El Mercurio

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La columna de Javier Couso (sábado) argumenta que la comisión de Armonización tendría competencias para escribir una nueva regulación de las reformas constitucionales, pese a que el pleno ya rechazó propuestas anteriores. Este planteamiento ilumina al menos tres facetas del problema en que estamos inmersos.

La primera es que muestra con claridad que la Convención se dio un mal procedimiento. Por alguna razón inexplicable, al diseñarlo la Convención desconoció la experiencia y omitió crear mecanismos de desbloqueo o instancias de negociación final, como sería, por ejemplo, el espacio que ocupa una comisión mixta en el trámite legislativo. Expresamente, la Convención rechazó esas propuestas y creó una comisión que es más bien de estilo; que no tiene 'lápiz' sino 'destacador', se dijo entonces. ¿Puede escribirse una nueva regla con 'destacador'? Obviamente, no. ¿No es cambiar las reglas del juego intentar desarmar lo decidido originalmente ahora que el supuesto defecto se muestra evidente?

La segunda cuestión nos exige examinar si existe alguna incongruencia. El profesor Couso argumenta que si la nueva Constitución es norma suprema, necesariamente debe gozar de rigidez. Por eso, agrega, es necesario desechar el quorum simple para reformar determinadas normas constitucionales.

El constitucionalismo tradicional le daría la razón, pero, y aquí está el problema, el borrador que propone la Convención se aleja en tantos aspectos del constitucionalismo clásico que las categorías comunes para juzgar el texto hoy han sido abandonadas. ¿En qué Constitución del mundo se contempla el aborto, las ferias libres, el cielo nocturno y un largo etcétera? En ninguna. ¿Qué Constitución —salvo Bolivia o Ecuador— incluye entre sus artículos los derechos de la naturaleza, la plurinacionalidad y otras tantas normas ajenas a cualquier texto normal? Por eso la decisión sobre la rigidez constitucional no hay que juzgarla según las categorías tradicionales, sino que a la luz del extenso contenido del propio borrador.

Visto así, el borrador no contiene incongruencias en este aspecto. Establece que las normas fundamentales (aquellas que conforman algunas de las bases del Estado de Derecho y que sean modificadas 'sustancialmente') requieren para su reforma un referéndum o 2/3 de los parlamentarios. Esta regla es excesivamente ambigua y asegura una conflictividad futura; pero ello no importó a la Convención y es la que escogió para dotar de rigidez a aquello que diríamos es genuinamente constitucional. Las demás normas no tienen tal rigidez, aun cuando pueden contar con supremacía, porque la inmensa mayoría de ellas son normas programáticas. Dicho de otra forma, ya es extraño para el constitucionalismo dotar de supremacía a declaraciones retóricas más propias de una 'cuenta pública', pero dotarlas de rigidez sería un exceso. Ese tipo de normas, que al decir de Law y Versteeg dan vida a 'constituciones aparentes', deben reformarse como podría modificarse cualquier programa de gobierno. Y esa es la regla que, tras sucesivas votaciones, adoptó la Convención.

Por último, la tercera faceta del problema se vincula con la argumentación subyacente que propone invalidar reglas invocando principios. Si bien esta práctica argumentativa es común al amparo del neoconstitucionalismo, lo cierto es que se exacerbará si el borrador llega a ser aprobado. Y así veremos instalarse una paradoja: muchos criticaron la Constitución vigente por cobijar en sus intersticios la semilla de principios que supuestamente ataban las manos de un legislador ansioso de dictar reglas que superaran los pretendidos paradigmas del pasado. Esta idea, que he argumentado tiene mucho de mitología, está siendo reemplazada por la más neoconstitucionalista de todas las constituciones: plagada de principios y una retórica que, ya no entre líneas sino que en cada enunciado, empodera un control judicial difuso y un nuevo programa de gobierno.

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