El Mercurio

Alejandro Vergara 96 final

El más reciente intento de estatización de las aguas es el anunciado en los últimos días, que repite un proyecto de la actual Presidenta del final de su primer mandato (mensaje de 6 de enero de 2010) y de su programa de candidatura.

Lo que se propone es modificar la Constitución no solo para declarar que las aguas "son bienes nacionales de uso público", sino también para eliminar la garantía de la propiedad de los derechos de agua y, así, posibilitar amplios poderes de la administración del Estado para extinguir o caducar derechos de aguas, autorizar o denegar transferencias, y otras que se anuncian profusamente en estos días.

Dos preguntas que cabe formular: ¿es necesario estatizar las aguas? Con la estatización, ¿se solucionan los problemas de las aguas?

Declarar a las aguas como "bienes nacionales de uso público" es innecesario, pues el Código Civil y el Código de Aguas ya contienen esa declaración; y darle nivel constitucional no agrega nada. ¡Salvo que sea para justificar una estatización del modelo de las aguas y así, por ejemplo, eliminar la garantía de la propiedad de los derechos de aguas, estableciendo potestades administrativas para declarar caducidades y limitaciones por doquier, eliminando cualquier huella del mercado!

Además, si se observa la realidad, las aguas ya son bienes públicos (del pueblo), comunes de los usuarios de cada río, de cada acuífero. ¿Se ha consultado a ese pueblo usuario de las aguas si tal estatización le sirve para algo? No debe olvidarse que las aguas de cada río, de cada acuífero, solo las pueden usar quienes tienen derecho a extraerlas; y tales aguas están sujetas al reparto o autogestión colectiva de sus titulares de derechos, a través de juntas de vigilancia.

Se dice que para regular ese recurso natural es necesario declararlo previamente del dominio del Estado, pero quienes piensan así olvidan que la desestatización de los recursos naturales ha sido una consolidada tendencia legislativa en nuestro país; y el último ejemplo ha sido la Ley de Pesca, en 2012. En el caso de los peces era ridículo (pues se llegó a plantear que era necesario declararlos previamente del dominio del Estado), pero el Poder Legislativo actuó con sensatez, y simplemente reguló la pesca, sin declaración apriorística alguna de los peces como propiedad del Estado.

Si bien los problemas que hoy aquejan a las aguas no fueron todos resueltos en la reforma introducida por la Ley 20.017, de 2005, subsisten conflictos y temas pendientes, por ejemplo, en las aguas subterráneas; discrecionalidad excesiva y graves retrasos de la Dirección General de Aguas; mejorar definición de derechos de aprovechamiento no consuntivos; mejorar regulación de las organizaciones de usuarios; nuevas fuentes de aguas (recarga artificial de acuíferos y desalinización, entre otros). Para solucionarlos, basta dictar una ley adecuada a tales problemas, pero no se ve la necesidad de estatizar previamente las aguas.

Esta tendencia estatizante está mal enfocada, pues una vaga declaración constitucional por sí sola no soluciona los problemas de la gestión del agua; y la realidad muestra que las aguas, más que estatales, son bienes comunes (autogestionados por quienes las usan); y el rol de la nación no es disputar una especie de propiedad de las aguas, sino regularlas a través de decisiones legislativas adecuadas. Que la nación haga propias las aguas no tiene significado alguno; es una mera consigna.

El solo anuncio de una estatización siembra inquietud en una legislación esencial, pues el agua es insumo de relevantes actividades económicas (minería, hidroelectricidad, servicios sanitarios, agricultura, fruticultura, viticultura) y puede afectar tales regulaciones especiales.

La realidad del derecho viviente torna inútil e irreal la estatización de las aguas. ¿Cuál será el sentimiento del pueblo que las usa? Si se hace una encuesta a todos los usuarios (agricultores, fruticultores, indígenas, industriales), podrá descubrirse el verdadero sentir y se percibirá lo desajustado de querer entregar al Estado lo que el pueblo, de modo consuetudinario, siente como un bien común.

En las aguas están repartidos los poderes para el Estado, la sociedad y el mercado, y ahora se desea entregar una cuota enorme de ese poder a la burocracia estatal. Con una exacerbación de lo estatista, ¿no se irá a romper un razonable equilibrio?