EL Mercurio

Se lee en Mateo 1-12 que Jesús nació en Belén, un pueblo de la región de Judea, en el tiempo en que Herodes era rey del país. Llegaron por entonces a Jerusalén unos sabios de Oriente que se dedicaban al estudio de las estrellas, y preguntaron por el rey de los judíos que había, según ellos, nacido, asegurando que vieron su estrella en el oriente y han venido a adorarle. Los sacerdotes y maestros de la ley respondieron: en Belén de Judea, porque así lo escribió el profeta. Con esta indicación, los sabios se fueron. Y la estrella que habían visto salir iba delante de ellos, hasta que por fin se detuvo sobre el lugar donde se hallaba el niño. Al ver la estrella, los sabios se llenaron de alegría. Luego entraron en la casa y vieron al niño con María, su madre. Y arrodillándose, lo adoraron. Abrieron sus cofres y le ofrecieron oro, incienso y mirra.

Se dice que la costumbre de regalar en Navidad no es una tradición cristiana, sino que sus orígenes se encontrarían en antiguos ritos de acción de gracias por el solsticio de invierno. Sin perjuicio de esta cuestión histórica, lo cierto es que las ofrendas de oro, incienso y mirra en señal de adoración que narra el evangelista son en principio coherentes con una costumbre donde la gente expresa su alegría por el nacimiento del Salvador a través de una forma exterior, corpórea y material que identificamos con un presente.

¿Qué significa, sin embargo, este regalo, en su sentido más profundo? Se trata de algo que se pone a disposición de Dios, no de los hombres. Regalar a los otros -parientes, cónyuges, amigos- es una manifestación de alegría que desborda del alma por la buena noticia, por la entrada de Dios en la historia, y el comienzo, con ella, de la historia de la salvación. Es la alegría profundamente sobrenatural del Dios encarnado, y, al mismo tiempo, profundamente natural del Dios hecho niño, accesible, frágil, objeto de ternura, capaz de alcanzar lo mejor del corazón humano.

La idea del regalo, bien mirada, tiene una profunda dimensión teológica, en la que la naturaleza corpórea de la imagen frecuente y cotidiana queda subsumida en otra de infinita mayor densidad. Regalar es un acto de amor, cuando se hace de manera recta, y no solo por cumplir con una obligación exterior a la voluntad, o por razón de mera conveniencia. El regalo busca expresar o manifestar el amor del corazón, la inclinación de la voluntad, la dirección del alma hacia un cierto bien. Mientras más se ama a aquel que nos inspira regalar, más espléndido será el presente.

Pero nada hay más amable que Dios, ni más perfecto, ni más afectuoso en su infinita humildad de hacerse niño para nosotros. Es por esto que el verdadero regalo para Él es nuestra propia vida; el esfuerzo por ir borrando, paso a paso, lentamente, con voluntad renovada cada día, las brechas, las fisuras, los espacios que nos impiden ser otros Cristos en la tierra, dar testimonio con nuestros actos y nuestras palabras, aceptar el martirio si la Providencia nos lleva ante él, alcanzar la perfecta imitatio , formando cada hora, cada día, cada semana, un tapiz de fidelidades tejidas con esfuerzo, con sangre, con desvelos.

Cada Navidad es, pues, ocasión para renovar este regalo. No importa cuánto tengamos para dar, lo importante, lo verdaderamente importante, no es lo espléndido de la obra -eso se lo dejamos a Dios, que opera en nosotros desde que somos concebidos-, sino la voluntad, a veces heroica, por poner a sus pies todo lo que somos en realidad, en el fondo de nosotros mismos, todo lo que podemos ofrecer, hasta la última gota de sangre, hasta el último pensamiento, siempre hasta el último esfuerzo.

No hay mayor regalo, ni hay tampoco mayor recompensa. Feliz Navidad a todos.