El Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia 158x158 2018

A la hora de hacer un balance constitucional respecto de 2018, si bien nuestro país, al menos momentáneamente, parece haber salido del proceso constituyente o de redefinición de sus reglas constitucionales (en la forma de un tercer gran “paquete” de reformas constitucionales o una nueva Constitución), ha seguido marcado por discusiones institucionales intensas que inevitablemente han puesto sobre la mesa no solo nuestras reglas constitucionales, sino que, puesto a prueba, prácticas e interpretaciones constitucionales pasadas que parecían no ser controversiales y operaban como precedentes automáticos.

¿Qué tienen en común las críticas a la acusación constitucional a ministros de la Corte Suprema por parte de diputados frenteamplistas, la desvinculación de la Subcontralora por parte del Contralor General de la República, el tratamiento de la política de migración por parte del Presidente de la República como una política de gobierno y no de Estado, o que la Cámara de Diputados no quisiera acatar íntegramente la sentencia del Tribunal Constitucional en el denominado caso Sernac a la hora de enviar el texto final de la ley al Presidente para ser promulgada (lo que requirió de un segundo fallo en esta materia del TC)?

Todas estas situaciones generaron una fuerte tensión institucional, de aquellas que despiertan discusiones acaloradas entre los actores políticos, autoridades de los diversos órganos públicos involucrados, líderes de opinión, incluso de la propia academia. Cada una de estas situaciones genera preocupación (y algo de retórica desmedida) en términos de que contribuyen a generar grados de polarización excesivas, quiebre de confianzas, imposibilidad de acuerdos, etc. Y los conceptos de crisis, falta de legitimidad o descrédito constitucional vuelven a ser moneda corriente del debate público.

El profesor Jack Balkin en un reciente ensayo llamado Constitutional Crisis and Constitutional Rot (Crisis constitucional y deterioro constitucional), que forma parte de, quizás, el libro más destacado de constitucionalismo comparado de este año, Constitutional Democracy in crisis? (Oxford University Press, 2018, ed. Mark Graber, Sanford Levinson y Mark Tushnet), invita a examinar críticamente el uso extendido, abusivo, de los conceptos de crisis y descomposición constitucional para identificar disputas acaloradas acerca de interpretaciones constitucionales posibles y en disputa en medio de este tipo de controversias institucionales, hipótesis esta última que Mark Tushnet ha denominado constitutional hardball. En efecto, para Balkin resulta fundamental distinguir entre este último concepto y los de crisis y descomposición constitucional, los que, si bien pueden ser vistos en un continuo, obliga a la precisión conceptual, a sofisticar el diagnóstico.

Para Balkin, una crisis constitucional ocurre cuando existe un peligro serio de que la constitución falla en su función básica de canalizar los desacuerdos a través de la política ordinaria, evitando la anarquía, la violencia o la guerra civil. Para él, existen tres tipos de crisis constitucional: dirigentes políticos (o militares) anuncian públicamente que no respetarán la constitución; la Constitución impide a los actores políticos salir de la crisis institucional; y un conjunto amplio de la población desobedece la constitución (e.g., violencia en las calles, los miliares no aceptan el mando civil, etc.).

Por otra parte, el deterioro o descomposición constitucional (constitutional rot), es un proceso de decaimiento o declive de los elementos centrales de una república democrática, esto es, factores que deterioran su naturaleza de república o de democracia, por ejemplo, la pérdida de confianza en el gobierno y en los conciudadanos; la polarización política en grados que llevan a ver a quienes tienen una posición opuesta como enemigos; el aumento de la desigualdad económica; y políticas públicas desastrosas (en el caso americano la guerra de Iraq y la crisis económica de 2008).

Y es que formas o manifestaciones de constitucionalismo agresivo o constitutional hardball, surgirán inevitablemente al interior de sociedades democráticas con instituciones fuertes que tienen incentivos institucionales para maximizar (o al menos optimizar) sus potestades constitucionales. Ello en principio no es malo, sino esperable. Y si en el pasado no han sido maximizadas u optimizadas no implica que no vayan a serlo en el futuro. El hecho de que existan precedentes o prácticas pasadas que se quiebran no nos llevan a una crisis constitucional o necesariamente a un escenario de declive o descomposición constitucional.

Como siempre, nuestra principal preocupación debe estar puesta respecto de la existencia de controles frente a los desbordes; al esquema de pesos y contrapesos institucionales. Por lo demás, los distintos controles institucionales en los cuatro casos mencionados inicialmente funcionaron: la mayoría de la Cámara de Diputados rechazó la acusación constitucional contra los tres ministros de la Corte Suprema; la Corte Suprema declaró ilegal la actuación del Contralor General de la República; la Contraloría y el TC ejercieron sus competencias de control respecto del texto a ser promulgado en el caso del Sernac, y un grupo de parlamentarios llevó un decreto que establece visa consular para ciudadanos haitianos al TC. Y más allá de estos controles jurídico-institucionales formales, operaron también los otros: los actores políticos, los medios de comunicación y la opinión pública, la academia especializada, etc.

Así, la taxonomía que ofrece Balkin nos invita, por un lado, a desdramatizar algunas de las tensiones institucionales experimentadas este año, y por otro, a reflexionar respecto de los controles y límites institucionales existentes frente a interpretaciones que se transforman en desbordes, o incluso a la importancia de doctrinas saludables de auto-restricción de las diversas instituciones a la hora de ejercer sus atribuciones de manera más intensa, agresiva. También a estar conscientes de evitar que las prácticas del constitucionalismo agresivo, rompan reglas básicas del fair play democrático, de la amistad cívica, de la concordia, que inviten al autoritarismo político, que sí hagan plausible un escenario de descomposición constitucional. Esta última es quizás la gran lección del texto de Balkin.