El Mercurio Legal

Jose Francisco Garcia 158x158 2018

En una columna reciente me he referido de manera descriptiva a las diversas propuestas que observamos en el debate público, y que tienen por objeto influir en las decisiones que, en materia de régimen político, deberá adoptar la Convención Constitucional en su propuesta de nueva Constitución. Por estos días, estos diversos planteamientos –presidencialistas, semipresidencialistas y parlamentaristas-, sus fortalezas y debilidades, pueden ser evaluadas de manera concreta, sobre bases factuales, que no son otras que las que nos entregan las elecciones generales (21 noviembre), la segunda vuelta presidencial (19 noviembre), y las dinámicas institucionales que generan.

Con todo, en esta columna me interesa examinar críticamente la forma que tiene nuestro particular modelo presidencial (y su práctica política) de acometer estas dinámicas y los incentivos institucionales que genera al: (i) interpretar los resultados de la segunda vuelta, (ii) formar coaliciones de gobierno estables (y no meramente electorales) que permitan generar gobernabilidad y eficacia, y (iii) promover un rol institucional de los partidos políticos en el sistema político. Mi planteamiento es simple: el presidencialismo no tiene capacidad real de enfrentar estos problemas. Peor aún, las propuestas presidencialistas sobre la mesa, no se toman en serio estos problemas –quizás, con la única excepción de los que han planteado un presidencialismo de coalición (ninguno en una versión sofisticada) o los que han propuesto un modelo presidencial parlamentarizado–.

En primer lugar, como ha sido recordado tantas veces, la segunda vuelta presidencial es un “espejismo”. Lo es en el siguiente sentido específico: resuelve de manera eficiente y con el concurso ciudadano entre las dos primeras mayorías relativas, pero no mucho más que eso. Candidatos que obtuvieron menos de 30% en primera vuelta, y luego se empinan sobre el 50%, interpretan ese aumento como un apoyo irrestricto a la totalidad de sus planteamientos. Este error de diagnóstico ha sido especialmente grave e ilustrativo, en las últimas dos administraciones. A la base se encuentra el problema del “gobierno de una persona”, el culto a la personalidad (executive personalism) y los incentivos que genera el modelo: a invertir recursos políticos en su figura y no en su partido, coalición, etc; a instrumentalizar y generar conflictos en la política ordinaria para destacar; el relacionamiento vertical con su gabinete (el “gobierno”); el su legado descansa en la materialización de las leyes y políticas públicas de su programa político subjetivo, aun contra su partido y/o coalición. Y es que el presidencialismo es esencialmente un juego de suma cero: los ganadores ganan todo; los perdedores pierden todo. Al jugarse el todo o nada del poder, premios y recursos políticos, no hay incentivos a la cooperación, ni de la oposición, ni de los aliados. La falta de solidaridad y responsabilidad parlamentaria institucional en la conducción de gobierno amplifica este efecto negativo.

El problema es serio; a poco andar de la investidura en el Congreso Nacional (marzo 2022), el Presidente en ejercicio (Boric o Kast) debiera retomar niveles de popularidad cercanos a al apoyo recibido en primera vuelta. Cuando comienza el desgaste y la baja de popularidad –y es el incentivo desde el primer día a la oposición en un modelo presidencial, que es un juego de suma cero-, comienza el abandono de la propia coalición (que es esencialmente electoral), los díscolos, del propio partido, etc. Ello porque, en realidad, la ampliación de las coaliciones que observamos estos días, la moderación o la búsqueda del centro, es puramente electoral y no tiene, como veremos, un correlato institucional.

En segundo lugar, nuestro presidencialismo no es capaz de formar coaliciones de gobierno estables que generen gobernabilidad y eficacia. No quiero decir con esto que estos dos sean los únicos objetivos de un régimen político, pero sí fundamentales. Y es que a la base de una coalición de gobierno estable, se requieren al menos los dos siguientes elementos.

Por un lado, la existencia de coalescencia coalicional en la conformación del gabinete, esto es, la proporcionalidad entre la representación parlamentaria y la presencia en el gabinete. Un gabinete altamente coalescente es uno que considera que el partido que aporta con 1/3 de los parlamentarios en el Congreso, tiene 1/3 del gabinete. Ello fuerza que en el gabinete estén sentados institucionalmente los partidos políticos y sus líderes parlamentarios. Por el contrario, la interpretación “libre” que los últimos presidentes chilenos han hecho sobre la conformación y rol de la oficina del gabinete de ministros de Estado, entendiendo por “colaboradores directos e inmediatos en el gobierno y administración del Estado” (art. 33 inc. 1 CPR) como una extensión de su vida social o limitado a su círculo íntimo de asesores, pulverizan la oficina del gabinete, la capacidad de colegialidad y deliberación del gobierno, el rol institucional de los partidos, y, en definitiva, al propio Presidente. No hay razones para que esta práctica política cambia. El problema no son las personas, son los incentivos institucionales.

Por el otro, y en relación con lo anterior, el “programa de gobierno” no es un documento pdf. en tonos alegres y con imágenes atractivas, que puede ser dejado de lado con liviandad (“no están escritos en piedra”, se dice por estos días). Una coalición de gobierno estable, requiere que sea un verdadero contrato –si se me permite la analogía-, exigible por ambas partes. Es además la manera en que es responsable ante la ciudadanía. Para los partidos políticos que lo suscriben, su presencia en el gabinete, en el gobierno (esperemos que no en la administración pública) y el concurso leal en el Congreso de apoyo a iniciativas legislativas específicas acordadas con antelación. Para el Presidente de la República, la garantía de que, al bajar su popularidad, sus aliados, incluso su propio partido, no lo abandonen o, en sentido estricto, no abandonen el programa de gobierno suscrito. Como la práctica política del presidencialismo chileno no es tomarse en serio el programa, porque no es un contrato, los partidos hoy declaran apoyar “sin condiciones” a los candidatos presidenciales a segunda vuelta. El problema ya fue anunciado: el gabinete se conformará sobre la base de un grupo de cercanos al Presidente; sus aliados lo abandonarán tempranamente o, adoptarán conductas estratégicas en el Congreso. No hay una salida equivalente al cumplimiento forzado del contrato.

Por lo demás, este tipo de negociaciones puede incluso superar la negociación de un programa y de una coalición de gobierno. El ejemplo más ilustrativo es la negociación del Estatuto de garantías democráticas, vía reforma constitucional, entre los partidos y movimiento de la Unidad Popular y la Democracia Cristiana, para permitir la llegada del Presidente Allende a La Moneda.  

Finalmente, en tercer lugar, bajo el presidencialismo los partidos políticos se vuelven irrelevantes. Por supuesto, hay una crisis global respecto de la democracia liberal representativa, la institución de los partidos políticos como mediación y ante el cambio tecnológico, el rol de las redes sociales, etc. Todo eso es cierto. Pero los partidos simplemente no tienen ninguna opción real de prosperar en democracia en medio del presidencialismo. Simplemente no tienen un rol institucional. No es un problema de que regular un poco más a nivel constitucional y legal reglas como darle mayores potestades de supervigilancia al SERVEL, estándares más exigentes de democracia interna o mayor disciplina partidista. Todos esos esfuerzos son correctos. Pero no es un problema regulatorio, de infra-regulación. Nuestras reglas constitucionales y legales en esta materia son más bien frondosas (en rango y magnitud). El problema real es que no tienen un rol institucional en el sistema político. Y lo que hemos visto estos días lo confirma: apoyos incondicionados a los candidatos presidenciales –que parecen fuertes, pero son superfluos-. Y la razón ya ha sido explicitada: no participan seriamente en la formación de gobiernos de coalición estables, con representación política y voto en la deliberación al interior del gabinete, en la redacción detallada del programa de gobierno, etc.

En fin, ya sabemos cómo continua esta historia. Uno de los dos candidatos presidenciales obtiene entre 50-55% de los votos. Ello le dará una interpretación subjetiva distorsionada de su mandato; no considerará a los partidos en la conformación del gabinete en términos institucionales; buscará imponer la agenda presidencial en el Congreso; los partidos serán irrelevantes; etc. En el fondo, somos testigos en tiempo real de cómo se incuba un sistema político bloqueado, que podrá desembocar en una crisis política mayor, y para la cual, el modelo no tiene salidas institucionales no traumáticas.

Vaya tarea tiene la Convención Constitucional por delante.

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