El Mercurio 

Carlos Frontaura 96x96 2015

Señor Director:

Agradezco al rector de la Universidad Diego Portales, Carlos Peña, su última columna sobre libertad de cátedra; es un artículo que invita al diálogo sobre la misión de los universitarios y que llama la atención sobre el peligro de desnaturalizar o instrumentalizar la razón por la ideología, como ocurrió en los totalitarismos materialistas del siglo XX. Sin embargo, me parece que se equivoca al omitir toda referencia a las fronteras de esa autonomía, lo que le sirve de oportuno pretexto para anatematizar al Gran Canciller de la Universidad Católica.

El profesor Peña plantea la libertad de cátedra moderna como una inmunidad para investigar y enseñar los saberes, sin consecuencia para el profesor y sin otro norte que la simple curiosidad. Hay, por cierto, en esta visión un aspecto destacable y compartido: la libertad académica como algo no subordinado a la burocracia y las necesidades, en buenas cuentas, no servil a lo conveniente y útil. Sin embargo, ¿significa ello que esta libertad se diferenciaría de las demás por no estar ordenada a ningún fin? En suma, ¿es la libertad de cátedra sorda y cerrada en sí misma o, por el contrario, tiene un objetivo?

De la primera visión, entre otras cosas, se seguiría lo que solo se insinúa en la columna comentada, es decir, que las opiniones a las que se llega en ejercicio de dicha libertad de cátedra tendrían un valor equivalente. Pero esto no es verdad; no son igualmente válidas todas las conclusiones, y la mejor prueba es que algunas son excluidas de la enseñanza universitaria, tanto en instituciones laicistas como confesionales, estatales como privadas. Así, las respuestas pseudocientíficas, como la defensa del racismo, el terrorismo o la nigromancia no son opiniones que, por ejemplo, la Universidad Diego Portales permita en sus cátedras universitarias.

No es posible, entonces, concebir la libertad académica sin objeto y, por tanto, la pregunta de fondo que subsiste, más allá de la invocación al mantra de la autonomía, es cuál es este. Ahí parece que enfrentamos un dilema que ponía de relieve hace años Joseph Ratzinger: o la libertad académica es libertad de hacerlo todo o es libertad para abrirse a la verdad; libertad de hacer o libertad de la verdad. Si es lo primero, entonces, estamos frente a un mar sin orillas que conduce a una aporía: ¿en base a qué las universidades que esgrimen este rasgo de modernidad excluyen de su enseñanza la pseudociencia? Parece que solo podrían hacerlo por criterios de provecho o de corrección valórica o política. Sin embargo, esto es una contradicción con la libertad de cátedra que supuestamente se defiende, ya que querría decir que ella estaría subordinada a los intereses particulares de una época y, por tanto, disponible para la instrumentalización ideológica.

Desde este punto de vista, no parece haber otra posibilidad que sostener que el objeto y fin de la libertad académica es la verdad, es decir, aquella existe y está para servirla. Es en función de esta, la única que vale por sí misma, que resulta posible distinguir, incorporar y exceptuar. Con vistas a su búsqueda, proposición y defensa, la Universidad puede, legítimamente, tomar opciones y poner límites, sin quedar sometida a la arbitrariedad y discrecionalidad de sus académicos. Y esto es válido no solo para una universidad católica, sino también para una no confesional, sea ella privada o estatal.

Sin embargo, esto nos devuelve al principio del asunto: la libertad académica tiene un sentido -y las universidades han de ser libres para defenderlo incluso frente a sus propios académicos- y no solo un significado, es decir, no es un símbolo que encuentra justificación en sí mismo. O verdad o simple curiosidad, he ahí nuestro dilema.