El Mercurio Legal

Jaime Alcalde 158x1582

El pasado 18 de octubre se conmemoró el trigésimo aniversario de la muerte de Fernando Rozas Vial (1929-1991), profesor de Derecho Civil en la Pontificia Universidad Católica de Chile por casi 35 años y que dejó una honda huella en quienes fueron sus estudiantes. El tiempo transcurrido ofrece una ocasión propicia para recordar algunas de sus ideas en torno a las obligaciones y contratos, que siguen siendo de interés y cuya discusión se puede proyectar hasta nuestros días, incluso dando cuenta de los cambios experimentados por la sociedad en estas últimas décadas.

Pero antes conviene revisar algunos datos de su vida. Nacido en 1929, la formación de Rozas experimentó de pronto un giro impensado. Siguiendo la tradición familiar vinculada al campo, estudió agronomía en la Universidad Católica. Egresó en 1950 y comenzó a trabajar como administrador de un fundo que pertenecía a su padre. Fue allí donde ocurrió el acontecimiento fortuito que lo condujo hacia el derecho. Un día cayó en sus manos un ejemplar del Código Civil. Como había ocurrido un siglo antes con Stendhal, que cada día leía dos o tres páginas del código francés para fijar su estilo, ese descubrimiento tuvo un profundo impacto sobre el joven agricultor. Quedó cautivado por la lógica, armonía y claridad conceptual del libro que tenía ante sí, mientras que el lenguaje claro y elegante usado por Bello le confirmaba que el célebre código era mucho más que un simple texto legal. Esta lectura lo llevó a memorizar buena parte de sus disposiciones y, además, tomó la decisión de matricularse en la Escuela de Derecho de la Universidad Católica para el curso de 1952. Aun así, se dio el tiempo de concluir su memoria sobre las razas vacunas y obtuvo el título de ingeniero agrónomo tres años más tarde.

Fernando Rozas se licenció con distinción máxima en 1961. Su memoria de prueba consistió en un comentario crítico de la regulación de la teoría general del negocio jurídico y la clasificación de las obligaciones en el Código Civil, donde propone una nueva redacción para cada uno de los artículos revisados. Pedro Lira Urquieta, a la sazón, decano de la facultad, reconoció en Rozas un talento sobresaliente. A partir de entonces asumió como profesor de Derecho Civil, después de haberse desempeñado como ayudante de la asignatura de Derecho Industrial y Agrícola, ocupación que mantuvo hasta su prematura muerte. En su honor se instituyó el premio que lleva su nombre y se otorga al egresado con mejor rendimiento en los cursos de Derecho Civil.

Como profesor gozó de mucho prestigio y estimación entre las generaciones que asistieron a sus clases, no solo por la solidez de sus conocimientos, sino también por la preocupación que mostraba respecto de la formación integral de los estudiantes. Célebres fueron las animadas tertulias que organizaba con ellos en su casa para conversar de las más variadas materias, desde el derecho hasta la música, la literatura y las bellas artes. Ningún ámbito de la cultura o el quehacer humano le era ajeno. Fuera del ámbito docente, Rozas es conocido sobre todo por su manual sobre el derecho de bienes, publicado en 1984 y con dos ediciones póstumas que mantuvieron la redacción original (1998 y 2004), el cual todavía utilizan muchos egresados para preparar su examen de grado. También se lo asocia con la Ley 18.802, que introdujo modificaciones respecto de la capacidad de la mujer casada en sociedad conyugal y los regímenes patrimoniales, y de la cual publicó un libro en 1990 que recoge las discusiones habidas durante los trabajos preparatorios y un comentario de las nuevas normas. Las ideas ya estaban decantadas: 15 años antes había escrito una propuesta de reforma al Código Civil sobre esa materia con idénticos principios. En conjunto con tres jóvenes abogados compuso un comentario que revisa las fuentes, el sentido y la jurisprudencia de cada uno de los artículos que integran el Libro III del Código Civil (1985). Dejó escrito igualmente un curso de Derecho de Familia (1970) y otro de Derecho Sucesorio (1975), este último no publicado de manera oficial. Rozas tampoco rehuía los temas nuevos. Por ejemplo, pocos años después de su introducción en el país, fue uno de los primeros autores en ocuparse de los desafíos jurídicos que deparan las técnicas de reproducción asistida (1989).

Rozas dedicó varios artículos a las obligaciones y contratos. Escribió asimismo un largo estudio sobre la buena fe en el Código Civil (1985), del cual se conserva solo un ejemplar mecanografiado dividido en dos tomos y que sintetiza su pensamiento. Conviene revisar algunas de estas ideas, porque son probablemente las más desconocidas de su obra.

A propósito de la teoría del negocio jurídico, publicó un artículo sobre el error y el miedo como únicos vicios de la voluntad (1975), y otro sobre la sanción que trae consigo la omisión de una solemnidad (1978).

En el primero de ellos intenta reconstruir las normas del Código Civil en torno a los vicios del consentimiento, señalando que el error puede ser espontáneo o provocado por una de las partes o por un tercero. Este segundo supuesto se da cuando ha existido fraude en la celebración del respectivo negocio jurídico, que exige demostrar la intencionalidad de quien lo provoca. Por la dificultad probatoria que esto entraña, recomienda que la nulidad se pida fundada en el error que sufre la parte que ha sido víctima del engaño. Su razonamiento se sustenta en que por eso resulta admisible la nulidad por dolo en los actos unilaterales, porque en ellos el fraude siempre proviene de un tercero. En los negocios bilaterales, el art.1458 II CC solo abre un curso adicional para el contratante afectado por el engaño de un tercero: como alternativa de la nulidad por el error sufrido, esa parte puede optar por reclamar el resarcimiento del daño causado, para lo cual debe probar el dolo que dicho tercero llevó adelante (quien se beneficia con él queda igualmente obligado por el provecho recibido). El derecho a ser indemnizado también corresponde al contratante que padece la nulidad del contrato sin haber tenido participación en el fraude, aunque entonces el daño se provoca recién después de concluido el juicio de nulidad y cumplidas las prestaciones mutuas. De su argumentación parece seguirse que el resarcimiento no puede ser acumulado con la nulidad, porque ella agota la tutela que la ley admite. Rozas estima también que la sanción al error esencial u obstáculo es la inexistencia, pues no hay en verdad voluntad de contratar. El otro vicio es el miedo, que proviene de la fuerza que se ejerce sobre una persona al celebrar un negocio jurídico. Así se desprende del art. 1456 CC, que habla de “la impresión fuerte en una persona” y del “justo temor de verse expuesta […] a un mal irreparable o grave”. Esto permite que la nulidad también se pueda invocar cuando hay estado de necesidad, que entiende como la impresión producida por un fenómeno de la naturaleza: para ese fin basta que ese hecho cumpla con la exigencia de gravedad que menciona la norma antes citada. Esta relectura permitiría, por ejemplo, dar cabida a aquellos supuestos que el derecho anglosajón tipifica como duress y undue influence.

En el otro artículo, Rozas señala que “no existe una concepción uniforme sobre qué son las solemnidades ni cuál es su rol como requisito del acto jurídico solemne”. El art. 1443 CC dice que su omisión entraña que el contrato no produzca ningún efecto civil, mientras que para los contratos reales la entrega es requisito indispensable “para que (el contrato) sea perfecto”. A su juicio, “si las solemnidades están constituidas por instrumento público, y para que el acto produzca sus efectos (…) es necesaria la inscripción en el Conservador de Bienes Raíces, la omisión de tales solemnidades hace inexistente el acto, el que ni siquiera engendra obligaciones naturales”. Sentado esta regla general, revisa 31 casos recogidos en el Código Civil, cuyo examen concreto considera indispensable para comprobar su aserto. Con todo, su conclusión aboca a preguntarse si cabe admitir una patología del negocio jurídico no reconocida por el código, incluso cuando ella puede resultar razonable desde el punto de vista lógico. Como han demostrado Jorge Baraona y Lilian San Martín, la correcta compresión de la nulidad absoluta parece suficiente para dar respuesta a los distintos problemas que se intenta solucionar a través de la inexistencia. Las reformas legales posteriores no han solucionado esta clásica discusión y han complejizado todavía más el panorama, introduciendo la categoría de la “nulidad de pleno derecho”.

En cuanto a la teoría de las obligaciones cabe destacar dos trabajos sobre las obligaciones naturales, otros donde analiza el régimen de las operaciones de crédito de dinero en el DL 455/1974 (1974) y la Ley18.010 (1981), y uno dedicado a la prueba (1982), que es una suerte de resumen de los aspectos sustantivos y procesales que rigen esta materia en sede civil. Ahí recuerda algo que muchas veces pasa inadvertido: “El sistema que se sigue en Chile es el de persuasión racional del juez”, que define como aquel en que este aprecia libremente los medios de prueba, según lo persuadan lógicamente, sin relevarlo del deber de fundar su sentencia. Asimismo, junto a Víctor Vial del Río, Rozas escribió un artículo respecto del artículo 1490 CC (1974). En él concluyen que dicha regla se aplica a la condición y el plazo suspensivo a la condición resolutoria, mientras que el plazo extintivo queda sujeto a las normas del usufructo, de suerte que el nudo propietario podrá reivindicar sin que importe la buena o mala fe del tercero adquirente.

Mención especial merecen las ideas de Rozas sobre las obligaciones naturales, porque un mayor desarrollo de ellas quedó recogido en el libro publicado en 1982 por Carlos y Gabriel Villarroel a partir de la memoria de prueba dirigida por aquel. Ellas se vierten en un artículo donde explica el sentido de esta clase de obligaciones (1977) y otro en el que señala las consecuencias de las cauciones otorgadas por terceros para garantizar una obligación natural (1978). La diferencia entre las obligaciones civiles y naturales reside en la existencia de una acción susceptible de ser enervada: las primeras otorgan al acreedor una acción indestructible, mientras que las segundas, si bien también conceden una pretensión para reclamar su cumplimiento, queda en manos del deudor alegar su improcedencia o ejecutar la prestación (con la consiguiente renuncia a la prescripción o la convalidación del acto nulo, si se trata de uno de esos supuestos), en cuyo caso el pago se encuentra justificado porque la obligación (como deber de comportamiento prometido) realmente existe. En cuanto a las cauciones que se pueden contraer para asegurar esta clase de obligaciones, Rozas analiza los cuatro supuestos del art. 1470 CC para concluir que ellas no otorgan al acreedor derecho a subrogarse y, tratándose de la fianza, no existe siquiera beneficio de excusión ni acción de reembolso a favor del fiador. Esta explicación puede servir para entender el funcionamiento de la extinción de los saldos insolutos tras el procedimiento concursal de liquidación respecto de las garantías exógenas (art. 255 de la Ley 20.720).

Rozas escribió también un artículo sobre la purga del censo vitalicio y de la hipoteca constituida para garantizar una renta vitalicia (1986), donde analizaba una fórmula que se había popularizado en la práctica forense de aquellos años. Para evitar las ejecuciones provocadas por la crisis económica de 1982-1983, muchos deudores comenzaron a constituir censos vitalicios respecto de los inmuebles ya hipotecados. A partir de los arts. 2033 y 2280 CC se estimaba que la existencia de una pensión de alto monto ahuyentaría a los interesados en adquirir la propiedad, puesto que el censo era irredimible y no se purgaba como la hipoteca. De la materia habían tratado antes Lorenzo de la Maza (1911-2007) y Sergio Gaete (1939-2005), el primero defendiendo que el censo no se purga y el segundo arguyendo que ese efecto sí resulta procedente. Para Rozas, la equiparación formal que hace el art. 793 CPC entre la acción del censualista y aquella del acreedor hipotecario lleva a concluir que el censo debe recibir el mismo tratamiento de la hipoteca, lo cual refrenda el art. 2480 CC cuando señala que “los censos debidamente inscritos serán considerados como hipotecas” en cuanto a su preferencia y rango. Dado que la purga busca “fomentar y permitir los créditos hipotecarios”, propendiendo a que el inmueble vuelva al mercado sin gravámenes, el censo vitalicio se debe extinguir cuando a la subasta del inmueble ha sido citado el censualista junto con los demás acreedores hipotecarios. Por lo demás, no hay que olvidar que Mensaje expresa que el espíritu del Código Civil es evitar todo lo que embarace la circulación de la riqueza inmobiliaria (§ 6), y que el censo vitalicio es “por su naturaleza de corta duración” (§ 38). El problema puede ser en la actualidad más grave, si se considera que la Ley 20.720 no contempla la pública subasta como mecanismo de realización de los bienes incautados al deudor.

Rozas fue también autor de un comentario a la SCS 15-12-1983, que acogió una demanda de precario presentada por una mujer casada en régimen de separación total de bienes contra su marido que seguía viviendo en el inmueble de su propiedad después de la separación de hecho entre ambos. Rozas estima acertada la decisión de la Corte, pues “la exigencia (…) está referida a un previo contrato o acto jurídico que justifique la tenencia, y no a una simple explicación sobre la forma como se llegó a ocupar el inmueble”. En los últimos años, la situación ha cambiado radicalmente: la jurisprudencia sobre la materia es cada vez más numerosa y se estima que el matrimonio o incluso la existencia de una comunidad derivada de una sociedad conyugal no liquidada son motivos suficientes para enervar la acción de precario. De esta forma, el requisito de que la tenencia sea “sin contrato previo” se ha convertido en un obstáculo cada más difícil de sortear para el dueño que demanda de precario, a la vez que se desnaturaliza el fundamento de la defensa que puede esgrimir el demandado. En rigor, para que no se configure el simple precario del art. 2195 II CC debe existir un título que por su naturaleza legitime la tenencia del ocupante respecto de un bien sobre el que reconoce dominio ajeno, el cual debe ser además oponible al demandante; en los demás casos resulta procedente la restitución.

En el trabajo inédito sobre la buena fe, Rozas considera que esta “es un modelo ideal de conducta social que se considera ejemplar” y que el código chileno sigue la concepción ética, que exige valorar si el sujeto actuó con lealtad conforme a la diligencia exigible en esa concreta situación. Considera que “el principio de la buena fe es actualmente menos respetado, y que se ha creado la mala conciencia de no dar importancia su trasgresión”. Y la razón de este olvido proviene del “afán de lucro desmedido”, como sucede con “las sociedades ‘de papel’, que no tienen otro objeto que el de ocultar a los verdaderos socios para así poder realizar negocios en lo que lo lícito y lo moral están olvidados”. Dicho problema sigue siendo una preocupación acuciante para los Estados por exigencia de las medidas de prevención del lavado de activos y el financiamiento del terrorismo, incluso con consecuencias en la configuración del registro de sociedades. Hace casi 40 años, Rozas constataba que se había llegado a “un estado de cosas en que el contrato simulado y el fraude a la ley son de la más ordinaria ocurrencia”, normalizándose el abuso respecto de “los débiles e inexpertos”. Varios casos recientes comprueban la actualidad de estas reflexiones. Detrás de esta comprensión subyacen las ideas de Georges Ripert (1880-1958) y Franz Wieacker (1908-1994), a quienes Rozas cita. Por ejemplo, este último autor considera que, en la aplicación de la buena fe, “las máximas del arte de la decisión judicial deben poder reconducirse a las cognoscibles y determinables indicaciones del legislador o a los principios elementales, prácticamente indiscutidos del obrar jurídico”: con ellas se trata de indagar en la justicia del contrato. Después de la introducción recién referida, el estudio se divide en dos partes: en la primera se analiza la buena y la mala fe en los contratos del Código Civil; en la segunda, se estudian las diversas instituciones que son moralizadoras de las relaciones jurídicas y otras que han sido tergiversadas para burlar con ellas la buena fe (vicios de la voluntad, fraude, simulación, teorías de la causa, la imprevisión y los riesgos, obligaciones naturales, autocontratación, efectos sobre terceros de la extinción del derecho del antecesor, purga del censo vitalicio y la hipoteca que garantiza una renta vitalicia, responsabilidad de la mujer por las deudas de la sociedad conyugal, reajustabilidad y prescripción), muchas de las cuales siguen siendo de harta actualidad. Su conclusión es que “los contratantes (…) deben colaborar para que cada uno obtenga lo que en justicia le corresponde”.

El oficio universitario ha experimentado bastantes transformaciones en las últimas décadas. El proceso de academización de las facultades de Derecho se ha intensificado en los primeros 20 años de este siglo, por el surgimiento de programas de doctorado nacionales, la ampliación de las becas para estudios en el extranjero y el incremento de las plantas académicas de jornada por parte de las universidades. Fernando Rozas Vial fue un hombre de su tiempo, que compatibilizó la docencia, la investigación y el ejercicio profesional. Como con muchos otros autores que han ido forjando nuestra doctrina, su legado intelectual debe ser juzgado en su contexto. Su labor estuvo basada en un método de lectura perseverante y reflexiva del Código Civil, sin determinismos preconcebidos, tratando de asignar sentido a sus reglas desde el sistema que conforman y la función moralizadora que estimaba debía cumplir el derecho. El repaso que aquí se ha hecho a algunas de sus ideas muestra que todavía se puede seguir aprendiendo de su magisterio después de 30 años de ausencia.

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