El Mercurio Legal

enrique alcalde

Con fecha 29 de octubre recién pasado, y a propósito del "caso Cascadas", la SVS puso a disposición, para comentarios del mercado, una propuesta que regula el actuar de los corredores de bolsa, agentes de valores y corredores de la Bolsa de Productos respecto a su relación con clientes. Dicha propuesta —según ella misma expresa— busca elevar los estándares en aspectos referidos a conflictos de interés, perfil del inversionista y registro de operaciones.

Para los señalados efectos, y entre otras cosas, la norma en consulta incorpora la exigencia de que en el contrato celebrado por las partes se establezca la obligación del intermediario de actuar siempre en el mejor interés del cliente y de comunicarle oportunamente cualquier conflicto de interés que pueda surgir en su relación comercial.

Mucho antes de que Jensen y Meckling formularan su teoría respecto de los problemas de agencia, este tipo de relaciones fiduciarias ya se concebía como un concepto general aplicable no sólo cuando una persona (el "principal") encarga a otra ("el agente") hacer alguna cosa por su cuenta (v.gr a través de un mandato), sino siempre que en una relación voluntaria entre dos sujetos uno de ellos puede afectar con su comportamiento a la esfera del otro (sin el consentimiento de éste respecto de la acción concreta y todas sus variantes).

El deber de diligencia y el deber de lealtad constituyen los deberes fiduciarios generales de quienes gestionan un patrimonio ajeno (cuyo es el caso, p. ej. de un tutor, curador, mandatario, director o gerente de una sociedad o corredor de bolsa), los cuales, partiendo del denominador común del deber de fidelidad, expresan la diversidad tipológica de los potenciales conflictos de intereses que pueden afectarles.

La natural e inevitable indeterminación ex ante del contenido —preciso y completo— de la prestación impuesta por los deberes fiduciarios permite que éstos actúen como cláusulas generales de resolución de las diversas clases de colisión de intereses susceptibles de incluirse en el patrón de conducta que cada uno de ellos exige observar, comprendiendo en ellos todas aquellas situaciones de conflicto que, aunque no contempladas expresamente, pueden constituir una hipótesis concreta de infracción de los mismos.

Para el caso que se comenta, especial relevancia adquiere el "deber de lealtad", el cual, dicho de un modo simple, supone que en aquellos casos en que de cualquier forma surja un conflicto entre los intereses personales del "agente" y los del "principal", el primero debe decidirse por los intereses del segundo, anteponiéndolos a los suyos propios o a los de personas relacionadas.

Lo anterior —y a diferencia de lo que pareciere entender la SVS— se colige claramente sin necesidad de incorporar ninguna estipulación especial en el pertinente contrato. En otras palabras, con su propuesta el ente regulador olvida que toda convención obliga no sólo a lo que en ésta se expresa, sino que a todas las cosas que por su naturaleza se entienden pertenecer a las obligaciones de ella emanadas (art. 1546 del Cº Civil).

En este orden de ideas, la jurisprudencia norteamericana, en uno de sus más notables fallos (Guth v. Loft, 1939), manifestó que un principio que viene existiendo a lo largo de los años, que deriva de un profundo conocimiento de las caracteres humanos y sus motivos, ha establecido la regla que exige a los administradores, de forma perentoria e inexorable, la más meticulosa observancia de su deber, no sólo de un modo positivo protegiendo los intereses puestos a su cargo, sino también absteniéndose de realizar actos que podrían causarles un perjuicio o privarlos de un beneficio.

En el contexto de que tratamos, nadie podría discutir —aún en ausencia de una cláusula especial que lo impida— que el "agente" no puede apropiarse, para sí o para sus personas relacionadas, de oportunidades de negocio que interesan al "principal". Este supuesto, por lo demás, constituye el caso típico que abordan las disposiciones legales que tratan sobre conflictos de interés. Así, por ejemplo, lo establecen de un modo perentorio y preciso las normas previstas en materia de tutelas y curatelas, en relación con el contrato de mandato, y la regulación relativa a la sociedad colectiva y anónima, por citar solo algunos casos. Resulta igualmente indubitado que tales preceptos no son sino una aplicación de principios generales de derecho y que, además, dan cuenta del espíritu general de la legislación en este ámbito (art. 24 del Cº Civil)

Como quiera que sea —ora se recurra a la particular naturaleza de esta relación contractual o a la analogía con los preceptos legales consagrados en la regulación del mandato, las guardas o la sociedad, ora echando mano a los principios jurídicos envueltos en tal normativa y en la estructura misma de los deberes fiduciarios— una exigencia como aquella que la SVS pretende se explicite ahora en los contratos entre un corredor de bolsa y sus clientes, a fuerza de resultar tan evidentemente innecesaria, se exhibe a todas luces como una norma francamente absurda.