Ex Ante

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En un momento en que Chile necesita con urgencia dinamizar su economía y acelerar la transformación de su matriz energética, el anuncio del Gobierno de excluir de sus prioridades legislativas el proyecto de ley de Evaluación Ambiental 2.0 –par de su proyecto sobre Permisos Sectoriales– resulta, como mínimo, desconcertante.

No se trata solo de una señal política desafortunada, por la pérdida del sentido de urgencia respecto de ambas iniciativas. Es además una decisión en sentido contrario a las mejores prácticas internacionales, que evidencian la viabilidad de compatibilizar altos estándares ambientales con una tramitación más eficiente de grandes proyectos de inversión, especialmente aquellos estratégicos para enfrentar el cambio climático y la transición energética.

Hace exactamente un año, publicamos en el Centro de Estudios Públicos dos artículos en los que analizamos críticamente ambos proyectos, que por entonces recién comenzaban su tramitación en el Congreso. Los calificamos como poco audaces, al no abordar con suficiente profundidad los problemas estructurales ampliamente diagnosticados.

Afortunadamente, nuestras observaciones y propuestas –sumadas a las de otros especialistas– influyeron positivamente en la discusión legislativa y académica del proyecto de Permisos Sectoriales, que hoy sigue avanzando en el Senado.

Viendo el vaso medio lleno respecto de este último, se logró posicionar la necesidad de que las técnicas habilitantes alternativas a los permisos sean la regla general y no la excepción, avanzando así desde un modelo de control ex ante hacia uno más eficiente ex post.

También impulsamos la conveniencia de introducir un estatuto de invariabilidad regulatoria, tan o más importante que los tradicionales regímenes de invariabilidad tributaria, para otorgar certeza a los inversionistas. Asimismo, se advirtió la necesidad de clarificar la sistematización de permisos ofrecida por el proyecto, ampliar su alcance y de limitar la discrecionalidad del gobierno durante su implementación.

Aun así, los desafíos siguen siendo numerosos. El más urgente, quizás, será asegurar una implementación efectiva del proyecto una vez aprobado, procurando su coherencia con otras reformas legales en curso orientadas a destrabar nudos críticos del sistema, como los que arrastran el Consejo de Monumentos Nacionales, las Direcciones de Obras Municipales o la Subsecretaría para las Fuerzas Armadas. Pero la lista no termina ahí.

Poco se ha avanzado en establecer un procedimiento para la tramitación prioritaria de proyectos estratégicos de inversión (equiparable al modelo FAST-41 de EE.UU.), pues el mecanismo propuesto no ofrece incentivos reales para ser utilizado. Tampoco se incentiva suficientemente la evaluación anticipada de solicitudes de permisos ante colaboradores técnicos, ni se dota de capacidades suficientes a la nueva institucionalidad encargada de liderar los esfuerzos periódicos de revisión y simplificación regulatoria.

En contraste, el proyecto de Evaluación Ambiental 2.0 parece haberse quedado en el camino, al menos desde la perspectiva de los esfuerzos legislativos del gobierno. Es cierto que se han moderado algunos puntos polémicos durante su tramitación, como la responsabilidad por daño ambiental. Pero el listado de debilidades pendientes sigue siendo extenso. Entre ellas, destacan la falta de definición sobre la autonomía funcional del Servicio de Evaluación Ambiental, la ausencia de un sistema eficiente para impugnar sus decisiones y la ambigüedad de las nuevas causales de rechazo de proyectos.

Al mismo tiempo, se acumulan con fuerza las razones que refuerzan nuestra propuesta de avanzar hacia un modelo de super fast-track para proyectos de infraestructura verde con inversiones de alto impacto (sobre USD 250 millones), que contribuyan significativamente al cumplimiento de las metas de descarbonización. Contar con un procedimiento ágil, transparente y exigente para este tipo de proyectos ya no es una mera aspiración técnica: se ha convertido en una condición imprescindible para hacer viable la transición energética.

El nuevo paradigma regulatorio a seguir parece claro: acelerar. Europa ya ofrece ejemplos contundentes en este sentido. Irlanda creó una Fuerza de Tarea para agilizar la expansión de energías renovables, mientras que en los Países Bajos se implementó un Esquema Nacional de Coordinación. Dinamarca y Austria han impulsado ventanillas únicas –que incluyen la evaluación ambiental– para acelerar proyectos eólicos. Francia, por su parte, ha reducido las exigencias de evaluación ambiental para este tipo de iniciativas.

También se han adoptado reformas en materia judicial: en Francia, los recursos contra proyectos de energías renovables deben interponerse en un plazo de dos meses y no tienen efecto suspensivo. En los Países Bajos, las apelaciones judiciales se restringen a grandes proyectos solares y eólicos. Finlandia, Alemania y Polonia tienen tribunales especializados o paneles técnicos en disputas sobre permisos energéticos (CERRE 2024). Iniciativas similares también se recogen en el reporte 2025 de la OCDE sobre Regulatory Policy Outlook.

Más allá de la decisión del Gobierno de relegar este debate, los distintos comandos presidenciales harían bien en tomar nota de este desafío. El desafío regulatorio que enfrenta Chile es urgente, estratégico y no admite postergaciones. Si realmente se quiere impulsar un crecimiento sostenible, acelerar la transición energética y ofrecer certeza regulatoria, el momento de actuar es ahora.

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