La Tercera
SE HABLA mucho del impacto que está teniendo en el clima de inversiones la implementación de la consulta indígena del Convenio 169 de la OIT. Poco se dice, en cambio, de las implicancias que tiene la consulta para los propios pueblos indígenas, o del rol que aquella cumple en el desafío más amplio de generar una institucionalidad inclusiva.
Lo primero es entender que la consulta es parte del esfuerzo del Convenio 169 por garantizar y promover una activa participación indígena en todos los ámbitos. Desde esta perspectiva, la consulta busca asegurar la igualdad ante la ley y que los pueblos indígenas puedan influir en las decisiones que los afectan y así promover un desarrollo que considere sus prioridades e intereses.
Lamentablemente, no son pocos los que (en ambos lados de la mesa) interpretan la consulta indígena como una herramienta para obstaculizar las decisiones de la autoridad. Nada más lejos del espíritu del Convenio 169. El desafío para todos los actores involucrados es defender la consulta como lo que es: una herramienta de participación que debe contribuir a la paz y a la cooperación, no al conflicto.
El Convenio 169 exige que la consulta esté inspirada en la buena fe. Se suele enfatizar la buena fe con que debe actuar la autoridad. Pero ésta de nada serviría si no va acompañada también de buena fe por parte de los pueblos indígenas. Sería un contrasentido que el esfuerzo de la autoridad por generar instancias de participación y consulta tenga como respuesta una falta de compromiso de los pueblos indígenas por participar en dichas instancias.
Otra cuestión sensible es la representatividad. El Convenio establece que la consulta debe hacerse a las "instituciones representativas" de los pueblos indígenas. ¿Cuáles? Las que los propios pueblos indígenas designen como tales. El desafío, entonces, es doble. Por un lado, la autoridad debe garantizar que los procesos de consulta están abiertos a la participación de todas las organizaciones, sin excepción. Pero igual o más importante es que los pueblos indígenas participen a través de interlocutores validados que representan las sensibilidades de todos sus miembros y no sólo de una elite de dirigentes con más o menos sintonía con sus bases.
Es comprensible que algunas organizaciones indígenas miren con desconfianza los esfuerzos de la autoridad por reglamentar la consulta indígena. Existen y siempre existirán legítimas diferencias sobre cuál es la forma más adecuada de implementarla. La OIT no establece un modelo único para ello, sino ciertos estándares que deben observarse. Pero, además, el Convenio 169 permite a los países implementar sus disposiciones -entre ellas la consulta- de acuerdo a las particulares realidades de cada uno. Por tanto, la consulta indígena puede y debe ser armonizada con nuestro sistema jurídico, y ello no tiene por qué implicar -como algunos pretenden- una violación de los derechos indígenas.
Por último, la consulta debe ser parte de un esfuerzo más amplio para generar una institucionalidad acorde con la importancia que tiene este tema para el futuro de Chile. Aquí las deficiencias son graves: ni los pueblos indígenas ni el Estado cuentan con instituciones que permitan el diálogo maduro y de alto nivel que se requiere. Sobre esto existe consenso, y sólo falta confluir a un acuerdo entre todos respecto de la forma más idónea para hacerlo.