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Alguien dijo que las elecciones no se ganan o se pierden, sino que se explican. La frase se suele usar para graficar una cierta tendencia, relativamente común entre quienes participan en procesos electorales, a buscar lecturas de los resultados que les permitan aparecer como triunfadores desde alguna perspectiva. En estos días, pareciera que este ejercicio explicativo está resultando algo más difícil de lo usual para la derecha respecto del ciclo electoral que vivió nuestro país entre diciembre de 2017 y diciembre de 2021.

En efecto, y tratando de sintetizar la cuestión, ¿cómo se explica que la coalición de centroderecha que obtuvo el 54% de los votos en la segunda vuelta presidencial de 2017 (su votación más alta desde 1989), haya estado sólo en torno al 22% de los sufragios en la elección de convencionales de 2021 (no obstante haber incorporado un partido adicional)? ¿Qué pasó a continuación para que ese resultado se transformara en el 40% que sumaron los candidatos de derecha y centroderecha en la primera vuelta presidencial de 2021, y en un resultado muy positivo -e inesperado- en la elección de diputados y senadores? ¿Qué cabe concluir del 44% obtenido en la segunda vuelta presidencial de 2021, que se sitúa en el mismo nivel alcanzado por la opción “Sí” en el plebiscito de 1988?

Se podría aludir a la alta volatilidad de las preferencias electorales que parece caracterizar la época que vivimos y, aprovechando la clásica expresión “sic transit gloria mundi”, afirmar que estamos en presencia de una demostración más de cómo y con qué velocidad cambian tales preferencias. También se podría recurrir al contexto especialmente complejo, pandemia del COVID19 de por medio, en que se desarrolló el referido ciclo, y centrar la atención en cómo se modificó la participación, y el cambio de electores que ello supuso en cada una de las votaciones que se realizaron.

Si bien existen buenas razones para pensar que ambas explicaciones resultan pertinentes, no parece posible afirmar que sean las únicas que corresponda considerar. Quedarse sólo con ellas, entonces, amenaza con reducir la comprensión de lo ocurrido, y, además, con centrar la atención en factores que se podrían estimar externos al comportamiento del respectivo sector político, dejando de lado el análisis de cómo él afectó los resultados que finalmente obtuvo. Se terminaría pareciendo a la actitud de algunos deportistas que, ante un resultado desfavorable, buscan la explicación única del mismo en “el estado del campo de juego” o “el arbitraje”, para intentar eludir la revisión de su propio desempeño.

En las líneas que siguen, en consecuencia, se pretende exponer algunas consideraciones adicionales que parece necesario tener presente al momento de intentar profundizar en la comprensión de los resultados del referido ciclo para la derecha.

El cuestionamiento del sistema

Se ha destacado que los dos candidatos que llegaron a la segunda vuelta presidencial en 2021 no formaban parte de las coaliciones que estructuraron la política chilena a partir de 1989 (de hecho, cabe recordar que los candidatos de tales coaliciones ocuparon los lugares cuarto y quinto en la primera vuelta de dicha elección). ¿Una particularidad chilena? Probablemente no del todo. Es posible entender lo que se ha señalado como parte del fenómeno internacional que se ha descrito como la crítica al (o incluso el abandono del) llamado “Consenso de Washington” que, siguiendo el lenguaje planteado por Hessel, dio lugar al denominado movimiento de los “indignados”, y tuvo una de sus expresiones icónicas en el 15M español (que, por lo demás, coincide con el movimiento estudiantil en Chile en 2011).

Se trata, en último término, de una crítica al sistema que se presenta como originada en la consideración de las personas comunes y sus necesidades, y dirigida en contra de élites (los “privilegiados”) que, incluso más allá de las adscripciones políticas que sus integrantes declaren, son percibidas como encerradas en sí mismas y alejadas de la realidad y las preocupaciones de las grandes mayorías.

Tanto las alusiones a la forma en que se desarrolló la política chilena a partir de 1990 como la expresión de un “duopolio”, cuando la consigna surgida en octubre de 2019 de que “no son 30 pesos, sino 30 años”, parecen inscribirse en esa lógica y, desde esa perspectiva, tienden a reforzar la idea de que la solución de los problemas más relevantes del país exige cambiar el sistema radicalmente. Es la afirmación (con fuertes tintes morales y no sólo políticos) de que tales problemas no se han resuelto, básicamente, porque no se ha querido o ha interesado realmente hacerlo.

De ahí que el estancamiento económico del país a partir de 2014 sea presentado más bien como la demostración de una suerte de desidia de las coaliciones políticas principales (las que, por lo demás y es importante tenerlo en cuenta, se alternan en el poder con las mismas personas, los presidentes Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, por un lapso de 16 años), que se entienden más preocupadas de la mantención de su propio poder que de la situación de las personas comunes.

¿Cuánto tiene que ver esta visión con el respaldo que obtiene la opción “Apruebo” en el plebiscito de 2020? ¿Hasta dónde ella explica el alto apoyo a candidatos independientes en la elección de convencionales de 2021?

La desmonumentalización pendiente

Se ha dicho que la transición chilena es un proceso con características especiales. Una de las que se suele destacar entre ellas es que los ganadores del plebiscito de 1988 debieron someterse a las reglas establecidas en la Constitución de 1980, sin que, a diferencia de lo que ocurrió, por ejemplo, en España, se llevara adelante un proceso de reemplazo formal de la institucionalidad heredada del régimen anterior.

Si bien se hizo una reforma constitucional en 1989, ella se enmarcó en un acuerdo entre el Gobierno Militar y la Concertación. No existió en Chile un proceso formal de “desmonumentalización” que retirase símbolos del espacio público, de manera de re–significarlo (como se suele decir), y, virtualmente, desterrar de él todo lo que tuviera que ver con dicho gobierno. A la inversa, la Concertación debió convivir no sólo con Augusto Pinochet en calidad de Comandante en Jefe del Ejército, sino con algunos de quienes habían sido parte de su gobierno o se contaban entre sus partidarios ocupando cargos de elección popular. Esta realidad, denominada por algunos como la “transición pactada”, parece haber hecho crisis en 2009, cuando la coalición de centro derecha ganó la segunda vuelta presidencial. Esa victoria parece haber sido percibida por una parte relevante de la izquierda chilena como un problema moral y no sólo político.

Si ese resultado fue visto como la eliminación de una especie de “techo de cristal” que debía limitar el crecimiento de la derecha, la interpretación que triunfó a su respecto no fue la de los denominados “auto-flagelantes” de la Concertación, sino aquella que sostenían sectores de izquierda más radical que consideraban que no se había sido suficientemente tajante en la crítica y deslegitimación del Gobierno Militar, al punto que sus herederos eran elegibles por mayoría absoluta.

No resulta exagerado, entonces, pensar que una lectura como la recién reseñada estuvo detrás del apoyo virtualmente acrítico por parte de sectores de centro izquierda a las movilizaciones estudiantiles de 2011, del movimiento hacia la izquierda del segundo gobierno de la Presidenta Bachelet, y del desarrollo en dicho mandato de un proceso de cambio constitucional que, a diferencia de los que se habían dado con anterioridad, puso abiertamente el énfasis en el continente (la Carta de 1980), antes que en las cuestiones de contenido (las disposiciones constitucionales específicas).

¿Cuánto se agravó esa visión a partir de la derrota electoral que sufrió la coalición de centroizquierda en la segunda vuelta presidencial de 2017, quien debió presenciar, nuevamente, un triunfo de la coalición de centroderecha, esta vez, además, no sólo por mayoría absoluta, sino con la votación más alta que ella había obtenido desde 1989?

¿Cuánto influyó en el respaldo a las movilizaciones, y aún a la violencia desatada en Chile a partir de octubre de 2019? ¿En qué medida esta última fue asumida como necesaria o, al menos, útil para desatar un proceso “destituyente” que permitiera, finalmente, desmontar el sistema instalado por el Gobierno Militar?

El problema del discurso

Desde octubre de 2019 se ha insistido en que la derecha ha tenido un problema de discurso, según unos, por haber guardado silencio, según otros, por haberse atrincherado en un mensaje de corte “economicista” que no conectaba con la realidad de la mayoría de las personas.

Hay razones que permiten pensar, no obstante, que el problema del discurso de la derecha no ha estado en los silencios o en supuestos atrincheramientos, sino más bien en lo que específicamente se ha dicho, en otras palabras, en su contenido, en la medida que él ha supuesto más bien un intento por asumir o adoptar el discurso de otros sectores, desdibujando la propia posición y llevando a enfrentar los debates en escenarios adversos.

Uno de los grandes méritos de la campaña presidencial de la coalición de centroderecha en 1999 parece haber estado, precisamente, en la capacidad de desarrollar un discurso distinto que, centrándose en los “problemas reales de la gente”, le permitió conectar con amplios sectores de la sociedad, sin modificar lo fundamental de su visión y principios, sino que, al contrario, mostrando que esa conexión con los electores y su realidad se lograba, precisamente, a partir de dicha visión y tales principios.

Desde mediados de la década del 2000, sin embargo, ese discurso distinto fue siendo reemplazado por otro que entendió que la manera de ir a buscar a los votantes moderados (las elecciones se ganan en el centro como se suele afirmar), consistía en acercar el discurso a aquél que enarbolaba la coalición de centroizquierda, con algunos ajustes y énfasis distintos, los que tendieron a asociarse por la opinión pública básicamente a temas de eficiencia y gestión antes que a cuestiones de fondo. Se podría decir que, a consecuencia de esto, la diferencia específica del discurso de la derecha empezó a perder relevancia frente al electorado, sin que ella apreciara del todo el modo en que eso podía terminar afectando no sólo su capacidad electoral, sino su legitimidad.

La duda respecto a si el primer gobierno del Presidente Piñera debía plantearse más bien como una suerte de quinto gobierno de la Concertación, antes que como el primer gobierno de derecha desde 1990, la incapacidad para ofrecer una respuesta razonable a la crítica al lucro enarbolada desde 2011, y la adopción virtualmente acrítica de un lenguaje que hace hincapié en los abusos del sector privado para luego ofrecer soluciones más propias del pensamiento de izquierda, son algunas muestras de esa suerte de rendición del discurso.

Esto quedó especialmente de manifiesto a partir del 18 de octubre de 2019, primero cuando se adoptaron rápidamente los diagnósticos propios del pensamiento de izquierda para tratar de entender lo que estaba detrás de lo que se veía en las calles, y luego, cuando pareció faltar la voluntad de defender decididamente la institucionalidad política y económica del país.

¿Cuánto de lo que se ha descrito influyó en los resultados del plebiscito de 2020 y en la elección de convencionales de 2021? ¿Cuánto de la recuperación de la derecha que se produjo en las elecciones presidencial y parlamentaria de 2021 tiene que ver, precisamente, con una gradual recuperación de un discurso más propio y distinguible?

La familia Faúndez

A finales de la década del ’90 una campaña publicitaria de una compañía de telefonía celular popularizó a un personaje: Faúndez. En cierta forma, se trataba de un ícono de la modernización que se había producido en Chile, desde el momento que reflejaba a una persona común que gracias a su esfuerzo podía acceder a servicios que solían entenderse como de difícil acceso para la mayoría de las personas.

Curiosamente, la derecha no buscó decididamente reivindicar culturalmente esas imágenes, no obstante la consistencia que ellas tenían con su mensaje. El caso del emprendedor Faúndez (usando el lenguaje en boga en la actualidad) era la mejor demostración de lo que persigue un sistema que busca estimular y premiar el esfuerzo y el mérito. Pero eso no se destacó. Tampoco el hecho que el éxito de Faúndez fuera el resultado de la transformación y ampliación de los servicios telefónicos en el país, cosa que había sido posible, precisamente, por la privatización del sector.

Se podría decir que, en cierta forma, la derecha equivocó el camino para intentar sintonizar con el nuevo Chile que, según se suele decir, venía surgiendo como resultado del proceso de modernización capitalista que se había iniciado durante el Gobierno Militar, y, en vez de reivindicar el rol de sus ideas en ese proceso, optó por adoptar frente a él posiciones más similares a las de centroizquierda, desdibujándose frente a las familias Faundez que, afortunadamente, comenzaban a abundar en Chile.

En el contexto recién descrito, el vínculo no se instaló a nivel de visión y principios, sino más bien en relación con la posibilidad de generar ciertos resultados específicos, asociados principalmente a la situación económica. Como es lógico, cuando ellos no se pudieron alcanzar, se perdió rápidamente el respaldo.

Un movimiento generacional

Se ha dicho que en los sistemas de voto voluntario la clave de las elecciones no radica tanto en cambiar las preferencias de los votantes, sino en cambiar a los votantes, es decir, en influir en la decisión de concurrir o no a las urnas.

Desde la segunda vuelta presidencial de diciembre pasado, se ha insistido en que los resultados de las elecciones que tuvieron lugar en los años 2020 y 2021 en Chile se vieron fuertemente influidos por el ingreso y la mantención entre los votantes de parte importante de la generación menor de 35 años. Quienes habían sido sindicados en el pasado como los que tendían a “no estar ni ahí” se transformaron en participantes altamente comprometidos, quienes, además, parecen haberse inclinado mayoritariamente por alternativas muy distintas de las propuestas por la derecha.

Ya han surgido voces que apuntan, a partir de lo que se ha señalado, a la necesidad de renovar el discurso, abordando temas que parecían haberse dejado de lado o desarrollado de manera insuficiente, e incorporar caras nuevas (y jóvenes), de manera de sintonizar de un modo más personal y generacional. El problema es que eso no parece ser suficiente si no se habla desde un lugar claro y con una visión distinguible.

Un mérito muy relevante de lo que hizo en su oportunidad el denominado “Chicago-Gremialismo” fue atreverse a pensar fuera de los marcos que fijaban los modelos estatistas en boga en esos años, y plantear diagnósticos y soluciones basados en una visión y unos principios distintos. Nada más, pero nada menos es lo que parece necesitar la derecha en nuestros días para recuperar un discurso que le permita aspirar a contar nuevamente con el apoyo mayoritario de las personas.

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