El Mercurio
La prensa seria ha realizado un trabajo informativo de gran calidad, desde el mismo día 11 de febrero, cuando Benedicto XVI anunció su renuncia y fijó el 28 de febrero como inicio del período de Sede Vacante.
Algunas informaciones sensacionalistas y falsas han sido una excepción minúscula a esa sólida reseña periodística de los hechos básicos: la renuncia y sus remotos precedentes históricos (el más famoso, el de san Celestino V, a fines del siglo XIII); los cardenales y sus funciones de deliberar sobre los desafíos de la Iglesia y el perfil del futuro Papa, y de elegirlo luego de un discernimiento espiritual; los nombres y edades de todos ellos, y las principales cualidades de los mejor conocidos, entre los cuales suelen mencionarse los papables Scola, Ravasi, Ouellet, O'Malley, Ranjith, Braz de Aviz, Turkson, Burke, Scherer, Dolar', Erdó, Tagle; el procedimiento canónico —votaciones secretas en un ambiente de oración y de diálogo—; la obligación de secreto, reforzada por penas de excomunión latae sententiae (i.e., automática), etcétera.
Las opiniones de los no creyentes y de los católicos de las más diversas sensibilidades —desde esos teólogos disidentes, que no podían disimular su soterrada alegría por la renuncia, hasta los fieles que manifestaron su tristeza y su respetuoso y filial agradecimiento al Papa Benedicto XVI— también se han mantenido, en general, dentro de un clima de respeto y de legítima variedad de apreciaciones.
La actitud tradicional de un católico, en estos momentos, consiste en apoyar a los cardenales con la oración y la penitencia, en silencio. Sin embargo, me permito aportar un enfoque complementario.
Algunos presentan a los cardenales divididos en bandos de carácter más o menos ideológico o político. Esta posibilidad se ha dado en la historia, en distintas ocasiones —cardenales de diversas lealtades nacionales o de divergencias teológicas profundas—, pero ahora es casi unánime el testimonio de unidad espiritual y de profunda experiencia de fraternidad entre todos ellos.
Naturalmente, habrá algunos más dotados que otros: más valientes, más profundos en su teología, más carismáticos, más prudentes, más inteligentes, más virtudsos; pero se ha visto —por sus escritos y entrevistas recientes— que comparten un alto grado de espiritualidad personal, de consenso doctrinal en fiel adhesión al Magisterio católico y de preocupación por los problemas obvios que atraviesa la Iglesia, sumida en la crisis doctrinal, litúrgica, moral y disciplinar más profunda, grave y compleja de todos los tiempos.
Piénsese que nunca antes había habido sacerdotes y religiosos que difundieran al mismo tiempo todas las herejías acumuladas durante dos milenos: que contradijeran la fe en la Santísima Trinidad, en la divinidad de Jesucristo, en la inmortalidad del alma, en la esencia de los Sacramentos, en la presencia corporal de Cristo en la Eucaristía, en la necesidad de la Iglesia y de Cristo como único Mediador para la salvación eterna; o que se rebelaran contra la ética matrimonial más elemental; o que confundieran el reinado de Cristo con una determinada ideología política; o que convirtieran la Sagrada Liturgia en un adefesio arbitrariamente manipulable, contra lo que han luchado Juan Pablo II y Benedicto XVI denodadamente.
La crisis actual, de la que con tanta claridad ha hablado Benedicto XVI en su última reunión con el clero romano, es lo que espera al nuevo Papa. Frente a ella, los temas más mencionados por los vaticanistas, como la reforma de la Curia romana y el perfil del Papa, son los menos importantes, aunque sean instrumentalmente necesarios. Lo que me parece motivo de oración y de sacrificio por el nuevo Papa es que tendrá que seguir la tarea purificadora de Benedicto XVI y enfrentar el conflicto soterrado con esa especie de Iglesia paralela que se ha instalado en tantos lugares bajo el alero de un falso Concilio Vaticano II construido artificialmente por cierta propaganda.
Nada tiene de extraño que ninguno de los cardenales quiera ser elegido: les aterra la perspectiva, en palabras del cardenal Sean O'Malley. Yo desearía que fuera elegido alguien tan valiente y que tanto se aterrara ante el cargo como este capuchino. Son muchos los que tienen ese perfil. Como para escoger por sorteo, como a San Matías.
Y al Papa que sea —italiano, americano, africano, asiático o indio; con barba o sin ella—, a ese lo obedeceremos y lo querremos con toda el alma.