Qué Pasa
"Cuando estaba en la mitad de la carrera, empecé a sentir que chocaba con todo. Me pasaba con demasiada frecuencia que me daban la mano o me ofrecían un chocolate y yo no lo veía. Era más lenta que los demás para leer. Si se cortaba la luz, todos podían poner una vela y seguir. Yo necesitaba como diez velas alrededor. Entonces dije: 'Esto no es normal'. Eso fue en tercer año de universidad.
Más tarde di el examen de grado y me fui a Iquique a ver a una amiga. Fue ahí cuando me di cuenta de todo. Sentí el impacto de mirar el mar y no ver las olas, de mirar los árboles y no ver las hojas. Veía manchones. A la vuelta empecé a visitar a muchos oftalmólogos.
Mis papás no fueron a la universidad. Mi mamá era profesora básica y mi papá tenía una librería pequeña. Yo era la mayor de tres hermanos. Estudié en una escuela pública, en calle Huérfanos, de hecho, siempre viví en Santiago Centro. Nunca viajé.
Siempre pensé en ser abogada, así es que en cuarto medio no tuve ninguna duda: mis postulaciones eran Derecho, Derecho y Derecho.
Entré a estudiar en la Universidad Católica. Me pareció que era una carrera de alta exigencia, pero igual sentía que era un mundo atractivo. Me iba bien en los distintos ramos, pero derecho público me encantaba y el derecho internacional público era lo mejor.
Decidí ir sola al oftalmólogo, como niña independiente que era. Me mandaron a hacerme exámenes, y cuando llegué a buscarlos me di cuenta que era algo bastante serio. Partí con los exámenes donde una doctora. Ella me contó que tenía una enfermedad progresiva e incurable de la visión. Me explicó que se caracterizaba por el estrechamiento del campo visual y por la falta de adaptabilidad a la luz y la sombra. Era retinitis pigmentosa. Para mí fue impactante, muy impactante, aunque al principio no imaginé que iba a llegar a la ceguera.
En mi examen de grado me saqué un siete, con distinción máxima. Luego vino la práctica, en la Corporación de Asistencia Judicial en el área civil, en la sede central. Me casé y entré a hacer un magíster en Ciencias Políticas en la UC. Estaba cursando el magíster cuando con mi marido nos enteramos, por una revista, que había una cirugía experimental en Cuba. Esa operación sólo podía detener el daño que tenía, pero por mi personalidad pensé que era imposible no dar el salto a la piscina.
Yo asumía que veía el 50% que los demás. En Cuba me dijeron que veía el 0,05%. Ahí se cayó el telón. Pensé: 'Esto no puede ser, soy legalmente ciega'. Fue difícil. Tuve una sensación de fragilidad.
Tengo muy grabada la carita de mi primera hija, Javiera. La vi cuando nació y la compuse por partes. Pero poco a poco esa imagen se diluyó. Ahí empezó mi duelo. Entonces bajaron mis defensas. Sentía ganas de tener los ojos cerrados todo el tiempo. No quería abrirlos porque eso significaba enfrentar una realidad que me iba a acompañar hasta el último día de mi vida. No podía conversar. Era tan doloroso, si hablaba era seguro que terminaría llorando y no quería pasar por esa situación. Sé que estaba delgada, bien delgada. Me costaba hasta respirar.
Todo se trataba de subsistir. Cada día que pasaba tenía que interpretarlo como un día a favor mío. Creía que la única forma que tenía de sobrevivir era ser amiga de la ceguera. Todos estos pensamientos los tenía intelectualizados, pero no los sentía en mi corazón.
En algún momento creí que yo iba a pasar la vida resistiendo. Pero no fue así.
El encuentro de una causa
No quería que mis seres queridos sufrieran por verme mal. Yo me trataba de superar. Por eso trabajé siempre. Ningún día dejé de trabajar. Primero en la Corporación de Asistencia Judicial. Luego en mi oficina, con el mismo socio que tengo hasta hoy.
Después llegó el momento de tomar decisiones. Una de ellas fue convertir mi estudio en uno enfocado en los temas de derechos humanos de sectores vulnerables de la población. Me dije: 'Ahí estará mi contribución'.
Paulatinamente me involucré con el tema de la discapacidad. Comencé a estudiar, a escribir papers y luego a dar conferencias. De a poco empezaron a conocerme e invitarme a charlas.
Primero fui a Uruguay, a una reunión de la Unión Mundial de Ciegos. Luego comenzó una cosa progresiva. En 1999 me dieron el premio Estrella de la Esperanza Latinoamericana en Colombia, y en el 2001 me invitaron a México, para hacer un primerísimo borrador de la Convención Internacional sobre Derechos de las Personas con Discapacidad. Había expertos de todo el mundo, de universidades, de la Unesco y yo.
A la ONU llegué el año 2002. Había seguido de cerca el proceso de formación de la convención y de a poco fui ofreciendo mi experticia. Yo sabía la importancia que tenía este tema. En 2006, la convención fue aprobada. Eso fue un verdadero carnaval. Algo maravilloso. Había sido tan duro sacarla adelante, que luego fue muy satisfactorio ver que podía ayudar a cerca de 1.000 millones de personas en el mundo. Yo vi en el texto plasmadas mis ideas. Se habían recogido mis propuestas. ¡Fue todo tan simbólico! Cuando estudiaba derecho internacional público, yo jamás imaginé que iba a ser un actor en un proceso de elaboración de una fuente del derecho, como es un tratado internacional.
En 2008, la convención entró en vigor y en ese momento había que presentar candidatos para formar el Comité de Expertos. El Estado de Chile me presentó como candidata. Apenas tuve una semana para hacer campaña y era todo muy incierto. Cuando se produjo la votación, ¡yo fui uno de los 12 expertos elegidos con mayoría absoluta!
En la elección del comité, en septiembre de 2012, salí reelecta. Éste genera sus propios representantes y ellos me eligieron a mí como presidenta. Yo sabía que había trabajado mucho en este proceso, pero para mí fue bien sorprendente y emocionante haber sido elegida presidenta del Comité de Expertos, porque todos los demás miembros tienen conocimiento y capacidades. En ese momento no lloré; sonreí. He sido risueña toda la vida.
La importancia de esta labor es el cambio del modelo médico asistencial que existe para las personas con discapacidad hacia uno orientado en los derechos humanos. Hoy la humanidad ha evolucionado mucho en los derechos civiles y políticos, pero en el caso de las personas con discapacidad eso no es así. Todavía hay terreno por caminar.
En la mayoría de las legislaciones del mundo esto, que parece tan obvio, no es evidente para las personas con discapacidad. En muchos casos se los declara interdictos, hay casos en los que las personas con discapacidad no pueden celebrar actos ni contratos, no pueden casarse, formar una familia o no tienen derecho a dar su opinión respecto de una cirugía que se les realiza sin su consentimiento. Hay un ámbito de los derechos humanos enorme.
El comité es un agente poderoso para la visibilización de este tema. Yo ahora viajo dos veces al año a Ginebra, y además voy a Nueva York. Mi labor como presidenta consiste en guiar la cohesión de este grupo de expertos. También trato de usar mis claves en la cohesión del grupo, trato de entender los códigos interculturales que implican la diversidad geográfica y el respeto. Creo que quien trabaja en derechos humanos tiene que ser siempre tremendamente respetuoso de los demás".