El Mercurio Legal

Jaime Alcalde 250x250

Conocidas en el país como comfort letters, las cartas de patrocinio se han vuelto instrumentos cada vez más comunes en los procesos de financiamiento, contando ya con algunos pronunciamientos jurisprudenciales. Pese a que me he ocupado de ellas en varias ocasiones, conviene volver sobre la figura y desentrañar su particular régimen jurídico.

Una carta de patrocinio es un compromiso escrito por el cual el emisor (el patrocinador) garantiza al destinatario (el acreedor) la cabal ejecución del financiamiento proyectado respecto de un tercero (el deudor), asegurando su indemnidad patrimonial. Se trata de un documento de formato epistolar y que es emitido por una persona (generalmente una sociedad matriz o el controlador) con el objetivo de ofrecer un cierto grado de garantía o de acreditar una cierta solvencia patrimonial de otra por ella patrocinada.

El contenido de ese compromiso puede ser de muy diversa índole, lo que da origen a la división acuñada por la doctrina alemana entre “cartas débiles” y “cartas fuertes”, que goza de general aceptación.

Las cartas débiles presentan un contenido flexible, donde comparecen declaraciones sobre ciertos hechos relevantes a través de las cuales el patrocinador comunica al acreedor que conoce la existencia del crédito que se concede al deudor y que, de forma explícita o implícita, manifiesta su conformidad con tal operación. Cuanto más, esta clase de cartas comporta una recomendación dirigida al acreedor respecto de quien se patrocina (art. 2119 CC). A menos que las declaraciones efectuadas permitan dar por establecida la existencia de una relación de colaboración, el alcance de una carta débil dependerá del grado de confianza creada con su otorgamiento o de la falsedad o inexactitud de los hechos declarados.

En este sentido, la tendencia comparada se decanta por la juridicidad de estas cartas, rechazando los intentos de fuga hacia su encuadramiento como “acuerdos de caballeros” (gentlemen’s agreements) omeros deberes morales. Por haber sido emitidas en el contexto de un proceso de financiamiento, el carácter vinculante se acaba imponiendo por la teoría de lo accesorio (art. 1° CCom).

Las cartas fuertes incluyen declaraciones de mantenimiento, que aseguran al acreedor la permanencia de ciertas circunstancias consideradas relevantes al momento de conceder el crédito (como la conservación dela actual administración de una sociedad) y declaraciones de compromiso, las cuales consisten en obligaciones de hacer que involucran el mantenimiento de la vinculación con el deudor en lo que respecta a la participación societaria y una asistencia no monetaria en la operación financiera asegurada, sirviéndose, por ejemplo, de la experiencia, reputación o contactos comerciales del patrocinador, aunque sin descartar unas más o menos difusas obligaciones de asistencia financiera.

Sin importar la fuerza del compromiso asumido, las cartas fuertes representan un negocio de garantía al momento de su otorgamiento, cuyo efecto estará supeditado al desenvolvimiento que haya tenido la prestación prometida al acreedor, puesto que crea una obligación basada en el aseguramiento de la verdad de una situación presente o la realización de un evento futuro. Se trata de una garantía de comportamiento propio respecto de otro, cuyo contenido puede ir desde la conservación de un cierto statu quo hasta efectivos deberes de prestación hacia el acreedor o el patrocinado.

Con todo, hay algunas declaraciones que revisten el carácter de obligaciones de dar para el patrocinador, como sucede cuando se declara que se reembolsará el crédito, se promete el cumplimiento de la deuda por parte del deudor, se garantiza la ejecución de los compromisos asumidos por este último o existe el compromiso de cuidar que las deudas sean cumplidas. En estos casos, la carta puede ser considerada como una fianza (art. 2355 CC).

En este sentido, la calificación de las cartas de patrocinio que hizo la reforma al derecho francés de garantías en 2006 resulta más adecuada que aquella que efectúa la Propuesta de Código Mercantil españolen su última versión disponible, que data de 2018. En el Código Civil francés, la carta de patrocinio (lettred’intention) quedó configurada como una obligación de hacer o no hacer, cuyo objeto es el apoyo aportado a un deudor en el cumplimiento de su prestación hacia el acreedor (art. 2322). Ella coincide con la caracterización del frustrado Borrador para un Marco Común de Referencia para el Derecho Civil Europeo (DCFR) (arts. IV.G.–1:102 y IV-G–2:102).

Por el contrario, en la propuesta española se atribuye al emisor de una carta de patrocinio iguales obligaciones que las que tendría un fiador cuando hubiese asumido de modo claro e indubitado la vinculación obligacional, con expresiones que sean determinantes para la conclusión de la operación o actividad garantizada y que reflejen la intención de obligarse a prestar apoyo financiero o contraer deberes positivos de cooperación (art. 578-6).

En realidad, y a menos que la propia carta contenga una obligación de pagar la deuda del patrocinado cuando este no esté en condiciones de hacerlo o prevea una novación subjetiva condicionada al concurso del deudor, esta calificación supone forzar la naturaleza de las cosas, puesto que el acreedor recibió una carta de patrocinio y no exigió en su lugar una fianza u otra garantía de más clara realización, incluso proponiendo el acreedor el formulario de su texto (art. 1566 CC). Esto significa que no se trata de un problema de recalificación negocial hecho por el tribunal a partir de la clara y conocida intención de las partes y de lo que ellas convinieron (art. 1560 CC), sino de reafirmar aquello que excluyeron y no quisieron otorgar, suscribiendo en su reemplazo el patrocinador un compromiso que fue aceptado por el acreedor como una garantía suficiente para conceder las facultades crediticias al deudor, el que le reporta un beneficio derivado de la indeterminación de sus efectos jurídicos y de no computar la existencia de la garantía con fines contables.

La naturaleza de ese compromiso estará dada por su concreto contenido, pero apreciado a la luz de las circunstancias en que se produjeron los hechos que irrogan un menoscabo para el acreedor y que resultan de interés para la aplicación de las reglas sobre responsabilidad civil. Ese contexto es crucial para establecer la previsibilidad al momento de otorgamiento de la carta (art. 1558 CC).

Por eso, el carácter inicial que el patrocinador y el acreedor asignen a la carta, incluso sustrayendo su obligatoriedad, no condiciona los efectos que la carta puede tener si existe un hecho generador de responsabilidad civil, el que puede consistir tanto en la frustración de una confianza creada por su otorgamiento como en la infracción de concretos deberes de prestación asumidos en ella. Sin importar su carácter, las cartas de patrocinio comportan una declaración unilateral de voluntad de carácter recepticio que engendra obligaciones para su emisor (art. IV.G.–1:103 DCFR). De ella surge una garantía indemnizatoria a favor del acreedor, donde la responsabilidad del patrocinador es propia y la discusión consiste en configurar el factor de imputación subjetiva a su respecto. Para demostrar el monto demandado como perjuicio es necesario recurrir a las reglas de la responsabilidad civil, especialmente en lo relativo a la certeza del daño y la relación causal entre este y el incumplimiento del patrocinador.

Así pues, el punto central de esa discusión estriba en la cuantía de la obligación resarcitoria. La cuestión no es tan sencilla como aparenta. Incluso en la obligación de soporte financiero, no parece admisible una trasposición inmediata entre el monto del crédito recibido por el deudor y el compromiso asumido por el patrocinador, porque el elemento determinante para la fijación de esa cuantía descansa en la idea de necesidad. Esto proviene de que la cantidad debida por el patrocinador es incierta, pero la carta fija al menos implícitamente las reglas o contiene los datos que sirven para determinarla (art. 1461 II CC). Ellas remiten a la eventual necesidad económica del deudor para hacer frente a sus obligaciones con el acreedor derivadas de las facilidades crediticias que este ha concedido, con sus intereses y reajustes.

Por lo general, el compromiso de mayor fuerza asumido por el patrocinador no es el pago de la deuda, sea con carácter solidario, subsidiario o incluso simplemente conjunto, sino la dotación de recursos económicos para un supuesto concreto que afecte al deudor y sin que se especifique la forma de materialización de tal aportación. Su ausencia no significa que el incumplimiento por parte del deudor no se hubiese producido, porque pueden existir otros factores que han provocado esa situación, sobre todo cuando el deudor se encuentra en insolvencia. Resulta impensable considerar que el fin de protección de la carta acaba por comprender un monto que hace que el patrocinador responda en términos más gravosos que un fiador, que es una garantía dotada de tipicidad y con limitación en su cobertura (arts. 2343 y 2344 CC). Esto exige una indagación acuciosa sobre la causalidad del incumplimiento a la luz de los criterios de imputación objetiva.

Este régimen de las cartas de patrocinio no es ajeno a la jurisprudencia chilena. En el primer caso fallado sobre la materia por la Corte Suprema, el problema no residía en la calificación de uno de estos instrumentos como una declaración vinculante. Tal carácter fue reconocido por la corte bajo la forma de una declaración unilateral de voluntad, aunque sin delimitar los contornos obligatorios del documento suscrito. La cuestión controvertida discurría por otro cauce, pues el banco acreedor no logró demostrar los perjuicios que demandaba.

En otros términos, su pretensión era clara respecto de la causa de pedir y fallaba en cuanto a la cosa pedida. El fundamento inmediato de su pretensión residía en la suscripción de una carta de patrocinio por parte de las sociedades demandadas donde se asumían una serie de compromisos fuertes, pero se reclamaba como perjuicio el total de las deudas que la sociedad patrocinada tenía con el banco, sin que se hubiese demostrado la cuantía real de estas (en parte, discutidas en otro juicio) ni la conexión causal del incumplimiento de esas obligaciones con la promesa de hecho ajeno que había asumido el patrocinador.

Puesto que la obligación del patrocinador se traduce en una indemnización de perjuicios, dado que su ejecución en naturaleza ya no resulta posible ni satisface el interés del acreedor (arts. 1553 y 1555 CC), la cuantía de la condena se determina conforme a los criterios generales de valoración del daño, sin que sea admisible una trasposición directa de la obligación principal como parámetro de medida. Hay un problema de causalidad, que proviene del hecho de que la totalidad de la deuda garantizada no puede quedar cubierta por el fin de protección de la carta, porque dicha extensión supondría convertir esta garantía en una fianza.

La medida del resarcimiento depende del daño que haya causado al acreedor la confianza generada por la carta o por el incumplimiento del comportamiento que el patrocinador se obligó a observar, ambos valorados en concreto de acuerdo con la situación ocurrida. Esto es de crucial relevancia cuando el deudor se encuentra sometido a un procedimiento concursal de liquidación, dado que el art. 255 de la Ley 20.720señala que la extinción de los saldos insolutos no afecta los derechos de los acreedores frente al fiador, codeudor, solidario o subsidiario, o avalista para asegurar el cumplimiento de las obligaciones del deudor, los cuales no pueden invocar el beneficio derivado de extinción derivado del término del procedimiento ni subrogarse en los derechos de los acreedores o exigir un reembolso por los pagos efectuados. Esta circunstancia fue preterida en un caso reciente, que se resolvió bajo otras consideraciones.

En suma, las cartas de patrocinio revisten el carácter de una garantía indemnizatoria y, salvo supuestos muy calificados, no pueden ser reconducidas a otras formas de garantía personal dotadas de tipicidad. La razón es que con ellas el patrocinador no promete ejecutar por sí mismo la obligación principal ni tampoco entregar una suma de dinero ante el solo incumplimiento del deudor, sino que se obliga hacia el acreedor con su propio comportamiento y actitud. Habrá que ver qué novedades depara la jurisprudencia sobre esta clase de garantía en los próximos años.

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