El País - Chile
En una democracia como la chilena, las mayores amenazas a la justicia no suelen tener su origen en esfuerzos autoritarios. A veces emergen de abusos mucho más sutiles, disfrazados de procedimientos aparentemente legales, como las filtraciones de conversaciones personales obtenidas bajo el pretexto de una investigación penal. Cuando fiscales deciden –cada vez con mayor frecuencia y temeridad– que exponer públicamente a autoridades es más importante que respetar las garantías y límites procedimentales, el resultado no es una mayor rendición de cuentas, sino la lenta corrosión de los valores constitucionales que la justicia debería cautelar.
Desafortunadamente, las filtraciones no autorizadas de conversaciones privadas se han vuelto cada vez más visibles que los propios delitos investigados. La exhibición de opiniones personales de la presidenta de la Cámara de Diputados hasta el 17 de marzo, día en que renunció, y una exalcaldesa; de conversaciones familiares del jefe de asesores presidenciales con su madre, y de detalles sobre la vida íntima de una diputada, son ejemplos ilustrativos de cómo el Ministerio Público ha desviado el uso de herramientas investigativas hacia fines que poco tienen que ver con la persecución de delitos. En lugar de acotar las interceptaciones a hechos relevantes y de someterlos al escrutinio de jueces, los fiscales han permitido que se convirtieran en insumos para el espectáculo mediático.
Lo que debió ser evidencia reservada terminó en titulares de prensa, en un espectáculo que desprecia el debido proceso y erosiona la legitimidad misma de la justicia. Cada una de estas filtraciones ha vulnerado derechos constitucionales, ha cuestionado la imparcialidad de dichas investigaciones y ha minado la confianza en un sistema judicial crecientemente en entredicho. Las escuchas y peritajes, pensados para proteger el interés público y sancionar delitos, han terminado siendo usadas como piezas de escarnio para alimentar la polémica pública. Este actuar abusivo e ilegal del Ministerio Público inevitablemente convierte la sobria maquinaria de la justicia en un estridente teatro de guerra política, eso que los anglosajones llaman lawfare.
Otros países nos ofrecen lecciones sobre el peligro de estas prácticas, cuyos finales nunca son felices. En Brasil, las revelaciones del llamado Vaza Jato expusieron cómo jueces y fiscales se coludieron para filtrar selectivamente información que perjudicó a adversarios políticos, socavando la credibilidad de una necesaria cruzada anticorrupción. En Francia, el Affaire Clearstream demostró cómo filtraciones que resultaron ser falsas podían destruir carreras políticas y desestabilizar instituciones judiciales. En Polonia, las cintas de Waitergate, alteraron dramáticamente el curso de las elecciones nacionales y dieron paso a una grave erosión democrática.
En todos estos casos, el patrón es inquietantemente similar: fiscales e investigadores justificaron sus acciones alegando legítimamente la existencia de delitos protagonizados por autoridades políticas. Pero al filtrar información selectivamente –a menudo sensacionalista o simplemente embarazosa– terminaron por cruzar la tenue línea que separa una investigación penal legítima del sabotaje político y, con ello, envenenaron cualquier posible rendición de cuentas, además de comprometer la confianza en las instituciones públicas que debían arbitrar las faltas a la integridad pública.
Los riesgos que hoy enfrenta la justicia penal chilena no son muy distintos. Cada filtración no autorizada de información privada que se transforma en espectáculo mediático, va erosionando la independencia, imparcialidad y ecuanimidad del sistema de justicia. Convertir escuchas o hallazgos investigativos en humillaciones públicas –sin debido proceso, sin relevancia para los delitos investigados, sin contención de autoridades dotadas de poderes sumamente intrusivos– no es simplemente una injusticia. Es sabotaje político disfrazado de transparencia, que puede corroer las bases mismas de una democracia constitucional hasta que solo quede el juicio a través de titulares de prensa.
A los fiscales se les confían poderes extraordinarios como vigilar, investigar y acusar. Pueden escuchar nuestras llamadas, leer nuestros mensajes, allanar nuestras casas, acceder a nuestros secretos. Por ello tales poderes traen consigo una responsabilidad igualmente extraordinaria: asegurar que la justicia sea ciega, imparcial y contenida. De ahí que ese poder deba ser ejercido con una reverencia profunda por la contención, no con sed de venganza ni hambre de aplauso.
Sobre esto último, nunca debemos perder de vista que la genuina demostración de la ética de los fiscales y de la salud democrática de una sociedad no está en cómo la justicia trata a sus ciudadanos más ejemplares, sino en cómo se garantiza el debido proceso para todos, incluso para aquellos que nos resultan más difíciles de defender. Es fácil alzar la voz por los derechos de quienes admiramos o con quienes comulgamos políticamente. Lo verdaderamente importante es proteger las garantías procesales de quienes disentimos o incluso nos provocan desprecio. Como advirtió uno de los jueces ingleses más respetados de nuestra época, el derecho a un juicio justo no es un premio que se gane ni un privilegio reservado para los virtuosos. Es un derecho absoluto, el pilar sobre el que se sostiene toda sociedad libre que aspire a llamarse justa y respetuosa del Estado de Derecho.
Las democracias y la justicia que en ellas se imparte no sobreviven porque sean perfectas, sino porque saben ejercerse con contención. Y no hay lugar donde esa contención sea más necesaria que en las manos de quienes tienen el poder de destruir reputaciones, carreras y confianza pública. La justicia penal no fue concebida como un arma para ser empuñada contra los enemigos políticos. Es un escudo, destinado a proteger por igual a culpables, inocentes y a todos los que quedan en medio, incluidos –y sobre todo– aquellos que más nos tienta perjudicar. Una democracia que olvida esta verdad no tardará en descubrir que le quedan menos virtuosos y muchos más pecadores en el poder.
En una democracia como la chilena, las mayores amenazas a la justicia no suelen tener su origen en esfuerzos autoritarios. A veces emergen de abusos mucho más sutiles, disfrazados de procedimientos aparentemente legales, como las filtraciones de conversaciones personales obtenidas bajo el pretexto de una investigación penal. Cuando fiscales deciden –cada vez con mayor frecuencia y temeridad– que exponer públicamente a autoridades es más importante que respetar las garantías y límites procedimentales, el resultado no es una mayor rendición de cuentas, sino la lenta corrosión de los valores constitucionales que la justicia debería cautelar.
Desafortunadamente, las filtraciones no autorizadas de conversaciones privadas se han vuelto cada vez más visibles que los propios delitos investigados. La exhibición de opiniones personales de la presidenta de la Cámara de Diputados hasta el 17 de marzo, día en que renunció, y una exalcaldesa; de conversaciones familiares del jefe de asesores presidenciales con su madre, y de detalles sobre la vida íntima de una diputada, son ejemplos ilustrativos de cómo el Ministerio Público ha desviado el uso de herramientas investigativas hacia fines que poco tienen que ver con la persecución de delitos. En lugar de acotar las interceptaciones a hechos relevantes y de someterlos al escrutinio de jueces, los fiscales han permitido que se convirtieran en insumos para el espectáculo mediático.
Lo que debió ser evidencia reservada terminó en titulares de prensa, en un espectáculo que desprecia el debido proceso y erosiona la legitimidad misma de la justicia. Cada una de estas filtraciones ha vulnerado derechos constitucionales, ha cuestionado la imparcialidad de dichas investigaciones y ha minado la confianza en un sistema judicial crecientemente en entredicho. Las escuchas y peritajes, pensados para proteger el interés público y sancionar delitos, han terminado siendo usadas como piezas de escarnio para alimentar la polémica pública. Este actuar abusivo e ilegal del Ministerio Público inevitablemente convierte la sobria maquinaria de la justicia en un estridente teatro de guerra política, eso que los anglosajones llaman lawfare.
Otros países nos ofrecen lecciones sobre el peligro de estas prácticas, cuyos finales nunca son felices. En Brasil, las revelaciones del llamado Vaza Jato expusieron cómo jueces y fiscales se coludieron para filtrar selectivamente información que perjudicó a adversarios políticos, socavando la credibilidad de una necesaria cruzada anticorrupción. En Francia, el Affaire Clearstream demostró cómo filtraciones que resultaron ser falsas podían destruir carreras políticas y desestabilizar instituciones judiciales. En Polonia, las cintas de Waitergate, alteraron dramáticamente el curso de las elecciones nacionales y dieron paso a una grave erosión democrática.
En todos estos casos, el patrón es inquietantemente similar: fiscales e investigadores justificaron sus acciones alegando legítimamente la existencia de delitos protagonizados por autoridades políticas. Pero al filtrar información selectivamente –a menudo sensacionalista o simplemente embarazosa– terminaron por cruzar la tenue línea que separa una investigación penal legítima del sabotaje político y, con ello, envenenaron cualquier posible rendición de cuentas, además de comprometer la confianza en las instituciones públicas que debían arbitrar las faltas a la integridad pública.
Los riesgos que hoy enfrenta la justicia penal chilena no son muy distintos. Cada filtración no autorizada de información privada que se transforma en espectáculo mediático, va erosionando la independencia, imparcialidad y ecuanimidad del sistema de justicia. Convertir escuchas o hallazgos investigativos en humillaciones públicas –sin debido proceso, sin relevancia para los delitos investigados, sin contención de autoridades dotadas de poderes sumamente intrusivos– no es simplemente una injusticia. Es sabotaje político disfrazado de transparencia, que puede corroer las bases mismas de una democracia constitucional hasta que solo quede el juicio a través de titulares de prensa.
A los fiscales se les confían poderes extraordinarios como vigilar, investigar y acusar. Pueden escuchar nuestras llamadas, leer nuestros mensajes, allanar nuestras casas, acceder a nuestros secretos. Por ello tales poderes traen consigo una responsabilidad igualmente extraordinaria: asegurar que la justicia sea ciega, imparcial y contenida. De ahí que ese poder deba ser ejercido con una reverencia profunda por la contención, no con sed de venganza ni hambre de aplauso.
Sobre esto último, nunca debemos perder de vista que la genuina demostración de la ética de los fiscales y de la salud democrática de una sociedad no está en cómo la justicia trata a sus ciudadanos más ejemplares, sino en cómo se garantiza el debido proceso para todos, incluso para aquellos que nos resultan más difíciles de defender. Es fácil alzar la voz por los derechos de quienes admiramos o con quienes comulgamos políticamente. Lo verdaderamente importante es proteger las garantías procesales de quienes disentimos o incluso nos provocan desprecio. Como advirtió uno de los jueces ingleses más respetados de nuestra época, el derecho a un juicio justo no es un premio que se gane ni un privilegio reservado para los virtuosos. Es un derecho absoluto, el pilar sobre el que se sostiene toda sociedad libre que aspire a llamarse justa y respetuosa del Estado de Derecho.
Las democracias y la justicia que en ellas se imparte no sobreviven porque sean perfectas, sino porque saben ejercerse con contención. Y no hay lugar donde esa contención sea más necesaria que en las manos de quienes tienen el poder de destruir reputaciones, carreras y confianza pública. La justicia penal no fue concebida como un arma para ser empuñada contra los enemigos políticos. Es un escudo, destinado a proteger por igual a culpables, inocentes y a todos los que quedan en medio, incluidos –y sobre todo– aquellos que más nos tienta perjudicar. Una democracia que olvida esta verdad no tardará en descubrir que le quedan menos virtuosos y muchos más pecadores en el poder.