La Tercera

Rodrigo Delaveau 158x158

Respecto de los recientes anuncios sobre el proceso constituyente, las críticas se han enfocado principalmente en la fase de educación cívica previa, y el posible riesgo de adoctrinamiento o eventual sesgo contenido en ella.

Sin embargo, poco se ha reflexionado en cuanto al sustento normativo de esta política. Ésta involucra contratación de personas, uso de recursos públicos y, ciertamente, la creación de nuevas potestades para que esos funcionarios puedan realizar su labor. Hasta ahora, la operativa de la educación cívica consta sólo en un anuncio presidencial y en una acotada glosa dentro del presupuesto de la Segpres. De llevarse a cabo, el proceso de educación cívica debiera satisfacer ciertamente criterios de objetividad y ecuanimidad, pero también cumplir con el principio de legalidad. Como señala Patricio Zapata, "no se trata de dejar contento a todo el mundo, sino de hacerlo bien" y, precisamente, ello implica utilizar el único mecanismo institucional para llevar a cabo políticas públicas que otorguen nuevas potestades a quienes desempeñan una función pública con fondos públicos: la ley.

En efecto, el desarrollo de una política de esta magnitud -como el caso de la educación cívica- debe ser materia de una ley discutida bajo los mejores estándares de transparencia, con etapas conocidas y bajo una pluralidad de miradas, proceso que no puede ser sustituido por un anuncio, un decreto, una resolución o instrucción que configure nuevos poderes públicos. Asimismo, una glosa presupuestaria difícilmente podrá abarcar los objetivos, facultades y responsabilidades propias de este proceso: la ley de presupuestos sirve para definir el cuánto de una política pública, pero no suficientemente el cómo.

El fundamento de lo anterior no es sólo de conveniencia, sino jurídico. Es la propia Constitución en su artículo 65 Nº2 la que señala que es de iniciativa presidencial de ley la creación de nuevas funciones o atribuciones de los servicios públicos y empleos rentados. En tal sentido, el Tribunal Constitucional ha afirmado que entregar a un servicio público la facultad de determinar sus atribuciones a través de una norma inferior a la ley "llevaría al absurdo de que las atribuciones de un servicio público contenidas en una norma de rango superior como es una ley, quedarían subordinadas en su eficacia a las circunstancias que determine un texto normativo de menor jerarquía" (Rol Nº 444). La regla general en nuestro sistema es que "las potestades que se confieren a los órganos públicos son materia de ley", como lo ha señalado recientemente la jurisprudencia constitucional (Rol Nº 2730).

Que las cosas se hagan por una ley dedicada especialmente al tema -y no únicamente mediante una glosa presupuestaria- no es un mero formalismo: es una garantía para las personas y para el proceso mismo. Preocupante sería que se ejecute una política nacional de esta escala sin una ley que le otorgue sustento jurídico. Si se quiere educación cívica, parece razonable cumplir entonces con el principio de legalidad de la función pública, de modo que dicho proceso satisfaga a cabalidad los estándares necesarios para su formulación.