La Tercera
En octubre de 2013 se cumplirán 20 años desde la entrada en vigencia de la Ley Indígena. A la hora de los balances, la mirada se dirige inevitablemente a la IX Región. La Araucanía tiene una situación única. Concentra el 25% de la población indígena del país, que a su vez representa casi un tercio de la población regional. Esa cualidad, sumada a la riqueza de sus recursos naturales y belleza de su entorno, la transforman en una región con un gran potencial.
A principios de los 90, Temuco era una de las ciudades más pujantes de Chile. Desafortunadamente, hoy no podemos decir lo mismo. La Encuesta Casen de 2011 muestra una disminución importante en la tasa de pobreza de la región, pero sigue siendo la más pobre de Chile. Si bien no se conocen estudios que demuestren una correlación directa con la Ley Indígena, el retraso que sufre hoy la región debe, al menos, motivar una reflexión sobre las implicancias que han tenido las políticas impulsadas por dicha ley.
Lo primero que salta a la vista es el grave deterioro en la convivencia. La situación de violencia que afecta a La Araucanía se arrastra desde hace ya 15 años. Se han intentado distintas soluciones sin éxito, pasando por fórmulas asistencialistas, entrega de "tierras por paz", promesas de mano dura y variadas instancias de diálogo. En este escenario, la tendencia natural es privilegiar el manejo de la difícil coyuntura en desmedro de una mirada de largo plazo.
Si bien no hay recetas, es claro que existen ciertas condiciones de base, en ausencia de las cuales cualquier esfuerzo será infructuoso. Una de ellas es la institucionalidad, como condición necesaria para un diálogo fructífero. Existe consenso político respecto a la precariedad que se observa en esta materia. Por el lado del Estado, se requiere un servicio público eficiente (que reemplace a la Conadi) y una secretaría política de alto nivel que elabore y coordine la política pública. Por el lado de los pueblos indígenas, se requiere un ente que los represente a nivel nacional y que esté legitimado por ellos mismos. Otra condición de base es la administración prudente de los mecanismos de entrega de tierras, y en particular la llamada compra directa de predios. Es indispensable asegurar que este proceso no implique incentivos perversos a la violencia o especulación, así como evitar que las presiones por la ejecución presupuestaria nublen la vista.
En este contexto, cabe preguntarse por las implicancias de la reciente creación del Area de Desarrollo Indígena o ADI de Ercilla, una de las zonas de La Araucanía más golpeadas por el conflicto. Las ADI están concebidas como espacios territoriales en que los organismos del Estado focalizarán su acción en beneficio del desarrollo de los indígenas. Aunque bien administradas pueden contribuir a la paz social, las ADI no fueron creadas como un instrumento para mejorar la seguridad o disminuir los índices de violencia. No debemos esperar, entonces, que esta nueva ADI venga a solucionar situaciones que requieren políticas públicas de otra envergadura. Por otra parte, deben tomarse medidas para evitar que esta nueva ADI se transforme en un eslabón más del entramado legal ya existente y termine afectando el desarrollo de los indígenas, de la región y del país.