Mercurio Legal
Si bien la utilización de los conceptos jurídicos indeterminados, cuyo es el caso del "orden público económico", resulta esencial en cualquier sistema normativo, ésta implica un serio peligro cuando se advierte su indiscriminada aplicación en ámbitos para los cuales no han sido concebidos. Ello, ocurre, v.gr. cuando su sola enunciación persigue fundamentar una sanción, violando así el mandato de determinación de una conducta prohibida y, por lo mismo, el principio de tipicidad de una norma penal o infraccional; o bien cuando con su solo llamamiento se pretende fundamentar el ejercicio de una facultad administrativa discrecional.
La nota esencial y distintiva de los "conceptos jurídicos indeterminados" viene dada por el hecho de que su calificación en una circunstancia concreta no puede ser más que una: se da o no se da el concepto. De este modo, mientras lo peculiar de la "discrecionalidad" es una pluralidad de soluciones justas posibles como consecuencia de su ejercicio; en aquéllos, en cambio, se da una unidad de solución justa en la aplicación de un concepto a una circunstancia concreta. En consecuencia, el proceso de aplicación de los "conceptos jurídicos indeterminados" es un proceso de aplicación e interpretación de la ley, de subsunción en sus categorías de un supuesto dado, y no un proceso de libertad de elección entre alternativas igualmente justas como es, en definitiva, lo propio de las facultades discrecionales.
En el ámbito de la regulación económica, uno de los conceptos jurídicos indeterminados al que suele echar mano la Administración es el de "orden público económico", el que a menudo se invoca como si fuera un "pase libre" con que cuenta el Estado a fin de limitar la actividad privada o justificar una discrecionalidad de la cual carece. Muchas veces, lo que realmente subyace tras esta invocación se identifica con una visión maniquea acerca del bien singular de la persona y el bien común de la sociedad, como si se tratara de dos aspectos irreconciliables, en constante pugna y colisión. Se suma a ello la generalizada creencia de que la Administración sería el sujeto titular del interés público y altruista frente a los intereses particulares y egoístas del administrado, de lo cual, a su vez, se seguiría que los segundos deben subordinarse ante el primero. Mal que mal, con razón se ha dicho que entre los diversos presupuestos del totalitarismo, generalmente subyace una visión finalista y optimista del poder como bueno o, en todo caso, dotado de valor ético gracias a la fuente de legitimación de quien lo posee. Desde esta perspectiva, suele ocurrir que los derechos de los ciudadanos resulten instrumentalizados por intereses públicos superiores a ellos y, a tal fin, limitados y disciplinados en virtud de cláusulas normalmente indeterminadas que los vacían de contenido.
En lo que atañe a nuestro sistema jurídico, participamos de la opinión de quienes sostienen que el concepto de orden público económico que consideró el Constituyente dice relación con los derechos de las personas frente al Estado y que jamás podría convertirse en un medio para impedirles e imponerles condiciones, exigencias y cortapisas fundadas en consideraciones administrativas discrecionales. Con singular intuición pareció advertir este peligro la propia comisión que tuvo a su cargo el estudio de la Constitución Política, la cual, al referirse al punto, precisó que la expresión misma de orden público económico—a diferencia de la noción de "orden público" a la que se alude en derecho civil— debe ser entendida como el conjunto de normas fundamentales destinadas a regular la acción del Estado en la economía y a preservar la iniciativa creadora del hombre necesaria para el desarrollo del país.
En razón de lo dicho, bien recuerda García de Enterría que antes que examinar la calidad de los intereses o la extensión general o particular de lo que el ciudadano intenta hacer valer, lo esencial es determinar, primero, su posición jurídica como titular de derechos fundamentales. Porque si resulta que el administrado es titular de derechos fundamentales, por más que con ellos se pretenda hacer valer meros intereses particulares, la invocación ritual del interés general contrario no servirá absolutamente para nada, pues éstos cederán a la primacía de aquellos. Entre nosotros, tales premisas arrancan de la noción de "bien común" adoptada por el Constituyente, en cuanto previene que su prosecución deberá, en todo caso, sujetarse al pleno respeto de los derechos y garantías que la propia Constitución consagra y, desde luego, a los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana.