Diario Pulso

Ricardo Irarrázabal 158x158

Una de las más efectivas transformaciones urbanas que se han llevado a cabo correspondió a la hecha en Medellín, Colombia. Esta ciudad, prácticamente tomada en los años 90 por el narcotráfico y las guerrillas, fue totalmente transformada en los años 2000 por la acción del alcalde Sergio Fajardo, con un modelo centrado en recuperar los espacios públicos y áreas verdes, en especial en los sectores más pobres y vulnerables, donde la violencia campeaba.

Su lema fue 'Medellín, la más educada', generando escuelas y bibliotecas en los sectores marginales, bajo la lógica de una estrategia integral centrada en ordenamientos y directrices generales (Proyecto Urbano Integral, Plan de Ordenamiento Territorial y Plan Director de Zonas Verdes).

Sin perjuicio de las evidentes mejoras urbanas, el gran resultado fue el cambio de actitud de los habitantes de Medellín en relación con su ciudad: desde una vergüenza inicial a un orgullo actual.

Muchos santiaguinos no se sienten orgullosos de nuestra ciudad y tienden a estigmatizarla. La contaminación en invierno, el tráfico, los variados desaciertos urbanos, los llamados guetos urbanos, horizontales como Bajos de Mena o verticales como los de Estación Central, un Santiago poniente destruido como barrio por la edificación en altura promovida en los años 90 y con un evidente deterioro actual, la ciudad separada y segregada por autopistas urbanas, con lindas plazas a las cuales no se puede acceder.

Pero también este Santiago es una ciudad que puede ser amable, donde un potente San Juan Pablo II nos llamó a la convivencia cívica con su llamado de que 'el amor es más fuerte', donde un San Alberto Hurtado fundó el Hogar de Cristo y recogía a sus 'patroncitos', un Santiago que acoge a los habitantes de provincia y a los estudiantes de regiones, como también a los inmigrantes, un Santiago que permite escuchar un viejo acordeón en el Paseo Ahumada y contemplar desde el río Mapocho el espectáculo visual de lo que significa su impresionante ubicación, circundada por la majestuosa Cordillera de Los Andes presidida por el cerro El Plomo, un Santiago que se originó en la cuadrícula del Alarife Gamboa y que permite, con sus plazas y espacios públicos, el encuentro ciudadano. Ya lo decía el fundador de la ciudad, Pedro de Valdivia, en su carta al emperador Carlos V: 'Esta tierra es tal que para vivir en ella y perpetuarse, no la hay mejor en el mundo'.

Debemos entonces recuperar el alma de Santiago. Esa alma perdida que acoge, que llama al encuentro. Esa alma educada que no genera destrozos ni daños y que no pinta grafitis. Esa alma de la cual deberíamos sentirnos orgullosos. Debemos volver a querer a nuestra ciudad, con su historia y sus desafíos, donde el pasado patrimonial se encuentre armónicamente con el presente.

Un buen ejemplo de lo que puede significar cambiar el ánimo de los santiaguinos fue una campaña publicitaria de finales de los 70 y principios de los 80, cuando en la capital habían comenzado los problemas de contaminación, con gran cantidad de comercio callejero y las multicolores micros echando humo por sus tubos de escape. Una ciudad lejana, de la cual los santiaguinos empezaron a tomar distancia. Pero el alcalde de Santiago tuvo la feliz idea de cambiar este desánimo. 'Dale en tu corazón un lugar a Santiago', fue su lema, con una pegajosa canción que llamaba a querer la ciudad 'como se quiere a un ser amado', ya que 'en el asfalto también crecen las flores' y las sonrisas 'se pintan en los balcones'. De esta forma, el león del escudo de la ciudad se salió del mismo y mostraba su 'corazón de león' a los santiaguinos. Con todo, esta reconstrucción espiritual de la ciudad también requiere de una reconstrucción física, tal como en Medellín. Y para ello, se necesita evidentemente de una planificación de la ciudad a escala humana, tal como lo proyectó el arquitecto Raúl Irarrázabal, mi padre, en su libro 'Santiago: un plan para una ciudad armoniosa', dedicado al Apóstol Santiago, con un orden que parta en la región, siga con la cuenca, la metrópoli, la comuna, el barrio, la unidad vecinal, la manzana, y finalmente el hogar familiar.

Es que si no somos acogedores en el propio hogar, poco se puede esperar de los demás y del respeto mutuo en los espacios públicos. Esa es justamente la escala humana de la planificación, que nunca ha de olvidarse.

Para ello se requiere la utilización de los instrumentos de planificación territorial debidamente coordinados por un alcalde mayor o autoridad metropolitana, que logre gestionar a escala metropolitana los temas de contaminación, áreas verdes, y valorización de residuos o disposición final por defecto. O sea, calidad de vida. Una autoridad metropolitana que no esté movida por el voluntarismo mediático, sino por el efectivo uso de los instrumentos de planificación territorial, los que bien usados pueden ser armas poderosas, en la medida que los anteproyectos sean bien evaluados a través de una efectiva evaluación ambiental estratégica.

Este instrumento, mal implementado y peor usado, debería convertirse en la exigencia última de la escala humana en la planificación territorial, en que el pilar económico esté efectivamente supeditado al pilar social, para que así la señalada planificación cumpla con los criterios de sustentabilidad, y especialmente con el más importante y primer criterio: la supremacía de la persona humana. Sólo así le daremos en nuestro corazón un lugar a Santiago. Y en el asfalto, volverán a crecer las flores.