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Preguntarse por lo que pasó en la política de estos años nos exige diagnosticar algunas de las enfermedades que han padecido tanto a derechas como izquierdas en el último tiempo. Aquí planteo dos patologías para luego sugerir algunos remedios que bien valdría la pena probar.

La izquierda y la falta de contención

La salud de cualquier democracia depende en parte de la capacidad de contención de los actores que participan de ella. En una medida superior a la que solemos atribuirle, la contención debe estar presente en el juego político limitando aspiraciones, matizando oportunidades y proscribiendo ciertas conductas. Una política sin contención polariza y deviene fácilmente en utopía. Y es que toda democracia es, como escribió Aron, un “compromiso inestable” que exige respetar reglas que tanto gobierno como oposición preferirían saltarse (1).

Una pregunta evidente es qué habría que contener. Esa respuesta ha sido largamente debatida en la izquierda. No es necesario ser un leninista para empatizar con su crítica al “infantilismo revolucionario” que amenaza el avance de cualquier proceso de cambio. Así entonces, lo que habría que contener es el influjo extremista que levanta sus posiciones desde la radicalidad y no desde la moderación; desde la posición inamovible y no desde la negociación. Expresado en otro lenguaje, la contención exige balancear la obstinación con la prudencia.

Por mucho tiempo, la falta de contención en la izquierda fue un virus del cual parecía inmunizada. Y es que el fracaso de la UP se debió en gran medida a la incapacidad de contención al interior de la propia coalición de izquierda. Por eso, en los noventa la contención se construyó sobre la Democracia Cristiana, un partido todavía doctrinario y con una historia lo suficientemente densa como para ofrecer una legitimidad intachable. A mediados de la primera década del milenio, y a medida que la DC perdía su marco conceptual, la contención pasó al PS: la vacuna entonces se llamó socialdemocracia (2).

Por razones que todavía merecen ser descubiertas, a partir del 2010 el PS y la izquierda empezaron a extraviar la contención. Así, se entregaron acríticamente a gran parte de las demandas que nacían de la calle sin ser capaces de actuar colaborativamente con quien entonces asumió el gobierno. Un ejemplo tan dramático como revelador es el silencio sepulcral que invadió a todos los líderes políticos de centroizquierda y a las autoridades universitarias de la Universidad de Chile, cuando desde su Casa Central se desplegó el 2011 un amplio cartel que mostraba al entonces Ministro del Interior, Rodrigo Hinzpeter, con una injuriosa esvástica en su rostro y una bala en su frente (3). Que aquello no hubiera sido un escándalo de proporciones, por el contenido y por el lugar donde se exhibía, fue uno de tantos hechos que corrieron el cerco de lo aceptable en la política de izquierda.

El segundo gobierno del Presidente Piñera abrió definitivamente las compuertas de la incontinencia. Al permanente y consciente desapego al derecho que lideraron parlamentarios de izquierda en la tramitación de los proyectos de ley en el Congreso, se sumó el 18 de octubre del 2019. A partir de ese día las izquierdas compitieron por esconder cualquier espacio de moderación que pudiera matizar su apoyo al momento más desestabilizador que Chile conozca en el último medio siglo. Pero sobre eso, hablaremos más adelante.

La derecha y la simplicidad

La incontinencia no es, en cambio, un defecto de la derecha. Esta ha sido en las tres últimas décadas un sector que mantiene una distancia relativamente estrecha entre sus diversas facciones internas por lo que la existencia de un entramado contendor no ha sido necesario. Da cuenta de ello el hecho que no haya habido, sino hasta hace poco, un grupo político por fuera de los partidos tradicionales que la integran. La extrema derecha, que existió hasta los ochenta, fue tempranamente anulada; y el pinochetismo, paulatinamente absorbido o deslegitimado.

Tal vez por eso es que la derecha no ha debido hacer esfuerzos por sofisticar su reflexión y comprensión del momento político. No tuvo en estas tres décadas elementos que la tensionaran y provocaran por ello una reflexión. No se conoce en este sector nada parecido a ese enfrentamiento de los noventa entre flagelantes y complacientes que ha sido objeto de variada reflexión desde las izquierdas. Quizá la única ruptura se produjo con la figura de Pinochet; pero ella fue fruto más bien del pudor que de un momento intelectual.

Esta falta de hitos que hayan exigido una cierta teorización es una de las causas del que a mi juicio es el principal defecto de la derecha en las últimas décadas: su dificultad para comprender la complejidad propia de la acción política. Desde la derecha pareciera siempre correrse el riesgo de creer que hay una sola respuesta correcta. Pero la política es un arte complejo. Consiste, ha escrito Oakeshott, en “atender los acuerdos generales de un conjunto de personas a las que la casualidad o la elección ha hecho vivir juntas” (4). Si algo como eso es hacer política, ¡vaya complejidad la de liderar acuerdos en sociedades plurales como las nuestras!

Las múltiples críticas que se suele hacer a la derecha en los últimos años pueden integrarse globalmente a este diagnóstico. Así la ausencia de un relato o su olvido, la ausencia de bienes fundamentales que deben ser defendidos, el abandono de las bases y el liderazgo de la tecnocracia, entre otras críticas, acertadas o no, se pueden atribuir principalmente al pecado de la simplicidad.

Y es que la simplicidad puede ser en muchos ámbitos una virtud, pero en política es definitivamente un pecado. La política exige mediación, capacidad de conexión y voluntad de persuasión. La simplicidad, por su parte, hace casi imposible dialogar con esas tres facetas: entorpece cualquier mediación en situaciones complejas, como las que abundan en la vida en sociedad; impide conectar, pues tiende a infantilizar el vínculo; y es incapaz de persuadir por la escasa densidad argumentativa.

Una forma de dar cuenta de esta simplicidad que habita la derecha es constatando la escasa atención que se ha dado en las últimas tres décadas a rescatar y vigorizar sus dos corrientes intelectuales más fuertes: el pensamiento conservador y el liberal. Desde hace por lo menos ochenta años la derecha chilena se ha alzado sobre ellas. Primero se institucionalizaron en los partidos del mismo nombre; más tarde, se unieron en el Partido Nacional; y hoy atraviesan los partidos de Chile Vamos y, aunque todavía es temprano para decirlo, seguramente también el Partido Republicano.

¿No es extraño que si la alianza liberal-conservadora alimenta a la derecha chilena desde hace poco menos de un siglo, haya habido tan poca reflexión en las últimas décadas en torno a ella? Hay, ciertamente, excepciones: en los 2000, un libro editado por Lucía Santa Cruz, y en la última década los trabajos de Hugo Herrera (UDP) y Valentina Verbal (Ediciones LyD), entre otros (5). Pero todos estos, han sido esfuerzos más individuales que institucionales y con una incidencia más académica que política. Sin esta inquietud intelectual, ¿cómo puede vigorizarse los fundamentos de la posición política? ¿Cómo podría irse renovando el mensaje? ¿Quién desafía las convicciones de ayer? ¿Quién pone al día el “relato”?

Donde más se echa en falta esta reflexión es en torno al pensamiento conservador. En general durante el siglo XIX y gran parte del XX las corrientes políticas estuvieron ancladas a posiciones ideológicas que las alimentaron. Por eso no era imprescindible motivar una reflexión, porque esta surgía naturalmente de la teorización que hacían filósofos e intelectuales en Chile y el mundo. Así, los planteamientos de la Iglesia Católica y más tarde su doctrina social fueron el anclaje intelectual del pensamiento conservador y del socialcristianismo por más de un siglo. Pero hoy ese vínculo es casi inexistente dado el paulatino retiro de la opinión pública que ha tenido la Iglesia Católica y la escasa profundidad de la reflexión intelectual de las demás iglesias cristianas. Por eso decir hoy en Chile “pensamiento conservador” abre un gran signo de interrogación.

La simplicidad de las derechas ha adquirido, en los últimos tiempos, diversas facetas: la obsesión por encontrar un “relato” que supuestamente resume todo; el entreguismo a lo populista; el atrincheramiento de algunos como forma inactiva de espera; la insistencia en las cifras como mecanismo de evaluación prioritario; la nostalgia recurrente con un conjunto de principios que poco se distingue del statu quo; son algunas expresiones.

Gobernar… ¿es traicionar?

Ronald Reagan encarna para muchos algunas de las cualidades que debe tener un líder político de derechas, tanto en Estados Unidos como en otras partes del mundo. Una de ellas es un relato político atractivo ligado a principios conservadores. Nadie duda hoy que el pensamiento conservador americano le debe mucho a Reagan. Pese a ello, en sus diarios escritos durante su gobierno se leen frecuentes reacciones a las críticas que le hacían asociaciones conservadoras por abandonar los principios (6).

Que Reagan haya sido objeto de esa crítica desde su propia base nos obliga a preguntarnos si necesariamente gobernar hoy exige algún grado de traición a los electores más fieles. Y es que todo gobierno debe balancear en su gestión la adhesión del electorado más fiel, con los que comparte una base de principios, con aquel afecto más esquivo de quienes le dieron la mayoría por razones indescifrables e incluso de quienes están en la oposición. Casi por naturaleza, salvo excepciones trágicas, los presidentes intentan ser presidentes de todos los chilenos.

Administrar esta tensión entre adherentes principistas, electores pragmáticos y opositores infieles se ha tornado crecientemente complejo. Más aun en gobiernos de minoría parlamentaria, como han sido los dos de Sebastián Piñera. Y es este factor el que, a mi juicio, ha incidido de modo determinante en la evaluación de sus dos gobiernos: apareciendo para algunos como un gobierno sin quilla y para otros como uno anclado en dogmas sin trascendencia. Esta tensión mal conducida, habría terminado de alejar ya no solo a los electores pragmáticos (cuya permanencia en el buque responde a razones ocultas) sino también a los adherentes principistas. Entre las posibles traiciones de ambos períodos al ADN del sector se suelen citar las reformas tributarias, el cierre del Penal Cordillera, el discurso de la “nueva derecha” de inicios del primer gobierno, la entrega de la Constitución, la renuncia al orden, el matrimonio entre personas del mismo sexo, entre otros.

Este último, el matrimonio entre personas del mismo sexo, requiere un apartado especial. Y es que es de esos temas que reúnen las características propias de los asuntos nucleares, aquellos que son candentes y dividen aguas al interior de la propia coalición. Este tipo de temas, no es necesario explicarlo, requieren un tratamiento delicado que evite romper acuerdos explícitos o tácitos. No es lo que ocurrió en este caso, donde el Presidente había tomado posición en la campaña, zanjando el tema entre sus adherentes. Y el cambio de postura no se produjo por una contingencia especialísima o tras una deliberación amplia al interior de la coalición política. Más allá de las legítimas diferencias sobre el matrimonio igualitario, lo cierto es que ese sorpresivo cambio de posición demostró escasa habilidad para administrar la alianza liberal–conservadora sobre la que se construye la derecha.

Si las otras decisiones mencionadas más arriba fueron o no traiciones, o por el contrario fueron intuiciones bien administradas, es un asunto que aquí interesa menos. Lo importante por ahora es mostrar que otra enfermedad a tener en consideración para entender el 2021 es que el gobierno, y en alguna medida también la propia coalición, no administraron adecuadamente la tensión gobernar-traicionar, ese delicado balance entre adherentes principistas, electores pragmáticos y opositores infieles.

El 18-O: el peak de las enfermedades

Donde mejor se aprecian las enfermedades de izquierdas y derechas es en torno al 18 de octubre y todo lo que siguió. La imagen de Gabriel Boric en la Plaza Baquedano increpando a funcionarios militares a cargo del orden público da cuenta de una desmesura patológica. Y, en la otra vereda, el dogma simplista que se instaló en ciertos sectores de derecha fue que el orden público se restablecería “sacando a los militares a la calle con facultades reales”.

Un poco de contención en la izquierda hubiera sido esperable para matizar el apoyo acrítico a la movilización disruptiva. Si algo se rompió en ese momento, fue el extendido consenso de la transición que proscribía la violencia como medio de acción legítima. Después del 18-O, por obra de algunas declaraciones, pero principalmente fruto del silencio, la violencia pareció ser un efecto tolerado e inevitable de la movilización. Las fuerzas de izquierda, sin contención alguna, prefirieron entonces rendir homenaje: “la ciudadanía movilizada ha corrido el cerco de lo posible”; “han establecido, por la vía de los hechos, un proceso constituyente”, declaró toda la oposición el 12 de noviembre, en uno de los momentos más amargos.

En la otra vereda, una reflexión algo más sofisticada de las derechas hubiera sido esperable para comprender que la profunda crisis requería no solo del ejercicio de atribuciones formales… como si viviéramos en la sociedad legalista del siglo XIX. Se requería urgentemente reforzar la legitimidad, esto es, reconstruir en las personas la percepción que la política -ciertamente no solo el gobierno, sino toda la institucionalidad- respondían a la crisis de una manera correcta y justa. Y pretender hacer esa reconstrucción confiando principalmente en el uso de la fuerza por parte de los funcionarios policiales conduciría seguramente a un fracaso. Más aún si consideramos que desde hace años las encuestas mostraban una extendida percepción de ilegitimidad en el uso de la fuerza policial con resultados dañosos incluso cuando esta buscaba enfrentar manifestaciones violentas (7). Fue por eso, intentando recuperar la legitimidad de la política, que se juega la carta constitucional.

Y esto último nos lleva al Gobierno. Este no pudo (¿o no supo?) explicar por qué la jugada constitucional tenía sentido y era lo que posiblemente exigía esa hora oscura. Ni el Gobierno ni los líderes políticos de derecha lograron articular, en una de las decisiones más relevantes del último tiempo, una argumentación que permitiera resolver la tensión siempre presente entre “gobernar” y “traicionar”. Por eso entonces, el Gobierno ya no solo estaba herido en la capacidad de ejercer el poder estatal, sino que ahora, según mostraron las encuestas, también fue abandonado por su electorado más leal. No vieron estos últimos en el camino constitucional un gesto con altura política, sino que una supuesta “transaca” en la que cada parte pensaba en lo suyo.

He justificado en otra publicación por qué la carta constitucional que jugó el Presidente Piñera y la coalición era la única posible en ese momento (8). No era la ideal; pero no había otra que, protegiendo la política y la institucionalidad, estuviera a la altura de las circunstancias. Lo sigo sosteniendo pese a lo ocurrido después en la Convención, que ha sido un espectáculo amargo. Y es que, como recuerda Gabriel González Videla al iniciar sus memorias, gobernar es vivir “el permanente drama entre la teoría y la realidad, entre lo ideal y lo posible” (9). La realidad y lo posible dieron inicio al camino constituyente.

Más allá de esa evaluación, lo importante en estas páginas es mostrar que el 18-O desnudó los defectos que se han planteado: izquierdas sin contención, derechas con tendencia a la simplificación y un gobierno con dificultades para administrar los espacios de “traición” que indefectiblemente exige gobernar.

¿Qué hacer? Los remedios a partir del 2022.

A partir de ahora son muchas las preguntas que se abren. Encontrar remedios pasa necesariamente por ir encontrando respuestas.

En la izquierda la pregunta fundamental es si seguirá siendo el PS el eje de su contención. Lo que ha sucedido en los últimos meses muestra que, aunque debilitado, todavía tiene un espacio para serlo. Como dijo transparentemente el PC Hugo Gutiérrez, la conformación del gabinete de Boric muestra que se puede ganar, perdiendo. Y es al PS a quien iban dirigidos esos dardos. Si tendrá la potencia suficiente, intelectual y política, como para mantener en torno a sí mismo el eje de la contención es una noticia en desarrollo. Lo único que sabemos es que, para la estabilidad de Chile, un socialismo (y no varios como fue común en el siglo XX) anclado a la socialdemocracia es vital. Si eso ocurre, el remedio a la incontinencia pasará por la configuración de acuerdos implícitos y explícitos que proscriban ciertas conductas (como el coqueteo con la violencia que ha inundado del PC hacia su izquierda) y fijen ciertos contenidos programáticos que aseguren una gobernabilidad ajena al populismo.

En la derecha son también muchas las preguntas y los remedios que deben recetarse. Hay dos, sin embargo, que me parecen imprescindibles para dejar de planear en la superficie y empezar a sondear las profundidades de las consciencias y, digámoslo en el lenguaje de moda, “los territorios”.

El primer remedio exige teorizar y luego consolidar más intensamente la alianza liberal-conservadora que fundamenta a las derechas. ¿Qué es ser conservador en el Chile del S XXI? ¿Y qué es ser liberal? ¿Cuáles son los contenidos coincidentes y distintivos de cada cual? ¿Qué otras corrientes pueden ser “absorbidas” por esta dupla? ¿En dónde hay “unidad” y en donde hay “libertad”? Y tantas otras preguntas.

Para eso se requiere reflexión teórica y análisis político, ideas y estrategia electoral, filosofía y “calle”. Exige entonces crear puentes entre la torre de marfil y el foro público, reduciendo los prejuicios y el desprecio que tantas veces se cruza entre académicos y políticos. Porque, no cabe duda, académicos y políticos tienen cualidades diversas pero complementarias (10).

Si algo como esto ocurre, es decir, si se teoriza en los fundamentos de una alianza liberal-conservadora y se consolida políticamente tal teorización, no nos veremos enfrentados en el futuro a un programa de Gobierno tan brutal como el exhibido por J.A. Kast en primera vuelta. Tampoco seremos testigos de esa animadversión que mostró Ignacio Briones frente a J.A. Kast en la segunda vuelta. Porque los conservadores deberán comprender que, para la salud de la alianza, ni por darse un gusto pueden incluir en el programa materias que avergonzarían a demasiados; y los liberales en la derecha deberán comprender que, sea por subsistencia o estrategia, su expresión electoral será necesariamente junto a los conservadores.

El segundo remedio para el 2022 en la derecha permitirá profundizar el mensaje utilizando otras formas de mediación. Tradicionalmente la política en la derecha se ha hecho en torno a los partidos políticos y a un conjunto relativamente atomizado de independientes involucrados en la cosa pública. La militancia en la derecha es esporádica y la vida partidaria de base menos intensa que en sus pares de izquierda. En parte por ello, pero también por la dificultad creciente de todo el sistema de partidos de seguir siendo la “columna vertebral” del sistema político, es necesario que las fuerzas de derecha encuentren otras formas de mediación. Para ello debe ir a sembrar y luego cosechar en la extendida sociedad civil que se esparce en las localidades de nuestro país. Promover el surgimiento de una sociedad civil diversa que se instale a lo largo de Chile en sus múltiples facetas. Y cosechar más tarde en torno a esa red que interactúa desde lo local con el debate público.

No quiere decir esto que haya que abandonar el trabajo político partidista sino que, por el contrario, este debe fortalecerse y complementarse con la acción de la sociedad civil. Alguien podrá reclamar que este planteamiento poco tiene de gremialismo; sin embargo, si se mira con atención, fortalecer la asociatividad y despertar en ésta el interés por la cosa pública es una convicción asentada históricamente en lo más profundo del pensamiento de derechas en Chile.

Nada de esto es del todo novedoso. En los sesenta, el Partido Republicano en Estados Unidos enfrentó una debacle que los llevó a recorrer este camino: “el único camino para que la derecha triunfe, es cambiar el foco desde el campo nacional a las organizaciones de base donde pueden ganar los temas de la derecha” escribía a mediados de los setenta un líder republicano (11). Y, hasta la irrupción de Trump, los republicanos lograron hacerlo transmitiendo un mensaje con contenidos.

Pensar la política de estos años exige pensar en remedios y enfermedades. Estas páginas han planteado algunos para empezar la discusión. Solo así empezaremos a tener un diagnóstico que encamine nuestros pasos.

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