El Líbero

Angela Vivanco 158x158-3

El tratamiento jurídico y social de los niños nunca ha sido fácil para el Derecho ni para la política: se trata de personas con derechos pero que, cuando menos por cierta cantidad de años, no pueden ejercerlos por sí mismos; no votan, no opinan sobre candidatos y elecciones; concitan diversos intereses en torno de ellos, no siempre nobles; representan el futuro y las expectativas de un pueblo, pero no los pueden determinar ellos mismos; y resultan especialmente vulnerables al abuso, al abandono y a los ensayos sociales.

Esa indesmentible realidad ha contribuido a que, en el ámbito de los tratados internacionales y luego en los ordenamientos locales, se haya desarrollado el concepto de superior interés del niño como una herramienta operativa que asegure distinguir el bien y necesidades del menor de aquellos deseos o requerimientos de sus padres, guardadores o de la sociedad misma, obligando a objetivizar y a ser cuidadosos con las decisiones legislativas o jurisprudenciales que a ellos se refieran.

Sin embargo, la carencia de un contenido específico de este principio y la permanente pugna entre aplicación de criterios de autonomía e intervención estatal en casi todos los temas controvertidos de nuestra época, ha contribuido a que pese a las buenas intenciones y declaraciones de derechos, sigan existiendo situaciones de extrema indefensión de los niños, sea a manos de sus guardadores o del aparato estatal.

En efecto, gracias a la permisividad sobre decisiones de salud que se toman con los hijos, hay familias que han optado por no vacunarlos y presenciamos el resultado de muerte en pleno siglo XXI por difteria, sarampión u otros males que se creían superados. Ello demanda una necesaria imperatividad de las políticas públicas de vacunación, que a veces tarda más de lo que las victimas pueden esperar.

Idéntica situación se ha dado cuando el derecho a tener creencias religiosas posibilita que se fuerce a niños a rechazar medidas indispensables para la mantencion de su vida, o a aceptar cirugías mutiladoras para mantener las tradiciones de sus padres o sus convicciones. No se ha considerado si esos menores gozan de competencia y si prestan real consentimiento.

Tales despropósitos familiares han motivado en muchas sociedades occidentales a relevar el papel del Estado como protector y guardador del superior interés ya mencionado. Sin embargo, y desgraciadamente, tampoco esa solución ha sido óptima y para muestra dos ejemplos.

El primero, todos hemos seguido conmovidos el caso del niño británico Charlie Gard, en el cual y como voces de una tragedia, organismos estatales y médicos buscan determinar si conviene mantenerlo con vida más allá de los repetidos intentos de sus padres de buscar tratar sus dolencias. Asi, el colectivo se ha atribuido determinar qué es vida digna y si es bueno o malo vivir para esa criatura.

El segundo de los ejemplos nos es cercano. Creado para proteger a niños vulnerados, caídos en la delincuencia, las drogas, victimas de mal tratos y abandonos, Sename se ha transformado, por el contrario, en la institución pública chilena epitome de la violacion de derechos, escenario de muertes de menores, torturas, explotación sexual y otras tropelías.Nuestra capacidad de reacción ha sido tan pobre que llevamos dos comisiones investigadoras parlamentarias sin resultados y un desfile de autoridades que evaden responsabilidades o directamente declaran que nunca supieron lo que pasaba.

Mientras cometemos tales errores y desvíos, el superior interés de los niños queda sepultado por una avalancha de intenciones, excusas, argumentaciones y dilaciones, lo cual no impide que ellos —por culpa nuestra— sigan muriendo, sufriendo, perdiendo espacios de trato digno y de protección.

¿Cuánto más podremos lamentarnos de tales barbaridades? ¿Se llevó en realidad el flautista a los niños de Hamelin o los habitantes de esa aldea universal encontramos una buena historia para justificar lo que debiera resultarnos insoportable?

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