El Mercurio

jose joaquin ugarte

El profesor Agustín Squella ha escrito un artículo titulado "El orgullo de ser ateo", diciéndonos que él lo es, y que piensa que podría instituirse un día "del orgullo ateo". Con el más sincero y amistoso respeto queremos hacer -para que no griten las piedras (Lucas, 19, 40)- algunas observaciones:

No podría tener sentido un orgullo del ateísmo, como no lo podría tener el orgullo de ser huérfano, o cojo, o de ser parte de un mundo sin fundamento ni fin. Porque Dios, como nos dice el profeta Baruc, es "el que cimentó la tierra para siempre y la pobló de vivientes; el que manda a la luz, que luego se pone en marcha; la llama Él y ella le obedece temblando. Los astros brillan en sus atalayas y en ello se complacen. Los llama y contestan: henos aquí. Lucen alegremente en honor del que los hizo" (3, 32-34).

Y es Él todo para los hombres. Por eso le dice el Salmista (Salmo 145) que las diversas generaciones ensalzan "la hermosura de la gloria de su majestad", y reproducen la memoria de sus inmensas bondades; que es benigno Yavé para con todos, y su misericordia está en todas sus criaturas; que "es fiel Yavé en todas sus palabras y piadoso en todas sus obras"; que "sostiene a los que caen y levanta a los humillados"; y exclama David (Salmo 103): "¡Bendice, alma mía, a Yavé, bendiga todo mi ser su santo nombre! ¡Bendice, alma mía, a Yavé, y no olvides ninguno de sus favores! Él perdona tus pecados, Él sana todas tus enfermedades. Él rescata tu vida del sepulcro y derrama sobre tu cabeza gracia y misericordia" (Salmo 103, 1-4).

Los gentiles tienen también mucho que aportar. Es así como expresa Aristóteles, preludiando los ejercicios espirituales que compondría con los siglos San Ignacio de Loyola: "Aquel modo, por consiguiente, de elección y adquisición de bienes naturales que promueva en mayor medida la contemplación de Dios (sean bienes corporales, riquezas, amigos y otros bienes) será el modo mejor y la más bella norma, y será mala, por lo mismo, la que por defecto o por exceso nos impida servir y ver a Dios" (ética Eudemia, 1249 b).

Y tenemos que la existencia de Dios se demuestra por la sola razón natural: todo ser que se mueve -o cambia- es movido por otro, y en definitiva por un motor primero o no movido: pleno, inmóvil, acto puro; y toda causa causada supone una incausada, primera, o no dependiente; todo lo que se mueve es dirigido a su fin por un ordenador, y en definitiva por un ordenador primero, que él mismo es la ley: la ley eterna; y todo ser que así como es, pudo no ser, supone un ser necesario, que no podría no ser: que no tiene ser, sino que es el mismo ser; y todo lo que es más o menos ente, verdadero o bueno, supone un máximo, que le participe el ser, verdad y bien que él es en sí. Están estas cinco vías o pruebas de Santo Tomás en Platón, Aristóteles, Maimónides, etcétera, y en los Doctores cristianos; y en el fondo son una estilización técnica del sentido común: todo el mundo sabe que hay Dios.

La divinidad de Cristo, en cambio, requiere del don de la fe: no se demuestra por la sola razón natural; pero los motivos racionales de credibilidad preparan el camino a la aceptación de la fe y llevan como de la mano a ella: la absoluta congruencia entre lo que Cristo dijo y lo que hizo, y la total santidad de la vida, que son cosas sobrehumanas -bien lo sabemos todos-; el que se atreviera a decir -lo que nadie ha hecho- "Yo soy el camino, la verdad y la vida"; "Yo soy la luz del mundo"; "El que no está conmigo está contra Mí"; la sabiduría sobrehumana de su doctrina: ¿qué hombre habría acertado a decir: "bienaventurados los pobres, los que sufren, los limpios de corazón"?; la santificación operada en muchos; y en las costumbres e instituciones; la división de la historia en antes de Cristo y después de Cristo; el cumplimiento de las profecías de muchos siglos antes que trae la Biblia, relativas a su nacimiento de una Virgen, a su mansedumbre, a su sanación de las dolencias y anuncio del derecho a las naciones; a su pasión, muerte y resurrección; e incluso el cumplimiento de las profecías de los gentiles, como la de la Sibila de Cumas a que se refiere Virgilio en su Égloga 4a , donde dice, pocos años antes del nacimiento de Cristo, que bajará del cielo un niño hijo de Dios, a restablecer la edad de oro, y a gobernar el mundo con los poderes de su Padre; y añade: "Nace el gran orden de la totalidad de los siglos... Si quedan en alguna parte vestigios de nuestra maldad, perpetuamente abolidos librarán del miedo al mundo..."

Resulta, pues, intelectualmente inconcebible, el orgullo de ser ateo, y hay por donde creer, no solo que Dios existe, sino que se ha hecho hombre en Cristo, presentado como Hijo de Dios al mundo por el Padre y el Espíritu Santo al momento de su bautismo en el Jordán, y que nos ha traído la buena nueva del perdón de los pecados por Dios, el que nos obtuvo mediante su sacrificio en la Cruz.