El Líbero

Angela Vivanco 158x158 3

La visita del Papa Francisco a Chile en los próximos días ha abierto diversas expectativas y esperanzas en nuestro pueblo, no sólo entre los creyentes, sino en todos quienes lo consideran un líder espiritual de trascendencia. Precisamente porque vivimos tiempos de urgencia y desgaste en torno a la material, situaciones difusas en lo valórico, crisis de soledad y de abandono en los más vulnerables y diversas incertezas, resulta enormemente sanadora la palabra que nos orienta a superar nuestros miedos y a superarnos, a confiar en el futuro y en nuestro prójimo.

Si bien, a diferencia de la visita del Papa Juan Pablo II hace ya años, la actual venida de Francisco se produce en un régimen democrático y luego de procesos eleccionarios abiertos y libres, es indudable que el clima de los últimos meses fue duro de vivir, no sólo por la polarización política evidente para todos —y por los escenarios desafortunados de falta de lealtades, críticas y recriminaciones que se dieron entre las candidaturas y al interior de algunas de ellas—, sino también porque una importante parte de nuestro país se encuentra altamente carenciada en temas tan importantes como la salud, la previsión, la seguridad pública, la educación y el trabajo, todo lo cual contribuye a un estado de incertidumbre y de aflicción que se filtra en las relaciones humanas y que impacta como una presión más fuerte sobre el Estado y sus autoridades.

Por cierto, la visita de una autoridad religiosa no producirá mágicamente soluciones a esos problemas, pero resulta importante el llamado que pueda hacer a las diversas fuerzas políticas y sociales para que, deponiendo intereses mezquinos y sin abandonar sus propias posturas frente a la realidad, puedan acercarse en un diálogo constructivo, capaz de solucionar en todos los frentes que haga falta los grandes desafíos del país. El énfasis que el Papa ha puesto en el respeto a la diversidad, en el acogimiento de las personas en su propia realidad y con sus debilidades, en la necesidad de perdón y también de esperanza, envía mensajes potentes para el período que debemos recorrer y para que éste tenga resultados fructíferos.

Creo, asimismo, que la presencia de Francisco es una excelente ocasión para volver a mirar a la vida humana en su tremenda riqueza e importancia, desde su inicio hasta su término, buscando los mecanismos y, por cierto, las voluntades para que esa vida no se trate peyorativamente, para que se aprecie en su dignidad, se trate de niños, discapacitados, personas enfermas o cercanas a la muerte. El valor del ser humano como tal —y no en consideración a sus capacidades, habilidades o recursos— es un pilar indispensable de todo proyecto social y desconocer ese aspecto en aras de privilegiar la libertad es dejar la mesa sin una de sus patas.

También esta visita, en esa perspectiva, es una rica ocasión para transmitir adecuadamente la idea de que la Iglesia, así como se dirige a la vida humana, asimismo se debe al respeto por la persona y su autodeterminación, de modo tal que los abusos que cualquiera de sus miembros cometa —sobre todo aprovechando su ministerio— no sólo son inadmisibles, sino que han de ser repudiados y sancionados con toda la severidad que el daño causado amerite. En esas situaciones no sólo se afecta la confianza de los creyentes, sino la relación que ellos han buscado con Dios teniendo a los ministros del culto como sus intermediarios, por lo cual no pueden considerarse agravios particulares, sino un motivo de dolor para toda la comunidad. Restablecer esos lazos, reconstruir la fe quebrantada, es un imperativo para que esa comunidad siga existiendo y deje atrás tan graves situaciones.

En síntesis, la hora de la reconciliación 2.0 ha llegado. No se trata de alegrías simplistas o de promesas vacías, sino de aprovechar un evento de esta importancia para ser responsables en la convivencia y en la comprensión del otro, en el camino del crecimiento y en el definitivo término de la pugna estéril y de la victimización entre compatriotas.

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