tribunales superiores y ordinarios de justicia.

Esta dimensión cuantitativa del funcionamiento del TC no debe opacar, en su justa medida, una cuestión cualitativa, que es tanto de legitimidad como de eficacia institucional. Si bien existe consenso en torno a la importancia que para una democracia tiene la justicia constitucional, los controles preventivos a proyectos de ley tienden a sobre tensionar su relación con los poderes colegisladores en casos de alta connotación pública. Son también excepcionalísimos los TC que cuentan con estas potestades en el constitucionalismo comparado. Algunos sectores han sostenido que el Tribunal actuaría en estos casos como una verdadera tercera cámara política (misma crítica encontramos en Francia, donde el Conseil Constitutionnel cuenta con una atribución equivalente, Stone, 1992; Rousselier, 2018). Se trata de una crítica de la que hay que hacerse cargo; pero, además, la escasa evidencia da cuenta que el control preventivo obligatorio de proyectos se ha convertido, con excepciones, en una suerte de mera “toma de razón” (Verdugo, 2010). Menos cuestionamientos genera la intervención del TC en vulneraciones de forma específicas del procedimiento legislativo: quorum, iniciativa exclusiva legislativa presidencial, ideas matrices, entre otros.

En cuanto a su integración y selección, parece existir consenso en la necesidad de aumentar los estándares de transparencia e intensidad del escrutinio público de los candidatos al TC, bajo cualquier modelo de selección. Junto con lo anterior, es posible repensar el número de integrantes, forma e instituciones que participan en la selección de los ministros, años que deben ejercer el cargo, necesidad de que existan o no ministros suplentes, por ejemplo. También existen distintas propuestas acerca de los requisitos para ser candidato al Tribunal: algunas ponen énfasis en potenciar candidatos académicos (grado de doctor, publicaciones, profesor titular, etc.), mientras otras buscan especificar los actuales estándares de reconocimiento en el ejercicio de la profesión o volver sobre la incorporación de jueces. Aunque aún no ha surgido en el debate público, es previsible que se discuta en torno a la conveniencia de incorporar cuotas de género, política que ha ido extendiéndose entre las diferentes instituciones estatales. Asimismo, en conexión con el número de integrantes, se discute el rol del voto dirimente del Presidente en algunas hipótesis. Ello ha llevado a algunos a plantear la conveniencia de una integración impar. Una manera distinta de pensar el problema, especialmente considerando el intenso funcionamiento de las dos salas actuales en sede de inaplicabilidad, es eliminar el voto dirimente, manteniendo el número par (hoy 10).

Es importante no perder de vista que subyacen a estos elementos de diseño institucional principios relevantes a preservar y fortalecer en los jueces constitucionales, como la independencia o la insularidad política (Fiss, 1997), y que alguna evidencia existe en nuestro país sobre los efectos de la reforma de 2005 en materia de integración respecto del comportamiento judicial (Pardow y Verdugo, 2015).

En fin, quedan otros temas en el tintero, por ejemplo, evaluar la necesidad de mantener duplicidades de control con otros órganos o cómo enfrentará las nuevas tensiones que se generarán entre el gobierno central y los gobiernos regionales ahora que su cabeza será electa popularmente (gobernador). Se trata, esto último, de una atribución relevante de las cortes constitucionales en sistemas federales (e.g., Alemania) o regionales (e.g., España) y que seguramente en nuestro país habrá que poner especial atención.

A pesar de que una evaluación en profundidad a las diversas dimensiones del TC no debe necesariamente desembocar en una reforma extensa, la que se haga sí debe pensarse sistémicamente, esto es, considerando el rol del Tribunal al interior de un régimen político presidencial, los principios que subyacen el modelo de control concentrado, la existencia de otros controles institucionales sobre un mismo instrumento (para evitar duplicidades), entre otros, y que considere los desafíos actuales y futuros que enfrenta, algunos de los cuales hemos mencionado. Además, la experiencia comparada relevante siempre es una fuente interesante de actualización de instituciones, como asimismo, tomar nota de nuevos desarrollos que están teniendo gran impacto en el constitucionalismo global (e.g., especialmente interesante los del denominado nuevo constitucionalismo de la Commonwealth, Gardbaum, 2013).