El Mercurio

joseluis cea96x96

La política es arte por la imaginación que requiere y la belleza que singulariza a la autoridad que gobierna con visión y pacíficamente, respetando la libertad e igualdad, sin violencia y dialogando para resolver los problemas de la convivencia. La política es, además, una ciencia que estudia los hechos políticos y los evalúa desde la cima de algún paradigma o modelo de comportamiento metapositivo. Por último, la política es técnica, aplicada para gobernar contribuyendo así a la concreción del bien común, con acierto y eficazmente.

En los tres ámbitos enunciados, la política es inseparable de la ética, disciplina que traza las reglas que habilitan a los gobernantes y a los ciudadanos para discernir entre lo justo y lo injusto; lo correcto, conveniente o necesario y sus términos opuestos. Ella exige responsabilidad por la prefiguración de las consecuencias del obrar apasionado y sin talento, inflexible y cerrado a aceptar las ideas ajenas. La política no es fanatismo ni tema de sectarios, porque supone la disposición a encontrar razón en argumentaciones extrañas y la voluntad dispuesta a los compromisos y a precaver el quiebre democrático, con el atropello inevitable que ello tiene para la dignidad humana y los derechos que fluyen en ella.

Por más de dos milenios, la política fue, y debe seguir siendo, un concepto normativo, practicado por sujetos comprometidos, alternativamente como gobernantes y gobernados, con la vida buena en su ciudad y país. Son los ciudadanos, sujetos solidarios con el desarrollo humano de su comunidad, practicantes de la amistad cívica, resueltos a ejercer magistraturas abnegadamente y a cumplir las obligaciones que impone la sociedad de la cual reciben tantos beneficios. Con la entronización del sufragio universal, todos los ciudadanos, varones y mujeres, sin marginación o discriminación alguna, se hallan obligados a cuidar tal convivencia civilizada.

De lo escrito puede desprenderse que deben ser excluidas de la política las patologías que la desnaturalizan, tergiversan o apartan de sus fines y medios legítimos. Trátase de fenómenos como el caudillismo sin liderazgo encuadrado en instituciones; el clientelismo, la demagogia o el populismo cobijados en la credibilidad de masas con nivel insuficiente de cultura cívica; el secretismo u ocultamiento de información a la opinión pública disimulando los hechos, e igualmente simulándolos, pues, de ser conocidos, causarían escándalo. Son patologías, análogamente, la corrupción y la violencia en las palabras y en las manos, expresivas de odio y resentimiento que se manifiesta en desmanes callejeros, vandalismo, saqueo y terrorismo. Lo es la extorsión a la autoridad imputándole autoría o complicidad por cuanto ocurra con activistas que arriesgan la vida para satisfacer su exhibición ante los medios de comunicación. En fin, pugna con la política el ideologismo que simplifica los acontecimientos o que pretende cambiar los hechos históricos y el porvenir con base en cosmovisiones inductivas a los peores desencuentros.

Ahora que se advierte en Chile la reaparición de viejas patologías o la proliferación de otras de sello posmoderno, se torna apremiante educar, desde la infancia y más arriba, sistemáticamente, para erradicarlas de nuestra cultura. Tal formación cívica tiene que centrarse en infundir valores como el esfuerzo, la constancia y la disciplina; la solidaridad, la tolerancia, el respeto y el espíritu de compromiso para forjar consensos; el tesón y el rigor en el trabajo bien hecho. Inculcar valores es formar ciudadanos conscientes de sus derechos y resueltos a defenderlos, pero también de sus deberes, con espíritu de servicio abnegado y no movido por recompensas ni oportunismo. Educar ciudadanos es interesarlos en la cooperación para el bien común. En fin, el ciudadano nunca fue, ni puede ser, identificado con el individualismo.

Esa educación ciudadana alcanza a las generaciones más diversas, buscando el entendimiento para obras comunes. Es un esfuerzo difícil de culminar con éxito, por la incomunicación intergeneracional que nos aqueja, la tensión que se advierte en la socialización de personas con perspectivas valóricas contrapuestas, o sin axiología alguna, o la tendencia de alguna pedagogía a la lenidad e indiferencia para requerir disciplina y sacrificio a los discípulos, presumiendo que hacerlo es condicionar su desenvolvimiento libre.

Sin memoria no existe pretérito, comprensión del presente ni percepción del futuro. Los tres tiempos del verbo tienen que marcar la identificación de los chilenos con la república y la patria que es nuestra. Para reafirmar ese ethos recordemos que varias generaciones sufrieron, más de cuarenta años atrás, el proceso demostrativo del cierre de la vía pacífica para abrir cauce a la violencia. No fue fracaso de la política, desplazada por las patologías ya aludidas que culminaron en la destrucción cruenta de la democracia en Chile y de la reconciliación incompleta que todavía nos aqueja. Otra generación pasó sin saber cuánto demanda la conservación y progreso de esa especie única de régimen político legítimo; y una tercera generación ha sido penetrada, en medida considerable, por el individualismo consumista, el egoísmo, la indolencia y la indiferencia, la relativización o rechazo de los valores y otras claves decisivas para salvar, en conjunto líderes y ciudadanía, las encrucijadas ineludibles que toda nación enfrenta.

La educación de ciudadanos debe infundir respeto por las instituciones políticas, apreciables atendido el rol de cambio organizado que cumplen y a raíz de ser fácil debilitarlas, pero muy difícil forjarlas como entidades perdurables, generación tras generación. Sin ellas, o con instituciones frágiles, resulta imposible el desarrollo humano en orden y paz, con aprecio del derecho y de las normas elementales de convivencia.

Hallamos razón a la mayoría de las demandas articuladas en las manifestaciones de las muchedumbres en calles, plazas y carreteras. Confiamos, sin embargo, que esté abriéndose el espacio en las instituciones políticas, incluidos los partidos, para integrar las redes sociales a la tradición constitucional de nuestra república bicentenaria. Será, sin duda, el triunfo de la política y de los que creen en ella.