El Mercurio

La existencia de un "nuevo" ciudadano se ha hecho frecuente en el discurso público de los últimos años. Se trata de una concepción que pretende superar aquella idea de ciudadanía asociada a un mero estatus de derechos conferido por el Estado y que se traducía en que, cada cierto tiempo, quienes reunían las calidades exigidas por la Constitución podían ejercer el derecho de sufragio, ya sea para elegir representantes o para expresar una opinión sobre un asunto de interés público.

Hoy se habla, en cambio, de un ciudadano "empoderado", esto es, con poder suficiente para decidir su propio destino. Desde este punto de vista, autores como Anthony Giddens nos indican que el ciudadano actual es un verdadero " partner " del Estado, un coadyuvante de la autoridad en un mundo en el cual, por lo demás, el valor de la solidaridad parece haberse debilitado. En otros términos, el nuevo ciudadano pasa a ser un coagente, un corresponsable de los asuntos públicos.

Nadie podría discutir el atractivo intelectual de las ideas reseñadas, aun cuando no se reconozca que ellas envuelven una profunda crítica a la democracia representativa, al menos en la forma en que la hemos conocido, lo que, sin duda, podría motivar un análisis distinto al que pretenden estas líneas.

La pregunta que hoy queremos formularnos es cómo puede aplicarse esta nueva concepción de la ciudadanía en la actividad jurisdiccional. Sobre todo, ante la realidad del proceso como vía o camino de solución de los conflictos de relevancia jurídica que impide abrirlo -en principio- a quienes no tengan un interés directo en la pretensión que le ha dado origen. Desde el punto de vista estrictamente procesal, estamos ajenos aún a una concepción del proceso abierto a la participación de quienes no revistan la calidad de partes en sentido estricto.

Probablemente la conclusión que precede sea del todo válida para la mayoría de los procesos jurisdiccionales que se ventilan ante los tribunales ordinarios o especiales que integran el Poder Judicial. Ello, en razón de que los conflictos de que ellos conocen suelen estar asociados a intereses particulares o subjetivos.

En el caso de los procesos constitucionales, existe una mirada diferente. Precisamente la circunstancia de que, en ellos, esté comprometida la plena vigencia del principio de supremacía constitucional permite concluir que los conflictos de esta naturaleza no solo envuelven el interés subjetivo de quien estima vulnerado un derecho fundamental, sino que, además, se encuentra presente la necesidad de restablecer la integridad del ordenamiento jurídico que se presenta lesionada desde su misma cúspide. De allí que pueda sostenerse que todos los conflictos constitucionales, de una u otra forma, comprometen el interés público. Ello, si partimos de la base de que a nadie le resulta indiferente vivir en un Estado de Derecho, garantizado por la Constitución, o en un estado de incertidumbre en que pueda imperar la ley del más fuerte.

Desde esta perspectiva, el ciudadano no permanece indiferente ante los procesos constitucionales, ya sea porque abriga la legítima expectativa de que sus derechos sean amparados, o porque la naturaleza de lo que se discute impactará significativamente en el curso de ciertas políticas públicas que le atañen en forma directa y lo afectan en su cotidianidad.

Es en esta lógica en que deben apreciarse las audiencias públicas que nuestro Tribunal Constitucional ha convocado en procesos en que se discute la constitucionalidad de normas que inciden en temas valóricos, como la píldora del día después, o económico-sociales, como las alzas de precios de los planes privados de salud o las cuotas de pesca. En cada una de esas oportunidades, organizaciones y entidades representativas de los intereses involucrados han podido efectuar sus planteamientos, ante nuestra magistratura, ya sea en forma oral o escrita, contribuyendo a ilustrar la decisión del Tribunal y, particularmente, a evaluar los efectos de una eventual declaración de inconstitucionalidad.

En consecuencia, más allá de la intervención de las partes o de los órganos constitucionalmente interesados, por tratarse de los colegisladores, la sociedad civil interviene en los aludidos procesos entregando una mirada que puede no ser estrictamente jurídica, pero que, sin duda, incide en la decisión final que se adopta. En el caso del proceso de inconstitucionalidad desarrollado en estos últimos días, sobre el proyecto de Ley de Televisión Digital, la audiencia pública convocada especialmente al efecto permitió conocer la opinión y puntos de vista de 17 diferentes organizaciones de la sociedad civil.

Creemos, firmemente, que esta modalidad de participación, que se ha venido aplicando por el Tribunal Constitucional a partir del año 2008, contribuye a acercar a los tribunales a la ciudadanía, pero no a un ciudadano que ejerce esporádicamente el derecho de sufragio -cuyo valor democrático no está en discusión-, sino que a un ciudadano comprometido con el curso de los asuntos públicos y, en definitiva, de su propio destino. He aquí, sin duda, una ecuación interesante entre ciudadanía y tribunales que puede contribuir a fortalecer la textura y calidad de nuestra vida democrática.