El Mercurio Legal
En el marco de las medidas de estímulo al crecimiento económico del Pacto Fiscal anunciado por el Gobierno a fines del año pasado, el Congreso Nacional se apronta a estudiar los proyectos de ley denominados “sistema inteligente de permisos sectoriales” y “evaluación ambiental 2.0”. Si bien se trata de iniciativas relevantes y oportunas, deben ser contextualizadas a la luz del proceso de mejora regulatoria que se ha llevado a cabo en la última década en nuestro país. Esta valiosa experiencia, que ha buscado llevar nuestras regulaciones y el Estado Regulador a los estándares del siglo XXI, sobre la base de la mejor evidencia y prácticas de reforma regulatoria, y la aplicación de los principios de buena regulación, lamentablemente ha estado más bien marcada por iniciativas fragmentarias, aisladas y desconectadas entre sí, que no han tenido el impacto ni los resultados esperados.
En este sentido, el primer proyecto, de “evaluación ambiental 2.0”, que modifica diversos cuerpos legales con el objeto de fortalecer la institucionalidad ambiental y mejorar su eficiencia (Boletín N° 16.552-12), tiene entre sus contenidos más relevantes reemplazar a las COEVA y al Consejo de Ministros en el proceso de calificación de proyectos sometidos al SEIA; incorporar una declaración jurada en materia de consultas de pertinencia; simplificar el sistema recursivo; rediseñar la evaluación ambiental estratégica (EAE); realizar ajustes a las normas de ingreso al SEIA y a la evaluación de impactos ambientales; incorpora una fase de participación temprana, voluntaria y previa al ingreso al SEIA; da legitimación activa al Consejo de Defensa del Estado en materia de daño ambiental, e introduce modificaciones orgánica al SEA, entre otros.
La segunda iniciativa sobre “sistema inteligente de permisos sectoriales”, denominada también Ley Marco de autorizaciones sectoriales (Boletín N° 16.566-03), incluye un nuevo sistema para la regulación y evaluación sectorial (del que quedarían exceptuadas las autorizaciones ambientales, actos administrativos tributarios y otros); nuevos principios de buena regulación (complementarios a los de la LOGBAE y la LBPA), como proporcionalidad y simplificación administrativa; el uso de técnicas habilitantes alternativas a la autorización; un registro de profesionales y entidades técnicas de apoyo para la tramitación de autorizaciones sectoriales; un ente público para la regulación y evaluación sectorial; una plataforma informática unificada de permisos, y mecanismos de mejora regulatoria, entre otros.
Ambas iniciativas descansan en los diagnósticos y propuestas de diversos informes de la Comisión Nacional de Evaluación y Productividad (por ejemplo, CNEP 2023, 2021 o 2019), y también en el reciente informe de la Comisión Marfán (2023), que, por ejemplo, destacó que una reducción de un tercio en el plazo de los permisos implicaría un aumento del PIB de 2,4% en 10 años, con una mayor recaudación anual promedio de 0,32% del PIB. En el caso del proyecto de evaluación ambiental 2.0, también habría considerado las recomendaciones del informe final de la Comisión Asesora Presidencial para la Evaluación del SEIA (2016).
En una próxima columna examinaré críticamente el contenido de ambos proyectos. En lo que ahora sigue me interesa poner sobre la mesa tanto la evidencia comparada como la chilena sobre mejora regulatoria.
Evidencia comparada sobre mejora regulatoria
Los esfuerzos por avanzar en mejora regulatoria (con distintos énfasis idiosincráticos y tradiciones legales en torno a la “buena regulación”, “better regulation”, “smart regulation”, “meta regulación”, Baldwin, Cave y Lodge 2012) en nuestro país han estado inspirados y vinculados a nuestro ingreso a la OCDE (aunque algunas estrategias y técnicas regulatorias son previas a ello). Esta ha tenido un rol protagónico a la hora de avanzar a escala global en una agenda de mejora regulatoria, promoviendo los principios de buena regulación, buenas prácticas y gobernanza regulatoria, simplificación administrativa, e-government, evaluaciones ex ante de leyes (incluyendo análisis de impacto regulatorio (RIA) y análisis costo-beneficio) y ex post de leyes y regulaciones, participación ciudadana (consultas públicas), entre otros.
Sus informes de indicadores sobre política y gobernanza regulatoria (iREG), a partir de las Recomendación sobre Política y Gobernanza Regulatoria (2012), cobran creciente relevancia a nivel global para orientar los procesos de mejora regulatoria (Shultz et al 2019; ver informes para Latinoamérica 2017 y 2019 acá).
Especialmente influyentes en Chile han sido sus informes de 2012 (sobre práctica y gobernanza regulatoria) y el más reciente de 2020 (sobre RIA), como también cuatro informes específicos sobre Chile: 2011 (indicadores de gestión regulatoria), 2012 (Departamento de Evaluación de la Ley de la Cámara de Diputados), 2016 (política regulatoria) y 2017 (evaluación de impacto regulatorio).
La comunidad europea cuenta con una larga tradición de mejora regulatoria que se remonta a comienzos de los 90, se consolida con el plan de acción “simplificar y mejorar el marco regulatorio”, de 2002; la comunicación “Legislar mejor para obtener mejores resultados”, de 2015; la comunicación sobre normativa inteligente, de 2010, y el posterior programa europeo de reducción de cargas (Míquez 2019, Sánchez et al 2019). Se trata de un proceso de mejora regulatoria que ha tenido como objetivo ayudar a los estados miembros a cumplir con los estándares de buena regulación, destacando hoy, en sus versiones más recientes, la Better Regulation Guidelines (2021) y el Better Regularion Toolbox (2023). Ambas cumplen el mandato de la Better Regulation Communication (2019), que vino a reiterar el llamado a los estados miembros para desarrollar políticas basadas en la evidencia, un mayor énfasis en los procesos de consulta pública a los stakeholders, la reducción de cargas regulatorias y mayor uso de análisis de impactos relevantes, y la integración de la mirada estratégica al proceso regulatorio.
Ahora bien, existen dos experiencias europeas que merecen especial atención, y que han tenido gran influencia entre nosotros: Reino Unido y España.
En Reino Unido existe una larga tradición de esfuerzos en materia de better regulation, cuyo hito, en el sentido de que lo entendemos hoy (con antecedentes en el gobierno Thatcher), descansa en la iniciativa, en el gobierno de Tony Blair, de la Better Regulation Initiative y la Better Regulation Task Force, ambas de 1997, y partir de la cual surge el concepto de Better Regulation Executive, la estrategia (BR framework) y los principios de buena regulación. En 2009 se crea el Regulatory Policy Committee (RPC), agencia independiente compuesta por expertos independientes, apoyados por el servicio civil, a cargo de examinar la evidencia sobre la que descansan las propuestas de regulación y desregulación, principalmente sobre la base de informes públicos de impacto regulatorio ex ante y ex post.
La experiencia británica de mejora regulatoria también destaca por iniciativas tales como “una (regulación) adentro, una afuera” o “una adentro, dos afuera”, como mandatos de simplificación y desregulación a los reguladores, basados en el modelo de equivalente anual de costo directo neto a la empresa (EANDCB, por sus siglas en inglés) (Baldwin, Cave y Lodge 2012, Bishop 2019). En los últimos años, junto con iniciativas de desregulación, se han utilizado fondos públicos para financiar proyectos de reguladores que buscan innovar y hacer uso de la inteligencia artificial para crear ambientes que promuevan la inversión, la innovación y la experimentación, como el Regulators’ Pioneer Fund, que ha sido destacado por el Observatorio para la Innovación en el Sector Público (OPSI) de la OCDE (ver acá).
Por otra parte, el modelo español resulta atractivo, por un lado, por la fuerte influencia que ejerce en nuestro derecho público, y, por el otro, como Estado regional (una fórmula descentralizada de Estado unitario, opuesta al unitarismo centralizador de Chile), tiene un desarrollo creciente y sofisticado acerca de mejora regulatoria a nivel regional-autonómico (Román y Riscos 2019, examinando la experiencia de Andalucía) y local (Prieto 2019), que requiere ser examinado con detención porque es un desafío al que nuestro país está llegando también atrasado.
De la experiencia española, sujeta a las directivas comunitarias europeas, destacamos dos aspectos. En primer lugar, la arquitectura normativa que han generado un marco de mejora regulatoria permanente. Se estructura principalmente sobre la base de una evolución incremental en la que destacan la Ley de Gobierno 50-1997 (que mandata al Gobierno a ejercer la iniciativa y la potestad reglamentaria de conformidad con los principios y reglas de la Ley de Procedimiento Administrativo); el Real Decreto 1083/2009 (que regula la memoria de análisis de impacto normativo, MAIN); la nueva Ley de Procedimiento Administrativo 39-2015 (que, entre otros, recoge los principios de buena regulación, ordena el proceso de elaboración de normas y refuerza la participación ciudadana), y el Régimen Jurídico del Sector Público 40-2015 (que incorpora un Plan Anual Normativo, la evaluación ex post de las normas y la emisión de un informe de calidad normativa). También destaca la Ley de Garantía de Unidad de Mercado 20/2013 (que refuerza los principios de buena regulación). En segundo lugar, un protagonista institucional, la Oficina de Coordinación y Calidad Normativa (OCCN), creada en 2017, dependiente del Ministerio de la Presidencia, encargado de promover la coordinación y calidad de la actividad normativa del Gobierno (Sánchez et al 2019, Revuelta 2014).
Finalmente, destacamos la experiencia de Estados Unidos. Esta resulta atractiva en diversas dimensiones: En primer lugar, se trata de una experiencia que, como la entendemos hoy (a pesar de antecedentes en gobiernos de los 70’), data desde el gobierno de Reagan y tiene un protagonista institucional, la Office of Information and Regulatory Affairs (OIRA), parte de la Office of Management and Budget (OMB), y que tiene como rol institucional la revisión de las regulaciones del Ejecutivo, aprobar la recolección de información por parte del gobierno y las prácticas estadísticas, y la coordinación de las políticas de privacidad federal. A la cabeza se encuentra el Administrador OIRA, designado por el Presidente con acuerdo del Senado, popularmente conocido como el “zar regulatorio” (Sunstein 2013). La OIRA está desde sus inicios marcados por la Paperwork Reduction Act,de 1979, y su vocación desreguladora (Sunstein 2019), aunque sofisticado por las definiciones de los presidentes Clinton (Executive Order 12866-1993) y Obama (Executive Order 13563-2011). Esta última establece nuevos principios y requerimientos, participación pública, coordinación, flexibilidad e integridad científica, mandato que alcanza a todos los reguladores que envían nuevas regulaciones a la revisión de la OIRA. Además, entre 2009 y 2012, el Administrador de OIRA fue el destacado profesor Cass Sunstein, uno de los principales especialistas en la materia (y en derecho constitucional y administrativo).
En segundo lugar, y al igual que en otros ámbitos, durante el gobierno de Trump se generó una controversia relevante con la Executive Order 13.771-2017, “Reducción de regulaciones y control de costos regulatorios”, que buscaba, para algunos complementar, para otros reformar o reemplazar, las Executives Orders 12.866 y 13.653. La de Trump tenía dos nuevas reglas centrales: (i) toda nueva regulación debe tener “costo 0” y (ii) el modelo de “una (regulación) adentro, dos afuera”.
Así, la primera regla buscaba reducir los costos de las regulaciones existentes; la segunda, reducir el flujo de nuevas regulaciones (Sunstein 2020, Dooling et al 2019, Renda 2017). El debate es interesante porque (i) da cuenta de que los análisis de impacto regulatorio pueden subdesarrollar los beneficios de la regulación, pero que son necesarios en Estados Unidos nuevos esfuerzos de evaluación regulatoria retrospectiva para simplificar o derogar regulaciones existentes, y ser más exigentes con los análisis costobeneficio frente a nuevas regulaciones (Sunstein 2020, Sunstein 2014); (ii) que los análisis de impacto regulatorio (o costo-beneficio), cuando son robustos y a base de evidencia, pueden “defender” una buena regulación existente frente a un nuevo ACB (Cecot 2019); (iii) buscó fijar una línea divisoria entre mejora y simplificación regulatoria, y un intento de desregulación estructural y/o sustantivo, a gran escala (Freeman y Jacobs 2021), y (iv) los límites de la acción presidencial frente a las agencias administrativas, la potencial erosión del Estado Administrador (entendido como separado del gobierno) y el debilitamiento del principio de separación de funciones (Davis y Revesz 2019). En cualquier caso, y dada la controversia generada, en enero de 2021 el Presidente Biden revocó la Executive Order 13.771.
En tercer lugar, el rol que tiene la revisión judicial del análisis de impacto regulatorio o, en el caso norteamericano, del análisis costo-beneficio, en el contexto de escrutinio de decisiones arbitrarias y caprichosas por entes públicos (bajo la ley de bases de procedimiento administrativo, APA). Por ejemplo, en un precedente relevante, Michigan v. EPA (2015). En este, la Corte debía resolver si es razonable que la EPA (agencia medioambiental) excluya los costos de la regulación al tomar la decisión. Para la agencia, la regulación era “apropiada” porque las emisiones contaminantes generaban riesgos para la salud y el medioambiente, y porque existían mecanismos de control para lograr la reducción de estas; consideró, además, que era “necesaria” porque la imposición de otros requisitos establecidos en la ley no eliminaba dichos riesgos.
La EPA no quiso considerar los costos de la regulación al tomar su decisión, aunque estimó que el costo para las plantas energéticas ascendía a US$ 9,6 billones al año, pero los beneficios cuantificables de la reducción resultante de emisiones contaminantes sería de US$ 4 a 6 millones anuales. En síntesis, la Corte sostuvo que la interpretación de la EPA de la norma aplicable no pasaba el estándar de razonabilidad, al no tomar en consideración todos los costos relevantes. “Apropiada y necesaria”, sostuvo, implica necesariamente los costos de cumplimiento de la regulación, siendo irracional imponer billones de dólares en costos económicos en retorno por pocos dólares en beneficios en salud y ambientales (ver mi columna analizando en términos generales la sentencia, acá). En este como en otros casos, la revisión judicial del análisis costo-beneficio es tomada en serio (Cecot 2019, Sunstein 2017).
En fin, la experiencia comparada, liderada por la OCDE, los esfuerzos europeos comunitarios o específicos, como Reino Unido y España, o Estados Unidos, dan cuenta de la importancia de tener una autoridad especializada a cargo, evitando la fragmentación; contar con sistemas o marcos de mejora regulatoria, a cuya base se requiere normativa técnica (y base legal); que el carácter dinámico del proceso importa, esencialmente uno abierto a la innovación y experimentación, a múltiples metodologías, evaluaciones de impacto, etc., respecto de la totalidad del ciclo regulatorio (que tiene múltiples fases), y que la creciente complejidad del fenómeno regulatorio (que no es otra cosa que la cara de la complejidad social) requiere de enfoques e instrumentos flexibles, dinámicos, abiertos a los desafíos y a las oportunidades de la inteligencia artificial, la digitalización, la experimentación (como las cláusulas sunset, Veit y Jantz 2012 o las sandbox, Yefremov 2020, Ranchordas 2021; en general, Van Gestel y Van Dijck, 2011), los insumos de la economía del comportamiento (que, por ejemplo, han influido en la creación de los Nudge Unit, basado en la idea de nudge (“pequeño empujón” / ”empujoncito”) y el “paternalismo libertario” (Thaler y Sunstein 2008), o nuevos conceptos asociados a este como Sludge, Thaler 2018, Sunstein 2019). Más aún, es creciente la tendencia hacia la supervisión de regulación sectorial desde la institucionalidad de la libre competencia por sobre reguladores especializados sectoriales, multisectoriales.
La experiencia chilena
La experiencia de mejora regulatoria, marcada por el protagonismo de la OCDE, y la mejor experiencia comparada, ha influido decisivamente en nuestra forma de pensar acerca de esta materia y debe ser un estándar de comparación y orientador para la mejora regulatoria futura. Las dos iniciativas legales objeto de esta columna, insistimos, deben ser consideradas parte de una discusión mayor en esta materia y conectarse con ella. Con todo, como veremos a continuación, a pesar de los esfuerzos e iniciativas valiosas en este ámbito, nuestro país tiene todavía mucho que hacer. Veamos algunas de ellas.
En primer lugar, contamos con una regla de estimación simple del impacto social y económico que una nueva regulación generará en las empresas de menor tamaño (artículo 5°, Estatuto PYME); en materia medioambiental, análisis de impacto económico para la dictación de normas de calidad ambiental (artículo 32°, Ley 19.300); en materia de coordinación regulatoria, el artículo 37 bis de la LBPA para la dictación de actos administrativos de carácter general por parte de un órgano que afecte las competencias de otro, o las propuestas regulatorias ambientales que puede proponer el Consejo de Ministros para la Sustentabilidad y el Cambio Climático al Presidente de la República; en materia de autorregulación, la Ley N° 21.000, que crea la CMF, impuso a las entidades que deben autorregularse la alternativa de dictar sus propias normas y códigos de conducta o participar del Comité de Autorregulación Financiera; entre otros.
Por lo demás, la creación de la CMF fue, en sí mismo, un gran hito de mejora regulatoria respecto de nuestro viejo modelo de Superintendencias (Cordero y García 2012, García y Verdugo 2010, García 2009), a partir del trabajo de la Comisión de Reforma a la Regulación y Supervisión Financiera, o Comisión Desormeaux (2011).
En segundo lugar, un rol destacado han tenido diversos instructivos presidenciales en la materia: sobre buenas prácticas regulatorias (001-2014); el que incorpora un informe de productividad en algunas iniciativas legales (002-2016); el que instruye sobre la elaboración de informes de impacto regulatorio (003-2019) (ver informes realizados hasta la fecha acá), y el que establece medidas de simplificación regulatoria y legislativa (004-2019).
En tercer lugar, se deben subrayar iniciativas específicas del Ministerio de Economía durante la segunda administración Piñera, como la creación de la Oficina GPS (hoy OGP), la Oficina de Productividad y Emprendimiento Nacional (OPEN) y la plataforma SUPER (Sistema Unificado de Permisos).
En cuarto lugar, las contribuciones de la CNEP (ex CNP), creada en 2015, aunque con una importante reforma a su estatuto en 2021, que amplió su rol inicial para fortalecer la calidad de regulaciones y evaluación de políticas públicas. En este ámbito específico han sido especialmente relevantes su reciente análisis de permisos sectoriales prioritarios (2023) y uno anterior sobre revisión regulatoria para MYPYMES (2021).
También cabe destacar el rol central que en materia de evaluación ejerce la Dipres (Ministerio de Hacienda). Esta no solo se limita a evaluaciones ex ante y ex post de programas gubernamentales y políticas públicas, sino que también juega un rol de evaluación de proyectos de ley en la discusión legislativa (similar a un análisis de impacto regulatorio). También destaca, en materia de evaluación ex post, el Departamento de Evaluación de la Ley de la Cámara de Diputados, creado en 2010, que cuenta con autonomía funcional con el fin de evaluar las leyes que han sido aprobadas por el Congreso en cuanto a su eficacia e influencia en la sociedad; proponer medidas correctivas, de ser necesario, para la correcta aplicación de la ley, y crear y administrar una red de organizaciones sociales interesadas en participar en la evaluación (BCN 2020; ver repositorio de leyes evaluadas acá). Un informe OCDE 2012 analizó en profundidad el trabajo del departamento destacándolo como un esfuerzo temprano a nivel OCDE y formulando recomendaciones de perfeccionamiento.
Finalmente, a pesar de que se trata de desarrollos institucionales que han generado gran controversia, es imposible obviar el rol que han desarrollado, como reguladores de facto, la Corte Suprema, especialmente en ámbitos como medioambiente, seguridad y salud, en lo que he descrito como prácticas indiciarias de sentencias estructurales (ver mi columna en este foro acá), y en parte conectado con el debate de activismo judicial (García y Verdugo 2013 y mi columna reciente en este foro acá) y la Contraloría General de la República (Jiménez 2023, Jiménez 2021, Cordero 2010).
Ello, por lo demás, fue objeto de un extenso análisis durante el proceso constitucional 2023. Se trata de una cuestión de la mayor relevancia —que será tocada en mi próxima columna—, porque las dos iniciativas legislativas objeto de análisis deben tener especialmente en cuenta la forma en que serán interpretadas potenciales nuevas reglas legales a partir de la inercia con la que seguramente seguirán actuando la Corte y Contraloría en materia de autorizaciones y permisos sectoriales.
Por supuesto, en el camino han quedado una serie de iniciativas de mejora regulatoria asociadas a diversas agendas pro-crecimiento, productividad e innovación, simplificación regulatoria (por ejemplo, el proyecto de ley establece medidas para impulsar la productividad y el emprendimiento, Boletín N° 12.025-03, incluyendo un informe de productividad para proyectos de ley), y de modernización del Estado. Esta última tuvo relevancia en los dos procesos constituyentes fallidos, especialmente la creación de una —ya largamente debatida— Agencia de Calidad de Leyes y Políticas Públicas (con diferentes denominaciones), la que hoy también forma parte del Pacto Fiscal.
A pesar de los avances de la última década, y que Chile ha sido un laboratorio de diversas estrategias de mejora regulatoria (comando y control, nudge, sandbox, autorregulación forzada, autorregulación regulada, corregulación, regulación responsiva, supervisión basada en riesgo, regulación prudencial y metarregulación, Muñoz y Muñoz 2022), la literatura especializada, y la (escasa) evidencia en materia del impacto que han tenido las iniciativas de cambio regulatorio en nuestro país, tienden a dejar un gusto amargo, críticas y muchos desafíos.
Por ejemplo, se ha destacado la fragilidad de sus bases normativas, más bien limitadas a los instructivos presidenciales reseñados; la baja calidad, cantidad, y ámbitos sectoriales de los análisis de impacto regulatorio (especialmente la deficiencia y sub-utilización del formulario del instructivo 003); los escasos mecanismos de participación ciudadana y afectados; la baja autonomía y especialización de los órganos públicos que participan en esta materia (SEGPRES, DIPRES y OPEN) y la inexistencia de un órgano especializado a cargo, tipo OIRA (EE.UU.) o RPC (U.K.); el desarrollo inorgánico de estrategias de regulación y la ausencia de una política regulatoria que promueva la adopción de modelos adecuados a los objetivos planteados; problemas de diseño institucional y metodologías del Departamento de Evaluación de la Ley de la Cámara y su falta de coordinación con los órganos administrativos; falencias de la participación ciudadana en los procesos regulatorios; déficits y desafíos de la aplicación de los modelos de supervisión basados en riesgo en nuestro país, entre otros (Muñoz 2021 y 2023, Muñoz y Muñoz 2022, Costa et al 2022, Arancibia 2016).
En conclusión, a pesar de los avances de la última década, el proceso de mejora regulatoria en nuestro país lamentablemente ha estado más bien marcado por iniciativas fragmentarias, aisladas y desconectadas entre sí, que no han tenido el impacto ni los resultados esperados. Sin embargo, es el contexto bajo el cual deben ser examinadas las dos iniciativas legislativas propuestas por el Gobierno.
Así, el debate legislativo de ambas nos entrega una valiosa oportunidad para, por un lado, avanzar en el corto plazo en una necesaria simplificación regulatoria, al servicio de la reducción de los plazos para materializar proyectos de inversión (sin descuidar el interés público involucrado en la protección de bienes y objetivos valiosos), y, por el otro, construyendo infraestructura institucional al servicio del proceso de mejora regulatoria, pensando en el largo plazo y siendo más exigentes en los objetivos, impactos y resultados esperados, pero, ahora, hacerlo con una “vista de la catedral”, desde una mirada holística y sistémica, como nos legara, en una potente imagen y metáfora, Guido Calabresi (1972).