El Mercurio Legal

Jaime Alcalde 250x250

El 5 y 12 de julio de 2024 la Corte Suprema resolvió un caso que envuelve una serie de cuestiones interesantes relacionadas con la representación, disolución y liquidación de una sociedad comercial. Además, lo hizo en sede de protección de garantías constitucionales, revocando la sentencia apelada y rechazando la acción ejercida.

Las acciones de protección fueron presentadas por dos administradores de una sociedad de responsabilidad limitada disuelta en contra de dos bancos comerciales. El acto arbitrario denunciado consistía en la comunicación efectuada por cada uno de los bancos emplazados a través de la cual se impedía a los administradores realizar cualquier operación bancaria, por haber cesado sus poderes. Esto significó la retención de cuantiosos fondos depositados en las cuentas corrientes de la sociedad, entre otras consecuencias.

El argumento principal de los actores consistió en que la personalidad jurídica de una sociedad subsiste incluso después de su disolución y continúa hasta la finalización de su proceso de liquidación, y que, mientras no se nombre un liquidador o este no acepte el cargo, los actuales administradores siguen en funciones para evitar que la sociedad quede acéfala.

Por sentencia de 2 de mayo de 2024, la Corte de Apelaciones de Talca acogió la primera acción y ordenó al banco recurrido que se inhibiera de obstaculizar las facultades de los administradores sociales, en tanto no le conste o se le acredite que existe un liquidador en funciones. El argumento fue que los liquidadores son mandatarios de la sociedad disuelta para cumplir el encargo de dar término a sus operaciones (art. 410 CCom), pero que no se puede admitir que entre la disolución y el comienzo de la liquidación aquella se encuentre sin representación, porque esa situación de “interregno de cumplimiento obligacional” perjudica también a terceros (cons. 6° a 8°). Por sentencia de 28 de mayo de 2024, dicha corte acogió con similares argumentos la segunda acción.

Ambas sentencias fueron apeladas. Conociendo de estos recursos, y con idéntica argumentación, la Corte Suprema revocó los fallos en alzada y rechazó las acciones de protección ejercidas (SSCS 5-VII-2024 y 12-VII-2024). Las sentencias dan por establecido que la sociedad se encuentra disuelta por haber expirado el plazo pactado para su vigencia y que, a la fecha, no se ha nombrado liquidador (cons. 2°). Siendo así, y de acuerdo con lo dispuesto en los arts. 2115 CC y 408 CCom, la conclusión es que “entre los socios de la sociedad disuelta existe una comunidad, regida por las reglas previstas en la legislación común para tal fin, cesando los poderes conferidos por la extinta sociedad para su administración” (cons. 3°).

La decisión plantea varias cuestiones de interés. Quizás hay tres que destacan por sus consecuencias prácticas. Se trata de la representación de una sociedad comercial, la operatividad de la causa de disolución y, finalmente, el momento en que se extingue la personalidad jurídica.

El art. 545 CC señala que la capacidad de ejercer derechos y contraer obligaciones y de ser representada judicial y extrajudicialmente son dos de las características fundamentales de una persona jurídica. Sin embargo, esta sinonimia conduce a equívocos. La personificación de un patrimonio y la representación voluntaria son figuras distintas. Como explica Jesús Alfaro, la primera sirve para poner un conjunto de bienes al servicio de fines supraindividuales y generar capacidad de ejercicio ahí donde antes no la había; la segunda extiende la capacidad de un individuo que ya existe gracias a la intervención de un tercero que obra en su nombre (art. 1448 CC). En las personas jurídicas, los órganos sociales son esenciales: ellas no pueden ser concebidas sin estos, porque algo así supondría su imposibilidad de desenvolverse en el tráfico.

El Código de Comercio dispone que tanto las escrituras donde consten los representantes sociales y liquidadores como los mandatarios se inscriban en el Registro de Comercio (art. 22), pero enseguida deja a salvo la eficacia a favor de terceros de los actos ejecutados sin que se haya practicado esa inscripción (art.24). Se busca la protección del tráfico comercial a partir de la confianza creada por la apariencia, como también sucede con el reconocimiento de los “poderes implícitos” (por ejemplo, SCA Santiago 24-IV-2018, rol núm. 6823-2017).

Respecto de la disolución, conviene diferenciar entre la causa que la permite y el efecto de tal que trae consigo el término del contrato social. En rigor, solo con la llegada del término estipulado opera la disolución de la sociedad de manera automática; todas las demás circunstancias requieren de una escritura de disolución con la debida publicidad registral (arts. 7°, núm. 4° del Reglamento del Registro de Comercio y 14 de la Ley 20.659). Sin embargo, la protección de terceros hace que el otorgamiento de esta escritura constituya la regla general, como se prevé para las sociedades anónimas (art. 108 de la Ley 18.046). Esto es importante porque la sociedad solo se considera disuelta desde que consta, con los requisitos formales que correspondan, que ha operado una causa de disolución. Esto permite que cualquier persona tome conocimiento de que en adelante la sociedad ya no puede funcionar con normalidad y el giro se encuentra limitado a las operaciones esenciales para concluirlo. En el presente caso, esta no era una materia discutida: uno de los socios había hecho efectiva la cláusula que le permitía impedir la renovación automática de la sociedad mediante el otorgamiento de una escritura pública que fue debidamente inscrita en el Registro de Comercio. La discusión versaba sobre una de las consecuencias de esa disolución.

Esto aboca a la tercera cuestión y que atañe al momento en que se extingue la personalidad jurídica de una sociedad. El Código Civil tomó una decisión radical y concedió este beneficio a cualquier sociedad por el solo hecho de existir (art. 2053 II), a diferencia de los modelos comparados. Basta entonces que estén cumplidos los requisitos de existencia que la ley establece respecto de cada tipo social para que la respectiva sociedad goce de personalidad jurídica (art. 19, núm. 15 de la Constitución Política). Sin embargo, y a diferencia de otros ordenamientos, en Chile no existe una regla que señale hasta cuándo se prolonga la personalidad jurídica de las sociedades disueltas.

Se ha argumentado que en esto existe una diferencia fundamental entre las sociedades civiles y comerciales, por lo dispuesto en el art. 2115 CC. Esta norma señala que, disuelta la sociedad, se procederá a la división de los objetos que componen su haber conforme a las reglas sobre la partición de bienes y las obligaciones entre los coherederos. De ella se concluye que la disolución da origen a una comunidad entre los socios. Por el contrario, para las sociedades comerciales la personalidad jurídica subsistiría también durante la fase de liquidación. Se dice que esta conclusión está implícita en las reglas del Código de Comercio y aparece ya explícita en las leyes posteriores. Así sucede respecto de las sociedades anónimas (art. 109 de la Ley 18.046) y las cooperativas (art. 48 del DFL 5, de 2003, del Ministerio de Economía, Fomento y Reconstrucción). Esta diferenciación carece de asidero y el solo tenor del citado art. 2115 CC no permite formular de manera radical una distinción con tantas consecuencias.

El art. 2115 CC es fruto de su tiempo, pero responde a una necesidad práctica evidente. Como cualquier persona jurídica, las sociedades envuelven problemas de administración de patrimonios y ellos se rigen por normas propias, entre las cuales las más importantes son tres: cómo se forma ese patrimonio (aportación), cómo se transmite (sucesión universal) y cómo se le pone fin (liquidación). En el Código Civil, la aportación de bienes viene resuelta por la disciplina del contrato de sociedad: ella se forma por aquello que los socios ponen en común (arts. 2055, 2068, 2069, 2082-2087 y 2091). No sucede algo semejante con la transmisión de patrimonio, porque no hay reglas sobre sucesión universal más que las referidas al destino de los bienes de una persona que fallece. El régimen de las modificaciones estructurales sigue siendo embrionario en las leyes posteriores.

Pero en el Libro III del Código Civil sí existe un régimen de liquidación de patrimonios, que es la partición de bienes (Título X). Por eso, el código se remite a él respecto de las sociedades, como ya lo hacía el Código Civil francés (art. 1872), dejando a salvo que ese reenvío se hace en cuanto no se oponga a las disposiciones sobre el contrato de sociedad (art. 2115 II CC). Por cierto, la liquidación solo es necesaria cuando el patrimonio debe ser dividido y no cuando la disolución es consecuencia de reunirse todas las participaciones en una sola persona (art. 110 III de la Ley 18.046), pues en ese caso hay sucesión en el patrimonio por cambio de titular.

El Código de Comercio y las leyes que lo siguieron optaron por diseñar un régimen de liquidación propio y adaptado a la realidad societaria. Por eso, los arts. 2115 CC y 408 CCom no son normas acumulativas, sino alternativas. Solo las sociedades civiles se liquidan siguiendo el régimen de la partición de bienes, salvo que el estatuto social prevea un mecanismo diverso. Las sociedades comerciales tienen un régimen propio de liquidación, con algunas diferencias según el tipo social de que se trate.

De esto no cabe colegir que una sociedad carezca de personalidad jurídica por el hecho de haberse disuelto, puesto que la disolución solo es la manera en que termina el contrato social. Al fallar una de las acciones de protección en comento, la Corte de Apelaciones de Talca definió la disolución de una sociedad como el “proceso en virtud del cual esta sigue subsistiendo con su misma personalidad jurídica, pero que, sin embargo, experimenta una modificación de su fin o actividad, abandonando la explotación empresarial de su objeto social para dedicarse a una actividad meramente conservativa y liquidatoria” (sentencia de 28-V-2024, cons. 5°). El contrato termina y los socios dejan de perseguir el fin común, pero el patrimonio requiere ser administrado mientras no se reparta, pagando en primer lugar a los acreedores. Serán las reglas de responsabilidad las que permitirán corregir los excesos en los que incurra el administrador respecto de la sociedad que sabe ya se ha disuelto.

Se ha dicho que la disolución entraña una modificación del objeto social: ella trae consigo que solo algunas de las estipulaciones del estatuto permanezcan vigentes y que la sociedad no pueda seguir operando su giro y sea necesario proceder a su liquidación. Este nuevo estado exige concluir los negocios que estuviesen en marcha y decidir la suerte de los bienes que conforman su patrimonio. Las reglas de la partición de bienes cumplen esa finalidad: ellas están destinadas a liquidar la cuota de cada uno de los socios y proceder a distribuir los efectos de la sociedad, una vez pagadas las deudas que existan (arts.1336 y 1337 CC). En otras palabras, la partición incide sobre el patrimonio social, pero no afecta ni el contrato social al que ya puso fin la disolución ni la personalidad jurídica de la sociedad. Esta última depende de otros factores, sobre todo de su actuación en el tráfico, y eso explica la nebulosidad que presenta el derecho chileno en la materia, incluso en sede tributaria (arts. 69 y 70 del Código Tributario).

Queda entonces latente la pregunta sobre el momento en que se considera extinguida la personalidad jurídica de una sociedad. La respuesta depende de la clase de liquidación con que se haya repartido el patrimonio de la sociedad. Esa liquidación se puede llevar a cabo en dos sedes distintas, una societaria y otra concursal. Cuando sucede de esta última forma, la Ley 20.720 no prevé que la resolución de término suponga la extinción de la personalidad jurídica de la sociedad sometida a concurso. El único efecto es la extinción de los saldos insolutos, con ciertas excepciones (arts. 255 y 281 A). En otros ordenamientos, la conclusión del concurso trae aparejado el fin de la personalidad jurídica de la sociedad (por ejemplo, art. 694 ter, núm. 3 de la Ley Concursal española).

En cambio, cuando la sociedad ha sido liquidada conforme al régimen societario aplicable, la extinción debería ser consecuencia de la inscripción de la “escritura de liquidación” a la que alude el art. 29 del Reglamento del Registro de Comercio, sin correlato en el régimen simplificado. Concluida la liquidación y hecho el reparto de los bienes sobrantes, ya no tiene sentido que la sociedad conserve su personalidad jurídica. Esa es la solución de otros ordenamientos (por ejemplo, art. 112 de la Ley General de Sociedades argentina).

En suma, la decisión del asunto que se ha comentado por parte de la Corte de Apelaciones de Talca fue correcta: la representación de una sociedad disuelta permanece en los administradores sociales hasta que no asuma el liquidador nombrado al efecto, puesto que no puede existir un período de acefalía. La razón es que la sociedad sigue existiendo como persona jurídica hasta que no sea completamente liquidada y dicha personalidad requiere como un elemento esencial de un órgano de representación para actuar en el tráfico.

El caso sirve para insistir en la necesidad de contar con una ley general de sociedades que dé solución a un sinnúmero de cuestiones que las normas vigentes no abordan. Esta es una de las deudas del derecho chileno cuando se lo compara con el concierto hispanoamericano, que está viviendo una nueva ola de reformas en torno al régimen común de las sociedades.

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